Reflexiones sobre la vida espiritual y la vida corporal

Como la vida, la espiritualidad también es un camino. Encontrar este camino resultó ser un proceso de muchos años de tanteos y experiencias, puesto que no sabía para dónde iba, pero iba directo allá. Comencé por seguir la dicotomía de la vida espiritual separada de la vida corporal, bajo el influjo de la medicina corriente en mi juventud, que terminó por convertir al ser humano en un conjunto de piezas desarmables, una de las cuales, el “alma”, poco tenía que decirles a los cirujanos o a los cardiólogos. Por eso no la estudiaban ni mucho menos la curaban.

 Y así como para aquellos galenos solo algunas pocas enfermedades eran psicosomáticas, también para mí los momentos de espiritualidad eran momentos aislados y privilegiados, en medio del fárrago de una vida ordinaria, esa sí tangible y divertida unos días, otros aburrida y cansona.

Mantener ese dualismo no era fácil. Suponía una lucha continua que me gustaba describir con la famosa frase de Pablo: “Hay una ley en mis miembros que contradice a la ley de mi espíritu, un ángel de Satanás que me abofetea”. Y espiritualizarme era toda una faena parecida a la palestra de Job: “La vida del ser humano en la tierra es una perpetua batalla”. La paradoja de vivir esa fractura vital entre cuerpo y espíritu era propia de mi generación y de las precedentes. Arrancaba de una filosofía desconfiada de la corporeidad, que traducía un idealismo exagerado para el cual el mundo verdadero era el de las ideas puras. Y en el trajín diario sentía, como Santa Teresa de Jesús, que todo no era sino “una noche en una mala posada”.

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Yo creía todo eso y por tanto mi experiencia religiosa del momento estaba encadenada dentro de esa caverna platónica de sombras. Lo paradójico, sin embargo, era que mi padre y maestro Ignacio de Loyola me había enseñado lo contrario, pero yo no le había entendido nada porque no tenía los presupuestos místicos para poderlo comprender.
En el ejercicio final de su libro de métodos para orar, que él titula Contemplación para alcanzar amor, me decía con toda claridad que el Espíritu está dentro de mí y dentro de todo lo que me rodea. A pesar de lo cual yo seguía buscándolo más en los edificios de las iglesias que en mi propio corazón. No había sentido hasta ese momento con tanta evidencia que una de las miradas que más se nos dificultan a los humanos es la de la propia mente, a pesar de que vivimos proyectándola sin pausa sobre nuestro entorno y usándola como el crisol en el que fundimos todo lo que creemos ver.

La pauta que conecta

Me parece que esta peregrinación por el dualismo cuerpo-alma siguió viva y vigente en mi búsqueda espiritual hasta el momento en que a través de una experiencia de enfermedad que me hizo descubrir la que ahora llamamos medicina alternativa, tuve la iluminación necesaria para percibir la unidad de cuerpo y espíritu de una manera tan vívida que logré al fin comprender lo que Ignacio de Loyola me había sugerido años atrás. Y así la experiencia de la sanación me abrió la puerta para saber, de cierto, que el Reino de los Cielos está dentro de mí mismo. Esa vivencia profunda de unificación fue la primera luz al fondo del túnel, porque comprender la unidad de la creación en Dios me condujo a explorar un camino que habría de conducirme en una dirección del todo diferente de la que llevaba hasta el momento.

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Por ese camino he venido a descubrir que el conocimiento abstracto, del que me sentía tan orgulloso, y al que le dedicaba la mayor parte de mi tiempo, tenía tales limitaciones que podría decirse que era poco menos que inútil para la salvación. Descubrí en mi propio pellejo que la sensibilidad y la emocionalidad ejercen un control férreo sobre la intelectualidad. Pretender controlarlas, así sin más, por mero hábito, como aconsejaban algunos profesores, para obtener mayor claridad de pensamiento, era pensar con el deseo.

De allí pude llegar a lo que algunos llaman la ecología de la mente, o sea, la necesidad de saber cómo pensamos para poder entender lo que pensamos y, más importante aún, cómo pensamos lo que pensamos que vemos y oímos. Esto no es un trabalenguas sino la verificación vivida y sentida de que pensar y creer son dos acciones muy distintas, pero que suelen entremezclarse.

Cuando las confundimos cometemos errores garrafales, porque, por un lado, bloqueamos la precisión de nuestras observaciones (imaginando lo que no vemos) y, por el otro, omitimos la legitimación de nuestras creencias (la prueba de los hechos): creemos ver y oír sin caer en la cuenta de que estamos proyectando nuestras creencias y desfigurando nuestras observaciones de la realidad.

Es importante entender cómo pensamos lo que vemos y oímos.

De ahí los juicios erróneos y las explicaciones insuficientes e inadecuadas. Razón le sobraba a Descartes para recomendar la duda metódica. Este camino del cuidado en observar y en sacar conclusiones me condujo a la experiencia de la integración personal. La integración personal, que es la clave de la paz interior de la persona, es también, la condición indispensable para la paz social.

En la experiencia del desarrollo de la personalidad, hacia el cual conduce dicha integración de mente y cuerpo, descubrí también el sendero de la convivencia pacífica, porque el crecimiento armónico de cada uno de nosotros es la forma como logramos el progreso ecuánime y tranquilo de todos los seres en el mundo en que vivimos. Como lo repite con insistencia Francisco de Roux, el desarrollo y la paz o son de todos o no son de nadie.

