De dioses y hombres, de Xavier Beauvois: una tragedia espiritual

De dioses y hombres (2010, Xavier Beauvois) es una excelente representación de un suceso real. El director francés acota los momentos más significativos de un proceso, y ciñe su relato a cada elemento esencial, en una magnífica labor de engranaje de unas escenas tocadas por la elipsis, que se nos presentan como breves apuntes a los que sin embargo no les echamos en falta una mayor explicación, pues lo que percibimos en ellas está siempre alimentado, unido a la red de su conjunto.

Estas escenas nos muestran fundamentalmente los detalles de la vida de los monjes protagonistas, aquellos que ocuparon un monasterio en la zona del Gran Atlas, en Argelia, hasta el trágico desenlace final. Los vemos, pues, en sus rutinas: el trabajo, la oración, las comidas en el refectorio, el silencio, el estudio. Pero también en la relación que tienen entre ellos, siempre respetuosa aun en las discrepancias; en el servicio y la convivencia que ofrecen a los habitantes de los pueblos cercanos, a quienes no tratan de imponer su religión, sino tan solo darles soporte humano. Entre esos servicios, destaca el del hermano laico Luc, que recibe en su consulta médica de cien a ciento cincuenta lugareños aquejados de las más diversas enfermedades.

Pronto nos enteramos de que estos monjes no pueden desarrollar esa doble vertiente, de vida religiosa y de socorro social, con la tranquilidad que desearían. Pesa sobre ellos la amenaza de una convulsa situación política. Por un lado, un gobierno corrupto del que no se fían, la extensión del ejército por todo el país; por otro, las crecientes acciones de los terroristas que defienden la ideología del Frente Islámico de Salvación, el partido que, en 1991, es el claro favorito para ganar las elecciones. Ante el claro peligro que corre la débil democracia del país, el gobierno suspende los comicios. A partir de ahí, se suceden los salvajes asesinatos, y las víctimas aparecen degolladas en cualquier latitud.  

Pero ni a Xavier Beauvois ni al coguionista Etienne Comar les interesa darnos clases de historia, una visión global del problema, sino que les basta con ofrecernos algunos apuntes que se refieren a la percepción del conflicto en el lugar en que suceden los hechos, tanto por parte de los religiosos como de los habitantes del pequeño poblado cercano. En lo que inciden los guionistas es en la perplejidad que deviene ante una postura revolucionaria tan integrista, sin dejar de lado algunas sucias facetas de la defensa gubernamental. Vemos como unos árabes comentan el asesinato, en un autobús, de una chica de dieciocho años, por no llevar el velo. “Que es lo contrario de lo que pasa en Francia”, comenta otro, y añade: “Esto es nuevo, nadie lo comprende”. Los que cometen esas salvajadas son los que presumen de religiosos puros, auténticos, pero ni siquiera han leído el Corán. No han leído aquella frase: “El que mata a su hermano, irá al infierno”. Es la religión, una vez más, utilizada por aquellos que solo la pretenden como argumento de un poder absoluto ante un pueblo demasiado propenso a someterse a la irracionalidad.

Vorágine paranoica

Nada se entiende, pero es lo que ocurre cuando alguien, unos descerebrados, quieren imponer una ideología que no es consciente de su injustificable violencia, que pretende una sumarísima revolución que solo puede conducir a lo reaccionario de cualquier signo, mediante el estrangulamiento de la libertad o la vida de quien se muestre mínimamente disidente. Una ideología que tiende a hundirse en una vorágine paranoica, como ocurrió en la purga estalinista, en la que, quienes estaban condenados por atentar contra un cargo, veían como al poco tiempo este también quedaba condenado por alguna aleatoria y ficticia inculpación.

