Una corona de espejos

Alejandro Oliveros | Vasco Szinetar

Por MIGUEL GOMES

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Luego de la aparición de Espacios en fuga (2012), volumen que recogía su lírica desde 1974 hasta 2010 y a la vez la inscribía en un contexto internacional, Poemas de la luna líquida (2021) señala en la escritura de Alejandro Oliveros una interesante bifurcación: por una parte, un continuo refinamiento de sus temas y estrategias formales usuales; por otra, la expansión de sus registros al incluir un diálogo mucho más evidente con el entorno social venezolano. Todo lo observado por Antonio López Ortega en su certero prólogo a la compilación de 2012 sigue en pie y se palpa en la nueva entrega: se trata de un autor que, si bien no desecha algunos bienes ganados de la tradición, no parece encajar en el panorama de la poesía reciente de su país, en particular por ciertas afinidades electivas: «La Antigüedad clásica, la poesía latina, la música académica, la ópera, los grandes nombres y valores de la poesía anglosajona: todas líneas de fuerza ajenas al canon establecido» (Espacios en fuga, Valencia, Esp.: Pre-Textos, 2012, p. 14). Uno de los rasgos más prominentes de la producción literaria venezolana de hoy quizá sea el retrato de la angustia que genera el abismo político y social de entre siglos; en Oliveros, pese a ello, esa inquietud compartida se manifiesta de un modo muy personal justo cuando se inserta en el sistema expresivo que según López Ortega lo pone al margen de lo consagrado localmente.

Ha de observarse, para comenzar, que la estructura externa de Poemas de la luna líquida no coincide ni con la trama enunciativa del libro ni con los horizontes referenciales del sujeto poético. En las cuatro partes —«Cuaderno de Milán», «Luna líquida», «Exilios» y «Antología griega. Imitaciones y anónimos»— tendremos una combinación en proporciones variadas de asuntos como la itinerancia, el colapso de Venezuela, el despliegue de una metafísica enraizada en una cosmovisión premoderna y una perseverante exploración intertextual mediante la cual la alteridad se integra en el perfil del hablante. Debe subrayarse que este, asimismo, se moviliza del presente estricto al pasado más remoto, y en ámbitos que van de lo vital a lo estético o de lo íntimo a lo comunitario. Esa proliferación de estructuras confiere al conjunto una atractiva tensión entre unidad y diversidad paralela a la experiencia de lo real poco a poco articulada, en la cual el yo capta la pérdida de fuentes de identidad sin abandonarse ni a la tragedia ni a la simple resignación: el gesto resulta más bien sereno, a veces encomiástico.

 

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Por itinerancia entiendo no solo las alusiones al viaje, sino también, ahora con más énfasis que en el resto de la obra de Oliveros, la preocupación por el exilio. Con respecto a lo primero, dicha constante se asemeja por su frecuencia y vigor al nomadismo de Enrique Lihn, tratándose acaso de los dos poetas hispanoamericanos que en los últimos cincuenta años más se han concentrado en el motivo. «Cuaderno de Milán» nos presenta, entre otros, a Mallarmé lejos de París, en Tournon, donde vive «su propia temporada en el infierno»; a Machado nostálgico en trenes, mientras reflexiona sobre el desmoronamiento de España; a Miłosz en Berkeley añorando simultáneamente Lituania y el «pubis dorado» de una de sus amantes. «Luna líquida», por su parte, evoca a Ulises en sus trayectorias sin puerto seguro, así como «el rostro grave / y la voz ronca / del desterrado» que debió de tener Valéry, cuyo recuerdo sirve de pantalla de proyecciones del hablante que oscila entre su percepción de las inmediaciones, en Sète, y un Puerto Cabello que se aproxima a él en la marea. El título de la tercera parte del libro anuncia tanto exilios literales, con separación forzosa de la tierra de origen, como exilios metafóricos, donde la pérdida se produce en un dominio inmaterial: «Cuando cierres la puerta / y ajustes ventanales, / y tomes los caminos / para nada familiares, / mira el cielo que pierdes, / allí quedan tus señales»; o bien: «Al salir de Ítaca, / en contra de su voluntad, / Ulises sabía / que un día iba a regresar. / Eneas no podía / de esa manera hablar». La «Antología griega» reincide en lo anterior: «En castigo por haber criticado / en público su gobierno, / Meleagro, conocido tirano, / castigó a Arquises a soportar / seis meses de exilio cada año. / Para Arquises la vida es ahora / un juego de cielos desdoblados». Lo más atractivo de ese abordaje de un tema milenario, no obstante, lo hallamos en la forma adoptada por estos poemas que, en su mayoría, muestran encabalgamientos virtuosos y obstinados, cuyo efecto es obligar a la lectura a desplazarse y viajar mientras los personajes que se describen o nos hablan lo hacen: «He vivido entre el pasado/y el presente, acosado / por el tiempo ciego, / y desdoblado entre dos / cielos […]» («Ferrara»). El predominio general del verso libre tampoco es ajeno a ciertos patrones ocasionales de metro o de rima, que se abandonan tal como vinieron, para algunos pasajes después retomarse, y abandonarse de nuevo: un ritmo que parece estarse buscando mientras nuestro ser se busca en el ancho mundo.

