Vecinos

Ejemplo de unidad nacional, en las «aldeas de reconciliación», hutus y tutsis comparten espacio, trabajo y vida en una convivencia que pretende demostrar que se ha pasado página.

Además de la visita a los gorilas que habitan en las colinas de Ruanda, las agencias de viajes ofrecen al viajero curioso escuchar historias de supervivientes del genocidio. El gancho, entre morboso y asombroso, es que víctimas y verdugos conviven puerta con puerta y cultivan la tierra de una cooperativa común. Sus testimonios, tanto en los pueblos que visitan delegaciones extranjeras para conocer la experiencia o altos mandatarios durante algún encuentro internacional, como en las aldeas que no están en el circuito de exhibición, son relativamente convincentes.

Nadie olvida a las 800.000 personas tutsis y hutus moderadas que fueron asesinadas en los cien días que duró el genocidio de 1994, sin mencionar nunca a los otros 300.000 hutus que también murieron en las represalias de 1996. Las heridas no están del todo cerradas en la convivencia impuesta por el régimen de Paul Kagamé. Apenas hay margen para la espontaneidad y los relatos están marcados por las alabanzas al Gobierno de unidad nacional que «devolvió la paz y la estabilidad». Parece que a todos les compensa la tranquilidad tensa que se respira en estas aldeas donde, al entrar los foráneos, parecen activarse todos los personajes en una escena bien ensayada. Mujeres hutus y tutsis hacen cestas juntas mientras se ríen, los ancianos contemplan a los niños jugar frente a la puerta de la casa y los hombres organizan el espacio en el que volverán a repetir lo que les ocurrió. Antes de dejar el lugar, el extranjero –con el corazón en un puño por la brutalidad del relato– comprará alguna de las piezas de artesanía que ayudan a las mujeres a sacar a sus familias adelante y firmará en un libro de visitas para que el coordinador de la aldea pueda acudir a la organización Prison Fellowship Ruanda (PFR) y recibir el porcentaje que les corresponde de los 50 dólares por persona que cobran a los foráneos. Mucho menos que lo que hay que pagar por acercarse a los gorilas de montaña.

Vista de una calle de la aldea de Kamazuru. A la derecha, una mujer teje cestos en la aldea de Mbyo. Fotografía: África González

Una profesora sin rencor

Olive Mukantwari (46 años) es la directora de la escuela maternal Best Garden Nursery School, a la que acuden a diario 58 niños de 3 a 5 años. Situada en la aldea Kamazuru, es una estructura sencilla con un patio en el centro y varias clases en las que el material escolar está ordenado. Mukantwari, que tenía 17 años cuando perdió a toda su familia en el genocidio, se preparaba para ser misionera de la Realeza de Cristo, una orden de espiritualidad franciscana. En un relato asimilado por el paso del tiempo, recuerda que las religiosas fueron las que delataron a las tutsis que había en el convento. «Perdí a mis padres y hermanos, a mis tíos… Intentaron atraparme y torturarme, pero fui salvada por el buen Dios, fue Él quien me protegió. Me cambié la ropa y me quité el velo para salvarme. No supieron que era yo. Me quedé sola y triste. Estaba traumatizada, pensaba en los niños que se habían dispersado», narra Mukantwari, sin miramientos a la hora de subrayar la violencia que ejercieron los hutus sobre los tutsis, lejos del discurso plano oficial en el que la reconciliación impone dejar de diferenciar entre grupos étnicos.

En su huida, la directora de la escuela recogió a dos lactantes que habían perdido a su madre. «No sabía si eran hijos de víctimas o de perpetradores del genocidio, intenté dejarlos en un orfanato, pero la situación era difícil. Al final decidí llevármelos a casa y les di un nombre». Cuatro años después del genocidio, Mukantwari se casó con un hutu que también adoptó a los niños, a los que dieron tres hermanos más. «La vida continúa a pesar de todo», sentencia Mukantwari, consciente de que, al margen del sufrimiento y de no olvidar a la familia que la crio, se siente agradecida por desarrollar su vocación de maestra. «Soy tutsi, mi marido hutu, y le quiero mucho. Creo que esa es la verdadera reconciliación», explica Mukantwari que hoy dirige una escuela en la que no se etiqueta a los niños por su origen tutsi, hutu o túa, aunque «todos sabemos de qué familias vienen y quién tiene a su padre en la cárcel por haber participado en el genocidio».

