La Nación / Enredarnos con lo mejor: esa es la cuestión

Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas – Ilustraciones: Facundo Vera, @facundoverailustraciones

Las reflexiones sobre los tiempos que corren cuando las redes sociales están en el centro del huracán de las críticas para bien o para mal. El sentido de la vida y la memoria que trae y lleva mezclando años y tiempos, canciones y recuerdos son esta vez el tema que nos convoca. Buscar el “lado bueno de las cosas” es también una manera de encontrar más motivos para seguir.

Desde hace varios días no me siento para escribir. Rara cosa el idioma. Mucho más al tiempo de producir sentido. Porque, si profundizo en el sentido primero (y último) de esta, mi expresión, no me siento para escribir porque no siento para escribir. O, porque siento demasiado, no me siento para escribir. Son etapas. Procesos inevitables que, con frecuencia, se presentan cuando llegan, se desarrollan y pasan los últimos siete días de cada año. Sentar y sentir.

Ahora que repaso los tiempos más recientes descubro que fueron muchas más las horas –hasta ahora mismo– en que me siento para escuchar y que, ante unas pocas voces, siento lo que siento y, por qué no decirlo, consiento. Siento con. También me pasa con la lectura. También siento cuando me siento para leer (y escribir). O cuando camino y leo en la pantalla del móvil. No importa el soporte. Leo. Diarios, libros, revistas, textos académicos, novelas y lo que circula en las redes en las que casi todo se hace público. Como lo es saludar para las llamadas fiestas –como un genérico más– que, hasta unas tres décadas atrás, se hacía a través del correo postal.

REALIDAD Y VIRTUALIDAD

El correo electrónico, del que disponemos desde 1971, bastante tuvo que ver para modificar aquella práctica social. Hoy, el mail pierde terreno frente a los mensajeros. Los cambios no detienen su andar. Como “el viajero” del tango de Gardel. ¿Cambiamos con ellos? La voz de la calle propone nuevos verbos: mensajear, wasapear, telegramear, tiktokear, tuitear. Hasta chatear –término, si se quiere, reciente– es una palabra que parece ir camino al desuso. El lenguaje es tan dinámico como la vida misma. ¿Podría ser de otra forma? El maestro Umberto Eco, palabra más palabra menos, solía decir que el uso del lenguaje es también una forma de proyectar la forma de pensar. Realidad y virtualidad, por intercesión de la tecnología, convergen. Una realidad mixta se construye en vastos sectores sociales. Todo está lejos. Pero también todo está cerca. Las redes atrapan. Y quienes en ellas interactúan informan y desinforman. Juegan con la vida y la muerte porque “es divertido”. La cultura de la diversión parece no tener límites. ¿Por qué todo me tiene que divertir? El domingo pasado –1 de enero del 2023– internet cumplió 40 años. No es poca cosa. Incluso, pongo en duda mi condición de adoptivo digital porque más de la mitad de mi vida estoy y trabajo en, de, desde y con la red de redes. El amigo y colega periodista y docente Ariel Torres –en el diario La Nación de Buenos Aires– a modo de celebración recordó aquel hito y reseñó después. En ese contexto, precisó que la plataforma Facebook “salió a la cancha global en 2006, lo mismo que Twitter”. ¡Cuántas cosas cambiaron desde entonces y cuántas, también, cayeron por desuso, en el olvido o simplemente quedaron en el camino! Las prácticas sociales de muchas y muchos de nosotros cambiaron.

A la ruptura de algunas ideas tales como distancia y tiempo, por solo mencionar un par de ellas, se añade como crisis, el concepto de proximidad. De hecho, distancia, tiempo, proximidad y projimidad –desde la perspectiva de las vínculos reticulares– dan paso a una, tal vez, nueva vincularidad en la que lo relacional parecería converger en una plataforma que hace que dónde, cuándo y con quién resignifiquen en aquí y ahora mismo con todas y todos. ¿Cuáles son los límites de la patria digital? ¿Dónde están, dónde habitan, esas otras y otros que se constituyen como mis otredades, aunque nunca los vi personalmente? ¿Qué se comparte (y comparto) con ellas y ellos? No son pocas las gentes a las que rodeo y las que me rodean que se sientan para escribir lo que sientan. En algunas ocasiones lo hacen en las redes. Escriben de alegrías, de tristezas, de perplejidades, de broncas, de asuntos creíbles, de otros increíbles y, a su tiempo, de aquellos sucesos en los que no se puede creer o en los que debería creer porque sucedieron.