 

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El segundo referente rastreable en la totalidad del libro es, como adelanté, el derrumbe de Venezuela, que, me atrevería a aseverar, fantasmalmente vertebra las cavilaciones acerca de la expatriación. En la primera parte se muestra sutil: «Soy un fugitivo de la utopía. / Cuando escucho esa palabra / me abandono a la tristeza […]. / No quisiera para mi nieto / la intensidad de los escogidos, / ni el entusiasmo de los sectarios». Luego, aún en «Cuaderno de Milán», la ambigüedad actúa estableciendo analogías entre los países destruidos por tiranías, donde las meditaciones de Yuri Zhivago parecieran aplicarse a Caracas: «Yuri Zhivago camina por el Moscú / de su juventud. “Es poco lo que queda: / ruinas, campos de urbana soledad. / ¿Dónde están la librería La France, / El libro italiano y Rizzoli? ¿Los bares / con sus musas, donde artistas y poetas / dejaron sus hígados en calidad de pago? / […]./ Donde quiera que ahora mire, nieblas / y fríos del exilio salen a mi encuentro”». En esa misma parte del libro, «A la manera de Bertolt Brecht» se politiza sin tapujos:

Somos hombres en tiempos oscuros;

si alguien en la calle todavía ríe

es porque desconoce las noticias.

¿Qué época es esta en la que pedir pan

es un crimen contra la seguridad del estado?

Y, sin embargo, a diario me recuerdan

que poseemos las más grandes reservas

de hidrocarburos, y los ingresos de la nación

asegurados hasta el próximo milenio,

y la leche escolar garantizada por un siglo.

Si bien en la segunda parte esa visión del orbe social queda solapada en «reino[s] perdido[s]», casi fantásticos, como aquel al que se alude en el «Navidad en Milán 2018», la tercera parte será explícita en las remisiones a lo nacional. Así, en «Sueño de un estudiante venezolano en el exilio» leeremos: «Caracas no había cambiado; / el metro, como siempre, / nos dejó en la estación / las Tres Gracias / […]. / Las noches eran serenas / bajo la silueta protectora del Ávila./ Un viento helado / abre la ventana. / El sueño se interrumpe; / afuera, una noche ajena, / la soledad y el derrumbe». Y ya un poema perteneciente a la «Antología griega» deja en claro, desde su título, «Anónimo. Siro (Venezuela 1998)», la necesidad de una lectura en coordenadas sociales inequívocas, a pesar de su ingenioso doblez temporal; lo cito en su totalidad no tanto por ser una de las más memorables contribuciones de la lírica a la literatura generada por la «tragedia de Vargas»— junto a Mañana vendrán las piedras (2018) de Santiago Acosta— como por ser uno de los poemas más dramáticos y logrados del libro:

Esa noche se cumplieron los presagios.

El cielo del norte se cubrió de fuego,

mientras la lluvia, con relámpagos de hielo,

se extendía por la costa en su naufragio.

Con sus lanzas sin descanso, el viento

empujaba la montaña hacia el abismo;

hasta que llegó la gran ola sin tiempo,

que transformó la costa en precipicio.

Noche deslavada y sangrientos corales,

que dejó atrás, en su sal, el rostro humano.

Entonces, Siro, no entendiste las señales

que hablaban de la llegada del tirano.

 

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El tercer factor que da unidad a Poemas de la luna líquida es uno de los más habituales en el resto de la obra de su autor y la distingue tajantemente de las preferencias de varias camadas poéticas de su país, aunque no de las de poetas aislados, entre los que resaltaría a Eugenio Montejo. Se trata, como he anticipado, de una inusitada visión del universo y el lugar que en él ocupamos. Fundamentales en esa aproximación a una ontología respetuosa de la información que nos ofrecen los sentidos son los estímulos de Cavafy, Pound, el Ricardo Reis de Pessoa —aunque cierta sed de autenticidad emocional palpable en Álvaro de Campos no le sea ajena— y, last but not least, Robert Lowell. La presencia de la imaginería clásica en esa veta tan reflexiva de Oliveros justifica que la vinculemos a una perspectiva precristiana —o, posiblemente, a una nostálgica reconstrucción de esa imago mundi, en la que los conflictos entre espíritu y materia desaparecen o, atenuados, se replantean—. Algo de ese neopaganismo, de esa vuelta a un antes de las exigencias de lo trascendente o del pánico al pecado se vislumbra en «Cuaderno de Milán» cuando, en el poema «Utopía», por ejemplo, se rechaza el fanatismo de las ideologías y se anhela «El regreso a la belleza y la serenidad / de las cumbres, el azul del mar / que recomienza». Pero en «Luna líquida» tal corriente subterránea asoma sin rodeos en piezas como «Tarde en la tierra»:

Llegué muy tarde

a la tierra,

cuando los templos

no eran de mármol

sino de barro

con piedras.