Meditación para la paz

La descripción de esta experiencia espiritual nos puede ayudar a encontrar una práctica en que la fe podría servir para pacificar a Colombia: cambiar nuestra forma de pensar, de hablar y de trabajar. Ese triple cambio es la sustancia de la conversión.En repetidas ocasiones me parece advertir que pensamos que la solución del conflicto social puede provenir ante todo de la política y la economía. “El poder ¿para qué?”, dijo alguna vez Darío Echandía y a mí me gustaba repetirlo como fórmula óptima. Pero ese pensamiento sobre la eficiencia del poder es erróneo, porque la política y la economía solo son pacificadoras cuando sus actores son genuinos servidores públicos. Política y economía sin ánimo de servicio es el mejor retrato del Campo de Agramante donde guerrean el abuso y la rapiña.

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En nuestro ordinario ejercicio del poder los resultados demuestran que falta la espiritualidad y sobra el maquiavelismo. Y en nuestra economía falta la equidad y sobran la astucia y el soborno. Sobrevivimos en una crisis ética que las religiones no han podido contrarrestar, si es que lo han intentado, porque sus practicantes viven por lo general el dualismo cuerpo-espíritu como yo lo venía viviendo hasta este momento, enfatizando la separación del Estado y la Iglesia de manera que ambos puedan prevaricar incontrolados.

También pensamos que es posible una reconciliación sin perdón ni reparación, sin equidad y sin justicia, simplemente por ley, ignorando que no somos lo que pensamos sino lo que sentimos. La espiritualidad serviría para aclarar que la reconciliación es el fruto maduro del amor a Dios y a los demás, sin el cual no hay reconocimiento recíproco y, por lo tanto, tampoco existirá el respeto al otro, mucho menos si lo consideramos enemigo.

Sin el respeto recíproco de todos por todos no podremos ni pensar que las palabras van a tener un real valor o, por lo menos, un mismo sentido. En semejante contexto, la ley es uno de los instrumentos menos aptos para ordenar un país, la confusión es la regla general para depredar los bienes públicos y el desencuentro es el estado normal de todos los intercambios entre las personas. La Conferencia Latinoamericana de los Obispos Católicos, con gran propiedad, denominó ese estado de cosas violencia institucionalizada.

La espiritualidad es la base de la verdad y de la lealtad, el materialismo es el cimiento de la mentira y de la traición. Por eso el soporte de la guerra colombiana es el materialismo de todos, el privilegio de unos pocos y la indiferencia de otros muchos. Una indiferencia producto de un refinado individualismo y un materialismo craso, hijo natural del egoísmo. Creí ver muy claro que el único antídoto contra el materialismo es la espiritualidad, pero la pregunta del millón es cómo impregnar de espiritualidad unas relaciones sociales tan deterioradas como las nuestras. Me parece que no es válido ningún otro programa distinto de tomar en serio las bienaventuranzas evangélicas, las cuales solo serán creíbles si quienes creemos en Jesús las practicamos.

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Y es ahí, donde retomando o comenzando cada cual el trabajo sobre su propia autobiografía, podemos empezar a observar si hemos abrazado todas esas paradojas contra las cuales se rebela nuestra cultura narcotraficante y a las que se resiste nuestra razón humana debilitada. O si más bien estamos contemporizando con el cinismo de nuestra propaganda materialista y así justificamos que todo tiene su precio y el secreto es saber cuál es el monto. Este cotejo con el que solemos llamar el Programa del Reino de Dios es la clave de lectura para calibrar nuestra historia contemporánea y nuestra propia autobiografía. Porque el Programa del Reino son las bienaventuranzas que San Mateo nos transmitió, o sea, las antinomias a nuestro criterio mundano acerca de la felicidad: austeridad, mansedumbre, sufrimiento, justicia, misericordia, castidad, paciencia, compasión.

En cierto sentido, lo que podemos hacer por la paz desde nuestra posición es promover el desarrollo de los espíritus a través de la meditación, en ambas direcciones, meditando sobre nuestra propia autobiografía y volviendo contagiosa la meditación como método de trabajo. El silencio que ella supone, es, por sí solo, una crítica constructiva a la proliferación del ruido que llega con el progreso técnico de los medios de comunicación. A través de ese método lograremos demostrar que ni la palabra nos sirve ya para comunicarnos, ni la comunicación desaforada que nos hemos impuesto contribuye en lo más mínimo a encontrar el sentido de la vida. Solo en el silencio podremos revaluar la palabra. Solo la palabra revaluada puede promover la reconciliación. Y solo sobre una base de reconciliación podremos construir relaciones sociales pacíficas.

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Y en cuanto al estilo del trabajo, comencemos con la meditación que nos produzca la paz interior, en vez de sucumbir al activismo que nos la quita. Parece una verdad de Perogrullo, pero basta una ojeada rápida a los intentos de mediación y negociación que se han ensayado desde hace años, para darnos cuenta de que se quiere sembrar la paz social sin tener la semilla de la paz personal, por lo cual la conversación arranca de premisas falsas, emplea argumentos capciosos y ofrece garantías insuficientes y dudosas. Todo lo cual deja en claro que se requiere comenzar por una previa purificación que solo se obtiene meditando. Hacer meditar a dos adversarios es un desafío a nuestra creatividad de creyentes y de practicantes. Ya Sócrates lo sabía y por eso diseñó su método de preguntas que hacían conversar a sus conciudadanos, porque la conversación civilizada es una meditación polifónica.

Los mejores mediadores de todas las negociaciones peliagudas son los individuos que logran ver, con su ojo interior, el mayor número de posibilidades y probabilidades que tienen los eventos conflictuales, así como oír, con su oído interior, los tonos consonantes y disonantes de la conversación negociadora, para sintonizarse con ambas partes y lograr la confianza en el diálogo y la buena voluntad para las concesiones recíprocas. La meditación agudiza esos sentidos interiores y favorece la iluminación requerida para formular propuestas convincentes y eficaces.

ALEJANDRO ANGULO
Sacerdote jesuita y exdirector del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep).

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