Mukantwari participó en los tribunales populares gacaca (creados por el Gobierno de unidad para testificar sobre lo ocurrido en el genocidio de forma pública) y comprobó que el perdón es posible y que el rencor no debe transmitirse de una generación a otra. «Vivo en esta aldea desde 2012, es un buen entorno para estar en paz», concluye.

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Una mujer teje cestos en la aldea de Mbyo. Fotografía: África González/MN

Vigilar la reconciliación

Providence Nikwigize (46 años) es la responsable de Kamazuru desde 2017. «Este es un pueblo ejemplar porque vivimos, rezamos y estudiamos juntos, compartimos el agua, la comida, nos ayudamos, estamos en las mismas cooperativas…, no hay ninguna diferencia», sentencia Nikwigize nada más comenzar la conversación. También cita la experiencia de los tribunales gacaca, en los que fue juez. Considera que fueron un ejercicio comunitario en los que se permitió el perdón y el arrepentimiento para volver a construir un presente común. «Observé y me convencí de que existía la esperanza de que la gente pudiera vivir en paz mediante la reconciliación».

Hay una primera generación que no ha vivido el genocidio, pero las celebraciones y recordatorios anuales, empezando por los actos que se realizan del 7 al 14 de abril –cuando comenzó la matanza–, son momentos en los que se habla con los menores sobre lo que sucedió. «Hay emisiones de radio y programas en los barrios y las aldeas para recordar lo que perdió el país, y cada tres meses se organizan encuentros enmarcados en la campaña gubernamental «Ndi Umunyarwanda» («Yo soy ruandés»), porque cuando se dice esa frase se ignora si eres cualquier otra cosa, en primer lugar eres ruandés», explica Nikwigize.

La responsable de Kamazuru asegura que aquí no hubo resistencia a la convivencia entre hutus y tutsis porque «el Gobierno ruandés no discrimina y los programas de desarrollo están destinados a todos por igual, construyendo casas para los pobres sin importar si son hutus o tutsis. Todos reciben las mismas ayudas».

Las dificultades económicas son un punto de unión para una población que afirma haber pasado página y no estar preocupada de que la historia pueda volver a repetirse. «El genocidio es algo que debe recordarse para que, si un día los nuevos nacidos no comprenden la verdad de lo que ocurrió, sean capaces de reaccionar y no caer en la mentira. Ignorar u olvidar lo que pasó en Ruanda podría provocar que se repitiera. Las conmemoraciones del genocidio son importantes para no caer en un mal gobierno de nuevo y para que, cuando muramos, nuestros hijos sepan lo que pasó y cómo evitarlo».

Mbyo, aldea ejemplo

Construida entre 2003 y 2004, las 54 casas de la aldea de Mbyo, situada a unos 45 kilómetros al sur de Kigali, están habitadas a partes iguales por hutus y tutsis. Bien organizados y algo recelosos ante la visita de extraños, James, el coordinador del lugar, comparte con naturalidad que «en las cárceles se logró que la gente confesara que había matado a sus amigos, y luego el Gobierno consiguió que hoy vivan en familia». Casa, trabajo, ocio… el desarrollo de una vida en la que parecen haberse acostumbrado a la mirada desconfiada del que desde fuera les juzga y cuestiona. Hablar del pasado forma parte de la terapia. Una lección bien aprendida en la que no deja de haber declaraciones que chirrían: «El Gobierno nos ha enseñado a tener una vida normal, a poder hablar del pasado sin miedo, aunque no queremos diferenciar entre etnias. Todos somos ruandeses».

Jacqueline Mukamana (46 años) y Alays Mutiribambe (70 años), tutsi y hutu, se han ganado papeles protagonistas por la forma en la que relatan sus experiencias de vida. «Escapé del genocidio en la zona de Myanye. Desde 1992 la gente intentaba el genocidio. Los hutus mataron al hermano de mi padre. Los tutsis nos fuimos y al regresar los hutus estaban en nuestra tierra. El 7 de abril de 1994 perdí a mi familia en esta zona, a toda mi familia. Intenté escapar pero el ejercito disparó en la iglesia donde me refugiaba. En ese momento tenía 17 años. Escapé a Burundi. Regresé a Ruanda cuando el Frente Patriótico Ruandés (FPR, el partido del presidente Kagamé) llegó al poder porque volvía la paz», explica Mukamana.