Los dioses

no se reían,

todos mudos

en su tristeza.

Y en lugar

de un Hermes alado,

un joven con espinas

en la cabeza.

En «Un poema del cuerpo», poco después, se lleva más allá la revisión satírica de la espiritualidad penitencial cuando el misticismo de los iluminados, que permite desgajar lo inmaterial de lo material, recibe como respuesta del cuerpo abandonado una socarrona contemplación e, incluso, la búsqueda ya sin estorbos de otros cuerpos. En «Exilios» no serán escasas las intromisiones del mundo antiguo o sus hábitos pensantes y expresivos —tenemos incluso variaciones explícitas del epicureísmo horaciano en «Feliz aquel»—, aunque en «Antología griega», por supuesto, esta tendencia del conjunto recibe su mayor desarrollo.

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Ello nos conduce al cuarto elemento que unifica el poemario. La pasión intertextual de la escritura de Oliveros queda a la vista, como sucede muchas veces, a través de imitaciones que van siempre más allá del original clásico, poniéndolo en diálogo con la sensibilidad contemporánea. Lo he comentado suficientemente en párrafos previos. Lo que queda por destacar es que dichas remisiones, voluntarias, o el ludismo tergiversador que a veces suponen, no se limitan a la «Antología griega» y afloran en cualquier punto del libro —«A la manera de Bertolt Brecht» figura en la primera parte; «Después de la lectura de Manrique» en la segunda; y «Feliz aquel» en la tercera: soy parco en la mención de ejemplos—; además, ha de apuntarse que traen consigo un sistemático cuestionamiento de los límites de la subjetividad, ya que la asimilación del texto ajeno no consiste en una ampliación mecánica de los recursos expresivos propios, sino en un ejercicio constante de elisión de barreras entre individuos, en busca activa y enérgica de una comprensión más cabal de la condición humana. El citado «Anónimo. Siro (Venezuela 1998)» prueba lo que sugiero.

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La enunciación también cohesiona el conjunto, solo que lo hace mediante la paradójica singularidad de su pluralismo. Con lo anterior aludo a la superposición de múltiples escenarios desde lo que parece interpelarnos el personaje poético principal que solo esporádicamente se oculta, prevaleciendo los puentes de índole autobiográfica que se tienden de composición a composición —para solo mencionar uno, piénsese en la presencia frecuente de Alessandro, el nieto—; coinciden, no menos, las situaciones —sobre todo, la lejanía de Venezuela— y el repertorio de referentes literarios —lo que perfila una fisonomía intelectual y gustos personales—. En ese relato se forja igualmente la intimidad esbozándose una saga familiar donde el padre y la madre aportan momentos álgidos —entre los más emotivos poemas del libro se cuentan «Playa blanca. Puerto Cabello», «Nirgua 1960», «Destino», «Trattoria Roma» y «Sueños»—. Ha de añadirse que, si los espacios cambian, ello no hace más que afirmar la continuidad de un personaje en desplazamiento infatigable por distintos rincones del mundo: Valencia de Venezuela, Nirgua, Puerto Cabello, Caracas, Italia, Francia… Además de esos espacios físicos, están los instalados en la memoria, que se confunden con regiones enteras de la psique, como ocurre en «1955»:

Las copas de estos árboles

que me vieron por primera vez

en mil novecientos

cincuenta y cinco

¿acaso me recuerdan?

Caobos, mangos, jabillos.

La iguana en lo alto de la rama,

el vientre cargado

con sus huevos amarillos,

ya no aparece, se ha ido.

Por las orillas del río Cabriales

un caballo quiere agua…

Como he dejado entrever, a esos cruces espacio temporales se suman los de lo vital y lo literario, así como los de lo estrictamente privado y lo público, puesto que el yo en numerosas oportunidades se coloca en una encrucijada entre la identidad individual y la que el lenguaje construye, o entre el individuo solitario y su pertenencia a una colectividad.

Un ser tan heterogéneo algo tiene de la emblemática luna que da título al volumen y se define a la perfección en el «Canto a la luna líquida»:

Canto a la luna líquida

y su corona de espejos,

sus cejas anaranjadas

y su mirada de hielo.

Canto su voz transparente

como una espuma de fuego,

el brillo de sus largas manos

en el cual busco un reflejo…

La búsqueda de imágenes propias multiplicadas en un cuerpo celeste dotado de «voz» —que, para mayor precisión, sin detenerse en un punto fijo, muda siempre de forma tanto por sus fases como por la «liquidez» y la «espuma de fuego» visionarias que se le atribuyen— tal vez constituya el rasgo crucial de la poética de este libro. Y apunta, de hecho, a una celebración de lo fluido, de lo variable, que responde a la aceptación soterrada de que el «exilio», margen permanente, se ha convertido en un inesperado hogar donde aprendemos a existir con el conocimiento, como lo describe el poema «Mapas», de que «Nuestros bordes / se perdieron, y con ellos / nuestro norte / y nuestras casas».

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