“Samsara”: Lois Patiño se reencarna para trascender

Sentarse con Lois Patiño (Vigo, 1983), además de permitir escuchar a una de las voces más relevantes del cine contemporáneo, deja que uno construya un efímero diccionario de referencias: se oye tantas veces la palabra “riesgo” como se cita a Sigmund Freud, y se reverencia al cineasta francés Jean Rouch tanto como se habla de “tentación”. Tras dar forma y lustre con “Costa da morte” (2013) o “Lúa Vermella” (2020) a eso que una vez se llamó “novo cinema galego” y que se ha diluido en la tensión rural-periférica que domina nuestro cine más festivalero, Patiño presentó ayer en la Seminci de Valladolid -tras pasar con aplausos por Berlín- su nuevo largometraje.

“Samsara”, que toma su nombre del ciclo de reencarnación que articula la religión budista se inscribe sin sitares ni tópicos en la tradición de la no-ficción más preciosista, más dogmática en lo estético. Partida en dos actos, yuxtapuestos por una arriesgada secuencia a modo de limbo, Patiño arranca el viaje en una pequeña comunidad de monjes en Laos, para “matarnos” y transportarnos, ya en la cara par del díptico y en forma animal, a Zanzíbar. De ahí el “riesgo” de la alienación de los espectadores; de ahí la “tentación” de caer en el exotismo, en el retrato etnográfico más burdo: “En mi última película ya se hablaba de lo fantasmagórico, de lo espectral, y de aquello que no vemos. De ahí viene la idea de plantear una película que se pudiera ver con los ojos cerrados”, explica el director, que aquí parte su filme para inmiscuirnos en la más trascendental de las experiencias. Si uno cierra los ojos, como invita llegado el momento y textualmente el filme, aparecerá reencarnado; si uno los deja abiertos, será testigo directo del lisérgico viaje sensorial.

“Samsara”, el nuevo trabajo de no ficción de Lois PatiñoATALANTE

Cine sin intervención

“Por pura curiosidad llegué al Bardo thodol, el libro tibetano de los muertos, donde se describe todo este proceso entre la vida y la vida más allá de la muerte. Así es como se estructuró la película, también llevándola a Laos porque me parecía una cultura mucho menos explorada, menos vista que la de El Tibet”, explica Patiño, que ha pasado un total de dos meses, en cuatro viajes distintos, explorando las dos localizaciones. Y es ahí donde la comparación con el cine de Rouch (“Yo, un negro”, de 1958 o “Madame L’Eau”, de 1993 son los ejemplos más nítidos) surge efecto, situando al director gallego como testigo excepcional de la cultura floreciendo sin apenas intervención ni infección eurocentrista.

“Es la primera película que grabo en analógico. Quería cambiar mi proceso de dirección y hacerlo más analítico, menos acumulativo”, apunta Patiño sobre el gran triunfo de su filme: cómo luce, cómo hace vibrar los naranjas budistas y los azules africanos. Todo ello se consigue gracias a un trabajo quirúrgico de Mauro Herce y Jessica Sarah Rinland, directores de fotografía en crepitante celuloide y, claro está, gracias a la intuición estética de Patiño: “La realidad se desarrollaba ante nosotros, sin apenas intervenirla. Pero claro, hay partes ficcionadas, partes que se han guionizado para darle sentido al viaje. Siempre con actores naturales y adaptándonos a los dos ambientes. En Laos, todo era matemático, ceñido palabra a palabra. En Zanzíbar, todo lo contrario. Trabajábamos con ideas a desarrollar más que con frases concretas”, completa.

 

Patiño, que se considera lejos de los preceptos espirituales del filme, sí reconoce identificarse con los preceptos culturales del yo en el todo. De nuevo, psicoanálisis: “Freud lo expresaba con la idea del pensamiento oceánico. Él hablaba del sentimiento común de las religiones de sentirte parte de un todo, igual que una gota de agua forma parte del océano. Ese es mi sentimiento de espiritualidad, compartido por el animismo de todo lo místico. Y eso pasa por mi cine, también, donde he estudiado la disolución de los sujetos en su hábitat, en su paisaje”, apunta en relación a lo holístico el director.

Por ello, todo lo cuidadoso que es el director para que “Samsara” no baile con los clichés, se vuelve pasión “freudiana” en lo gozoso de su acabado artístico: “Soy consciente, y diría que hasta culpable, de tener en cuenta que me dejo llevar por lo estético. Busco lo estetizante. Me gusta hacer películas que sean bonitas, bellas al ojo, pero eso solo es una puerta de entrada para ver más allá de la imagen. En ese sentido, igual que pienso que puede ser mi película más exigente con el espectador en lo textual, es la más fácil de contemplar, de disfrutar desde la distancia. Eso es un acto totalmente consciente, así que también creo que se podría considerar político, una declaración de intenciones con el cine actual”, completa meridiano. Y atrevido.

“Samsara”: Lois Patiño se reencarna para trascender