Noam Chomsky sostiene que “la gente ya no cree en los hechos”. Certera observación de un sabio. Son muchas las cosas que no se quieren creer, por cierto. La guerra, por apuntar a un lugar común, no puede (ni debería) ser verdad. Sin embargo, lo es. Hasta el amor, muchas veces, es increíble. ¿Cuántas son las personas que viven, han vivido o vivirán amores que –por la forma en que lo viven y a la vista de la otredad– no pueden ser verdad? Algunos viejos amigos viejos y algunas viejas amigas viejas me enseñaron ayer, cuando era joven, que también hay buenos y malos amores; amores verdaderos; amores que no lo son y a los que, pese a ello, no me atrevo a llamarlos mentirosos. Prefiero decirles desamores o amores en situación de tránsito. Esas peculiaridades, justamente, son las que inducen a la incredulidad. ¡Qué bueno comprenderlo!

Aunque sea ahora cuando tanto extraño a aquellos viejos amigos viejos y aquellas viejas amigas viejas que tanto me enseñaron y de quienes tanto injustamente descreí cuando ya hay quienes a mí me llaman de esa forma y, aunque con evidente pudor, también de mí descreen. Descreer, desde alguna perspectiva, es el primero de los pasos para abrir de par en par los portones donde se encierra la credulidad que es un don y una aptitud de todos y todas.

Enredados…

REFLEXIONES EN LA NOCHE

Es posible creer en cualquier cosa en la que queramos creer. Por allí se encaminan mis reflexiones en esta noche de viernes en el Día de los Reyes Magos. La medianoche se acerca indetenible. Sonrío al imaginar a aquellos sabios sobre sus camellos que poco, muy poco, miran a esa estrella para que los guíe porque entre sus manos tienen un celular de alta gama con un GPS infalible que, seguramente, geolocalizó el pesebre que buscan para encontrar a “ese rey que ha nacido”. Saben con claridad a quién corresponde cada uno de los regalos que cargan a cuestas porque, con el móvil, consultan en un QR y leen el código de barras que tiene cada paquete. Apuesto que las cartitas de niños y niñas para que sepan de sus deseos las recibieron por Whatsapp. Mañana, seguramente, las fotos de las y los pequeños agasajados habrán de saturar Facebook, Twitter, Tiktok para mostrar los regalos recibidos. ¡Todo parece estar en las redes! Y todo nos enreda. Enredarnos, es tendencia.

Por estos días murió un papa emérito, Benedicto XVI. Es la primera vez en la historia que sucede. Jamás antes hubo un papa emérito. Nunca supe si también era obispo emérito de Roma. ¡Y es importante saberlo! Un tan bueno como creativo amigo publicitario, al consultarme sobre esa eventual condición jerárquica del fallecido, respetuosamente justificó su consulta asegurándome que “hay algunas cosas que las hago cada muerte de obispo”. A través de las redes (Facebook y Twitter), monseñor Georg Gänswein, secretario personal del extinto, reveló que “ti amo Gesù” fueron las últimas palabras conscientes del finado Pontífice a quien, hasta el momento de serlo, el 19 de abril del 2005, secularmente se lo conocía como Joseph Aloisius Ratzinger. A don Georg se lo contó un enfermero al que no identificó que asistía al moribundo en ese preciso momento. Se lo dijo “en italiano” el enfermero que escuchó lo que dijo el que lo dijo “antes de entrar en agonía”. Imagino que es probable que el moribundo haya dicho “Ich liebe dich Jesus”, su lengua natal en Alemania. Gänswein se ocupó de precisar que el enfermero “no habla esa lengua”. El detalle se conoció en las primeras horas del primero de los días de este año. Es válido dudar y habrá millones que dudarán. Suena demasiado idílico y hasta salvífico para ser cierto. Pero… ¿por qué no? El amor tiene mucho que ver con la fe. Contar y cantar el amor, también.

“No hay nada más bello que lo que nunca he tenido / nada más amado que lo que perdí”, canta Serrat cuando recuerda a Lucía, “la más bella historia de amor / que tuve y tendré”. ¡Cuántas veces habrá dicho lo mismo! ¡Cuántas lo habremos hecho! ¿Por qué no admitirlo cuando se termina un año y escribirlo en las redes? De allí el valor inestimable que muchos y muchas le asignan a los últimos siete días de cada año, cuando es siempre posible que emerja algo para recordar, aunque no siempre sea felizmente. Inevitable. Siempre es posible que llegue ese o esa que no pueden ni podrán llegar. Dolor y sinsabor.