Pero el cerco se va cerrando. A veinte kilómetros del monasterio, los terroristas matan a unos croatas. Los militares ofrecen protección a los monjes. Christian, el prior, la rehúsa. Luego, en la reunión que tiene con sus seis compañeros, estos le reprochan su decisión unilateral. Parece que una grieta se abre en aquella impoluta paz, en esa convivencia de armonías impuestas por el trabajo común, por la sincronía de los cantos y las oraciones. Meses después, en la Nochebuena de 1993, uno de los comandos terroristas invade el convento. Esos soldados de la insania, pretenden llevarse medicinas y a Luc, el médico, para que atienda a sus heridos. Christian se opone con valentía, con firmeza y persuasión. Se hace respetar, y aprovecha ese momento. Logra decirle a su líder que ellos están allí para ayudar a su pueblo. Y no cede a su doctor: “El hermano Luc siempre atiende a todos los que acuden al dispensario, sin distinción. Su identidad no le importa, pero no puede hacer más”. “Pregúnteles a sus hermanos del pueblo. Le dirán que vivimos modestamente. Solo de nuestros cultivos”. El terrorista le pide incluso perdón. Le ofrece su mano. El prior duda en dársela. Lo hace, pero cuando la suelta, lo vemos dolerse de ella, con si ese lazo momentáneo le hubiese hecho daño, hubiera fundado una diferida violencia, lo hubiese instalado a él y a sus hermanos en una definitiva opresión.

Lo que ha pasado parece un milagro. Si no hubiera sucedido en realidad, juzgaríamos esa escena como una falla en el guion, como una ingenuidad inverosímil. La mente de un extremista no es capaz de regresar a la razón. Se han dado casos, pero se precisan años de descontaminación. Los monjes no interpretan esa noche, esa alterada Nochebuena, como un milagro, sino como una advertencia. Saben que la siguiente vez no se salvarán. A partir de ahí, se acrecienta el miedo, y las dudas se imponen, tensan el presente.  

En una de sus reuniones en torno a la mesa, parece buscarse una democrática deliberación, pero Christian no se conforma con eso, sino que aspira a una convencida unanimidad. Cada uno de ellos expone su posición. Hay quien dice que no deben buscar el martirio. El prior le da la razón. Pero otro argumenta: “El buen pastor no abandona a su rebaño cuando llega el lobo”. Parece una postura irrenunciable desde la dignidad. Luc, el médico, dice: “Marcharse es morir. Me quedo”. Ese hombre ya anciano tiene bien asumido que su vida es entregarse por entero a aquellas gentes desprotegidas por su gobierno. Luego, en un encuentro con unos árabes amigos, uno de los monjes afirma: “Somos pájaros sobre una rama sin decidirse a volar”. Una mujer árabe le responde: “Los pájaros somos nosotros. La rama, son ustedes”.

Pero quien más miedo siente es Christophe. O es el que menos lo puede ocultar, o quien peor lo maneja. Está nervioso. Se enfada con Luc. Lo manda a la mierda. Y este, indulgente, comprensivo, se dice: “Está cansado. No es culpa suya”. En privado, le confiesa al prior la fuerte intensidad de su miedo, que lo sume en la desesperación. La siguiente imagen nos lo muestra rezando en silencio, en medio de los haces de luz que se cuelan por la vidriera, como en un cuadro místico.

Luc no rehúsa curar a un terrorista, aunque esa tarea resulte no solo un deber humano sino también una imposición y el motivo de que muchos de los lugareños huyan aterrorizados ante esa presencia. Christian se reúne con él para decirle que vaya “con cuidado con quienes atendemos”. “Durante toda la vida me he tenido que ver con gente muy diferente, incluidos los nazis e incluso con el diablo”, le dice Luc. Y añade: “Los terroristas no me asustan y el ejército menos. Tampoco me asusta la muerte. Soy un hombre libre”.

Entre la espada y la pared

Los monjes están entre la espada y la pared, entre los terroristas y los soldados del ejército gubernamental que sospechan de ellos. Un oficial le dice al prior que se está mostrando muy indulgente con los asesinos en sus comentarios, que los curan cuando lo necesitan, y que se rumorea que están bajo su protección. Luego, cuando debe identificar a un terrorista muerto, se pone a rezar ante él. Es demasiado para el militar, que lo echa.

