Mi primera maestra

Por Rubén Darío González Zapata
Nacido en la vereda La Lindaja
Corregimiento Alfonso López (San Gregorio)
Ciudad Bolívar

Al remover las brumas del pasado ya lejano, vienen a mi memoria los recuerdos de personajes que, por diversas razones, dejaron su huella impresa en mi mente y cuya evocación me lleva a comprender que fueron parte fundamental de lo que, con el pasar de los años, contribuyó a forjar la persona que soy en el día de hoy. Aquella muchacha, tal vez de unos 24 o 25 años, a la que vi esa mañana de mi primer día de escuela, fue sin duda uno de esos personajes. Era yo entonces un chico de escasos 7 años que daba los primeros pasos de lo que sería el largo y tortuoso camino de un proceso educativo sembrado de dificultades que, en más de una ocasión, llegaron a convertirse en obstáculos que parecían imposibles de superar. Sin embargo, por alguna misteriosa razón, en cada uno de los momentos en los que a lo largo de mi vida debí tomar una decisión crucial para mi futuro educativo, su recuerdo estuvo presente de alguna forma y, sin saber por qué, le daba a mi espíritu una rara inspiración, de cuya importancia solo vine a ser consciente siendo ya una persona adulta. Esa muchacha de piel nacarada, mirada escrutadora y dulce sonrisa, era en ese momento mi primera maestra. Era Aura Viana. ¿Por qué su recuerdo me marcó tanto?

Una pareja que fue para mí una hermosa lección de amor.

Cuando trato de encontrar una explicación a un interrogante como éste, pienso que la respuesta está, como primera medida, en que fue esta maestra la primera persona, ajena a mi entorno familiar inmediato, que entró al recinto más íntimo de la esencia de mi yo a través del esfuerzo del aprendizaje. En segunda medida, porque fue ella un medio a través del cual entendí la belleza del arte del teatro y la música, pero, sobre todo, por haber representado para mí una lección inolvidable de amor como pareja y como madre de familia, como lo veremos más adelante.

Estrictamente hablando, mis primeros maestros fueron mi madre, mis hermanos, mis primos, mis abuelos y, de una manera más extensa, la Madre Naturaleza. De todos ellos, en aquella etapa de mi incipiente existencia, aprendí que hay unos valores que están por encima de toda riqueza material: el amor familiar, especialmente el amor de mi madre hacia nosotros, sus hijos; el respeto por las personas, de manera especial hacia los padres y abuelos; el amor al trabajo y, ya en el campo de lo inmaterial, la certeza de que, más allá de las cosas que vemos y podemos tocar físicamente, existe la dimensión de una espiritualidad que, aún hoy día, sigue siendo uno de los más inquietantes y hermosos misterios del universo de mi ser interior que un día aspiro a comprender en todo su significado. De mis hermanas mayores, especialmente de Ofelia, aprendí a leer y a hacer las primeras letras, mientras que, con mis otros hermanos y primos más cercanos, tuve mis primeros contactos con el mundo natural: la belleza del agua cristalina de la cañada que corre montaña abajo; la delicadeza del nido del azulejo primorosamente tejido; el canto del sinsonte al amanecer y el de la mirla al caer de la tarde; el dulce sabor del algodón que recubre la pepa de la guama; la visión de los lejanos e inquietantes montes, en cuya alfombre verde esmeralda formada con las copas de los árboles se destaca, aquí y allá, la enigmática mancha gris de los yarumos; bosques habitados por animales de toda especie, incluidos imaginarios seres monstruosos: la Madre monte, la Llorona, el Mohán, la Pata sola y los inquietos duendes. Entes oscuros pero que, aunque legendarios, eran para mi asustadiza imaginación seres completamente reales.