Como otros miles de personas, un día Mukamana recibió una carta en la que el asesino de su familia, que cumplía su pena en prisión, le ­pedía perdón y le explicaba cómo mató a su familia. «Le conocí en 2008 y me dijo dónde estaban los cuerpos de mis seres queridos. Entonces le perdoné. Me ayudó mucho rezar, la oración me hizo cambiar de opinión y perdonar. También me apoyaron en los grupos de la comunidad donde intentamos recuperar una vida normal después de lo que nos pasó».

Antes de pasarle la palabra a su compañero de reparto, Mukamana se muestra categórica: «Es posible vivir con la gente que mató a mi familia, somos vecinos. Es la nueva Ruanda».

Más escueto en palabras, Mutiribambe secunda todo lo dicho y asegura sentirse agradecido por esta oportunidad de acabar sus días en paz. Rodeado de sus nietos, camina con paso inseguro por la aldea mientras insiste en que son ellos los que decidieron vivir en comunidad. «Vinieron unos religiosos a la prisión y nos dijeron que debíamos escribir a las familias de las víctimas para pedir perdón. Al principio no los creímos, pensábamos que era un truco de los tutsis. Pero lo hicimos y luego nos llevaron ante las familias. Pasé nueve años en la cárcel», explica, y añade que sintió miedo y vergüenza al reconocer sus hechos. Mutiribambe responsabiliza al Gobierno de aquel momento de lo sucedido.

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De derecha a izquierda, Jacqueline Mukamana, Alays Mutiribambe y James en la aldea de Mbyo. Fotografía: África González/MN

¿El nuevo Ruanda?

Celestin Ngaruyinka es el jefe de programas de PFR, una organización cristiana sin ánimo de lucro para presos, exprisioneros y sus familias que trabaja en 30 distritos y nueve cárceles del país. PFR ha construido 683 casas en las llamadas «aldeas de reconciliación».

Empezaron a trabajar en 1995 en Ruanda, cuando las heridas estaban aún abiertas y la seguridad muy cuestionada. Hoy, casi 30 años después, se preparan para acompañar a los miles de presos que están a punto de cumplir sus penas y que se reincorporarán a la vida comunitaria en libertad en los próximos meses.

«En Ruanda, por el genocidio de 1994, teníamos un gran número de presos que habían cometido crímenes sin esperanza de mantenerse con vida por las venganzas. Creían que los matarían y que nadie los apoyaría. Incluso pensaban que carecían de derechos al ser considerados unos criminales», explica Ngaruyinka.

Muchos de los presos no quisieron confesar sus actos en los juicios populares y necesitaron un apoyo psciosocial intenso para seguir luchando por su vida. «En 2003, el presidente de Ruanda concedió un indulto y fueron liberados los que pidieron perdón y escribieron cartas. Pero la mayoría no tenía dónde vivir porque llevaban tiempo separados de sus familias. Sentían vergüenza y miedo a volver a la comunidad, tenían muchos problemas. Así comenzamos a actuar con el proyecto de las «aldeas de reconciliación», construyendo una casa para una familia de un superviviente del genocidio junto a una ocupada por un ejecutor del genocidio y a otra para una familia retornada del exilio», explica Ngaruyinka. A través del programa «Escúchame, te escucho» hicieron el trabajo psicológico para superar la rabia y el miedo a encontrarse.

En las familias de las víctimas había una gran resistencia al perdón porque consideraban que estaban traicionando a sus seres queridos. Ngaruyinka explica que «en la comunidad era difícil decir que alguien que mató a tu familia iba a ser perdonado. La venganza no era una opción. Llegamos a la conclusión de que esta era la única manera de no ir hacia atrás en la historia». Y añade: «En la Ruanda de hoy decir que eres tutsi, hutu o túa es difícil porque eso rompe mi comunidad. Quiero ser ruandés, y que me miren como tal. En la nueva generación hacen negocios y estudian juntos, se casan. ¿Qué importancia tiene esa otra “historia basura”? Hemos decidido vivir en una comunidad que está por encima de esos grupos étnicos. Nadie puede decir que no perteneces a esa tierra, todos merecemos vivir juntos».
Para Ngaruyinka hablar de «reconciliación impuesta» es no querer alcanzarla y usarla políticamente. Y sentencia: «La reconciliación la da una casa en la que vives al lado del otro, y al cabo del tiempo, te das cuenta de que es algo bueno».

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