“Con este tiempo de hoy, que vuela inútilmente entre la espera de las fiestas y el apuro porque terminen, una se olvida de que hace mucho tiempo los relojes caminaban lentamente como el sol madurador de los primeros duraznos. Una se encuentra de repente, al pasar frente al espejo, con la sombra de la niña que fue, la que soñaba con un milagro. He olvidado cuántos años han pasado desde aquel 17 de diciembre cuando la muerte, la vida, que son la misma cosa, nos arrebató para siempre la ternura de las manos de nuestra joven madre. Desde entonces y a pesar de los años y las lluvias y soles, mi voz y mi sangre la siguen esperando como aquel diciembre, oyendo caer la lluvia en un estruendo de lágrimas”, cuenta Marycruz Najle, amiga-hermana y tremenda escritora que comparte en la red esa pesadumbre que la agobia por décadas. Me sacude el alma una y otra vez. La leo y releo. “La vida y la muerte, que son la misma cosa”. Clara afirmación. Certera. Muchas madrugadas, con frecuencia, mientras caminaba por la desierta calle Corrientes de Buenos Aires, envuelto por la niebla de un demorado amanecer otoñal, cerca del Obelisco, coincidí con Marycruz sin saberlo.

La muerte es cosa de vivos, me decía mientras silbaba “Responso”, aquel tangazo instrumental de Pichuco (Aníbal Troilo) que, como nadie, interpretaba cerrando sus ojos mientras apenas abría su mágico bandoneón que sonaba como un llanto armónico cuyas lágrimas se derramaban entre quienes frecuentábamos El Viejo Almacén, en San Telmo, o en el Caño 14, dos templos tangueros en un tiempo que ya fue. Curioso, por cierto. Tiempo atrás estas expresiones (¿confesiones, relatos, pensamientos, relaciones?) como las de Marycruz eran solo propias de las mesas “que nunca preguntan” en algún cafetín, en el bar La Paz o en La Giralda, dos hitos de la porteñidad donde sobrellevar soledades.

Ahora muchas de aquellas confesiones personales se vuelcan en las redes. ¿Por qué no? “Cambia, todo cambia”, escribió algún día en Okar, Suecia, el cantautor chileno Julio Numhauser. “Cambia lo superficial / Cambia también lo profundo / Cambia el modo de pensar / Cambia todo en este mundo / Cambia el clima con los años / Cambia el pastor su rebaño / Y así como todo cambia / Que yo cambie no es extraño”. ¿Cuántas veces lo canté (cantamos) desafinando con Mercedes (Sosa)?

REDES EN EL MAR, REDES EN EL AIRE

Redes es una palabra clave. Ayer, hoy y, me animo a decir, mañana. Produce sentidos. Sí, en plural. En el relato católico, Pedro tiró las redes en el Mar de Galilea sin éxito con los peces para ser luego pescador de hombres”, por mandato divino. Así se lo ordenó Jesús. Tal vez, en aquel relato, red –como eufemismo y desde la perspectiva actual, lo que es poco recomendable para el análisis– haya sido una clara interpelación de cómo cerca del año 32 de nuestra era comenzó a construirse una red social. Tal vez, ¿no? Busco respuestas en lo que supongo como un cambio epocal. Aunque así lo comprendo, no me alcanza con saber y creer que “cambia, todo cambia”, como me enseñó Numhauser. ¿Cambia todo? ¿O, acaso, es lo de siempre con otro formato? La madrugada avanza. El silencio la acompaña. El celu –con una leve vibración– me alerta que un nuevo mensaje llegó a Facebook. Abro y leo. Llegó con algunos días de demora. De todas formas, leo con atención. “Oh Señor de las redes. / Ante tu altar han dejado nuevamente sus confesiones los seres humanos en este mundo nuevo que has creado en el que imploramos aprobación, aplausos y likes, en el sagrado nombre de Instagram, Facebook y Twitter. / Que tu prodigiosa empresa de intermediación de afectos siga creciendo mientras no nos demandes likes para una charla de bar, el encuentro con amigos, la confesión de un amor, la pena solitaria, el asado de los domingos, la puteada liberadora, la apelación de un perdón y el reverendo y sagrado grito de un gol. / Feliz año!”.

Gracias, querido amigo-hermano y colega Augusto dos Santos. Comparto tu deseo y lo hago mío con intenso deseo de que se cumpla. Te abrazo en la distancia con las mismas intenciones para vos, tu familia y –ya que estamos en red– para ustedes, apreciados lectores y lectoras. ¡Que el 2023 nos enrede con lo mejor!

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