Pero a este escenario, que podría llamar el de la etapa del aprendizaje natural, informal e intuitivo, que se ha venido dando por el contacto con la naturaleza y por la relación con las personas de las que he estado rodeado, se añadió en aquella temprana edad una nueva dimensión: la de la adquisición de conocimientos y habilidades sistemáticamente recibidos dentro del marco formalmente establecido de un aula escolar; el nuevo escenario que me lleva a entrar en contacto directo con la que sería mi maestra por un tiempo que, aunque muy corto, tendría para mí una gran importancia. De esta manera, por primera vez me encuentro con alguien que, sin formar parte de mi familia, estará frente a mí transmitiéndome unos determinados conocimientos durante muchas horas a la semana. La escuela es ahora una especie de segundo hogar que comparto igualmente con otros niños de mi edad, algunos de los cuales, guardadas las diferencias de cada caso, serán también de vital importancia para mi vida a medida que establezco con ellos relaciones especiales de amistad o de simple compañerismo.

Pero muy pronto y a medida que avanzan los días, semanas y meses, de la rutina escolar, algo en nuestra joven maestra empieza a suceder. Su mirada ha ido adquiriendo con los días una calidez especial y el rostro parece bañado por un halo de dulce romanticismo que difícilmente puede disimular. ¿A dónde mirarán esos ojos ahora iluminados por ese sentimiento de romántica sensación, aunque incomprensible para la edad en la que yo me encuentro? De manera paulatina, el misterio empieza a develarse; está justo ahí, frente al salón de clase, desde el cual ella, estratégicamente ubicada, puede ver al objeto de su dulce mirada: ¡es Eleazar Londoño, quien atiende en el local de su propiedad a los clientes que van todos los días a comprar las cosas que necesitan para sus casas o que vienen a vender el café recolectado en los cafetales! Era fácil ver cómo sus miradas se cruzaban, pero sin que ello interfiriera para nada en el trabajo de él ni le hiciera perder a ella el hilo del tema de su clase.  La manera como se dio aquel romance, que debió ser profundamente cálido, los llevó pronto a convertirse en los esposos cuyo comportamiento vi siempre como un notable ejemplo de amor. Ya con los años, cada vez que recuerdo la faceta romántica de Aura, pienso que con ello nos dio una de las más bellas enseñanzas que una maestra puede dar a sus estudiantes: la de que el amor es una bendición que el destino le regala a muchos seres humanos cuando sus caminos se cruzan en el devenir de sus existencias.

Además, Aura mostraba en ese tiempo otra faceta que me llamó siempre la atención: la de su gusto por el teatro y por la música. Ignoro cuántas veces, tal vez muchas más de las que me imagino, organizó pequeñas obras de teatro para conmemorar fechas nacionales o departamentales, con temas siempre costumbristas muy propias de la región antioqueña; entre ellas, la que creo recordar con más realismo: a la diestra de Dios Padre, escrita por Tomás Carrasquilla, cuyo libreto acondicionaba para poder llevarlo al público. Alguna vez participé en una de sus obras con el papel de un anciano que fumaba un tabaco a la lumbre del fogón del humilde bohío de una numerosa familia antioqueña. Pero mi conclusión fue que, en materia de actuación, la naturaleza no me dio las dotes del caso. Eso, sin embargo, no me impidió disfrutar siempre como espectador de sus obras. Paralelamente, Aura organizaba también coros de niñas que cantaban en ocasiones especiales. En uno de esos momentos, lo tengo muy claro en mi memoria, un grupo de niños y niñas interpretó el limonar, esa bella canción del cubano Rafael Barros. Aún hoy, cuando escucho esa hermosa melodía vuelve a mi mente aquella dulce joven que me dio mis primeras clases de aritmética y escritura.

Por todo lo anterior, Aura, mi primera profesora que aún nos acompaña en este mundo, es y será siempre la maestra que, además de transmitirme los primeros conocimientos escolares, me enseñó con su ejemplo la belleza del amor, así como el gusto por el teatro y la música. Para ella el abrazo de este lejano alumno que tanto la ha admirado.

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Por Rubén Darío González Zapata
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Corregimiento Alfonso López 
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