Christophe pregunta: “¿Morir, es realmente útil?” Y luego: “Rezo, pero ya no oigo nada”. En una conversación, que tienen en una colina cercana, le dice a Christian: “Seremos mártires, ¿por qué?” Son las preguntas con las que alguien diría que está interviniendo el diablo, las dudas generadas por la tan cercana posibilidad de una defensa racional de la propia vida. Pero, entre esos monjes, ya está empezando a fortalecerse una posición integradora, ya está creciendo la valentía o la temeridad de unos hombres, entre los cuales, poco a poco, en las sucesivas votaciones, va ganando adeptos la idea de quedarse. Se abrazan al concepto de un cada vez más indudable deber, pero también unos a otros, en un acto de perentorio arropamiento recíproco. En una de las escenas, vemos un helicóptero sobrevolar el monasterio. Los monjes se interrumpen en sus ritos, se levantan y, abrazados, cantan una oración.

Con todo, la escena más emocionante de la película —y, para mí, uno de los grandes momentos de la historia del cine— es aquella en la que, tras la visita de un nuevo monje, que ha traído provisiones, se disponen a cenar, como un remedo de “La última cena”. Luc, uno de los personajes con más peso en la película, pone en el aparato de música el disco de El lago de los cisnes, de Tchaikovski, y suena su tema principal. Agarra dos botellas de vino y las lleva a la mesa. Las siguientes tomas recogen, uno a uno, los rostros de los comensales. Los recorren para encontrar una luminosa alegría en ellos, la de la comunión, la de su fe en Cristo que, en esos momentos, los protege del terror que han venido sintiendo, que los convence de la hermosura de su resistencia. Los rostros de los actores, la mayoría surcados de arrugas, expresan la ondulación de sus diferentes tonalidades, los hondos matices del gozo que en esos instantes prevalece. Vemos una curiosa mezcla de madurez y de renaciente niña ilusión. (La interpretación de los actores es prodigiosa. Sería curioso saber cómo el director pudo crear una atmósfera que los implicase tanto en unas sensaciones fuera de lo común). Pero pronto esas sonrisas se tensan, terminan vencidas por la imagen que auguran, por la sombra terrible de la sinrazón que acabará aplastando su idilio con Dios, que pondrá a prueba la fortaleza de su fe, la capacidad de resistencia al sufrimiento, la creencia en el paraíso que ha de estar más allá de este mundo.

Efectivamente, aquella acaba siendo su última cena en el monasterio, la última noche en esa libertad enfocada a la adoración de Dios y al humilde servicio a los demás. Al día siguiente, son detenidos y transportados a los dominios de los terroristas. Dos de los monjes han logrado esconderse. De uno de ellos, el más viejo, sabremos al final de la película que sobrevivió largos años a aquel suceso. En un documental, Siete hermanos para la eternidad. Los monjes de Tibhirine, comenta que durante mucho tiempo sintió la culpa del superviviente, la que también conocemos por los testimonios de los judíos que se salvaron del holocausto. Pero, luego recibió la carta de una madre abadesa, en la que le decía: “El Señor permitió que algunos salieran con vida para dar testimonio”. Esta idea caló en él y lo curó de la terrible sensación que lo perseguía.

Los monjes permanecieron secuestrados desde la noche del 26 al 27 de marzo de 1996 hasta que aparecieron sus cadáveres, el 21 de mayo, sus cabezas separadas de sus cuerpos. Beauvois nos muestra ese tránsito, de la misma manera como ha venido haciéndolo con cualquier paso narrativo. Le bastan unas pocas imágenes que nos informan de su secuestro, de su padecimiento. Y, finalmente, su pesaroso y fatídico caminar por la nieve, su alejamiento hacia una niebla en la que su vida, como su imagen, se extingue en un desconocido, temido y soñado más allá. @mundiario

De dioses y hombres, de Xavier Beauvois: una tragedia espiritual