Más allá de la guerra (III)

Nuestra dimensión animal ha encumbrado la violencia, en la base de un orden que empobrece la vida a base de depredación de la naturaleza, desigualdad social y guerras. El mundo de las plantas, que no solo está en la naturaleza exterior, pues también lo incluye cada sujeto en su interior e igualmente forma parte de muchas sociabilidades, es distinto. Estimula una organización horizontal, anárquica y simbiótica que tiene en el humus o compost su lugar de origen y regreso. En el plano espiritual las plantas enseñan lo mismo: para (re)nacer o (re)crearse hay que morir. Estas influencias vegetales que hunden sus raíces en la nada primordial de la que nos informa la sabiduría, principalmente la oriental, se manifiestan de distintos modos en los planos subjetivo y social.

El plano subjetivo incluye un subconsciente prepersonal, una autoconsciencia personal y una supraconsciencia transpersonal. Por lo que respecta a lo social hay cinco caminos que se superponen a la tripartición anterior. Los caminos económico y político conectan con el nivel subjetivo prepersonal. El camino intelectual hunde sus raíces en el nivel personal. Finalmente, los caminos creativo y espiritual tienen relación con la dimensión transpersonal. Tales caminos, junto con sus correspondientes dimensiones subjetivas, ofrecen dos tipos de trascendencia. La animal, de carácter heterónomo, prevalece en los caminos económico, ideológico-político e intelectual. Por su parte, la vegetal se manifiesta mejor en los caminos creativo y espiritual. La primera trascendencia es heterónoma porque ha creado puntos de referencia que se han vuelto independientes y han pasado a determinar el conjunto de la vida subjetiva y social. Por el contrario, la segunda trascendencia es autónoma porque no cesa de progresar o avanzar regresando a su constitución vegetal. Además, no pierde contacto con esa respiración sin aliento que menciona en el Rig Veda, donde se suspende la distinción entre existencia o vida e inexistencia o muerte. Ese origen, permanentemente presente, aunque nuestra animalidad lo desconozca, no es sino la Nada.

El instinto prepersonal que estimula la economía actual es la agresividad, La socialidad competitiva que dicho instinto contribuye a sostener bien podría calificarse como guerrera. Por eso las monedas, que hasta hace apenas medio siglo obtenían su valor del oro, dependían inicialmente de la cantidad de ese u otros metales preciosos que se obtenían en guerras y saqueos. Mucho antes, las mujeres eran utilizadas como monedas, si bien originalmente representaron algo tan impagable como la propia vida que engendraban. En este caso estamos ante una socialidad económica distinta que deriva de la capacidad de integración en el mundo a través de la propia morfología y funciones del cuerpo. Esta adaptación es la propia del mundo de las plantas. Tiene su prolongación en el cuidado y sentido de pertenencia con el que todavía las comunidades originarias y ciertos hábitats rurales extraen recursos de sus entornos. Se organizan en base al principio de reciprocidad, con su triple condición de dar, recibir y devolver, tanto al tratar con la naturaleza y los espíritus como al poner en relación a las propias gentes entre sí. Por el contrario, la agresividad que nuestra especie ha heredado del mundo animal ha dado protagonismo al intercambio desigual, con el que las élites y sus dioses se vuelven acreedores constantes, pues ponen a las gentes ante los dioses y a la naturaleza ante la sociedad en una posición estable e irreversible de deuda.

Cada socialidad económica activa estilos de trascendencia distintos. La modalidad animal se inspira en el fakir, que alcanza un dominio absoluto de su cuerpo físico, incluso llegando a ser capaz de mortificarlo. Del mismo modo, la ortodoxia económica argumenta la necesidad de austeridades terribles que torturan el cuerpo social con vistas a un bien superior. Por el contrario, la trascendencia vegetal, no está relacionada con el esfuerzo ni con la austeridad, sino con el juego y la fiesta. Sus características principales, del mismo modo que sucede con el erotismo, es el exceso, el derroche, la voluptuosidad y, por encima de todo, su inutilidad. Si las plantas despliegan mucha más vida de la necesaria, lo mismo ocurre con el erotismo en relación con la sexualidad reproductiva. De igual modo, con el juego, en su dimensión más primaria, no se trata de ganar o perder, sino de sacar gusto en cada instante, sin que este dependa de otro posterior o de un resultado final. Esta es la actividad a la que se entregan nuestras criaturas apenas nacen y está presente a lo largo de toda su vida, por mucho que el orden instituido pretenda introducir algo de utilidad, función o finalidad en ella. Puesto que el juego así entendido tiene un carácter indefinido, es una magnífica vía de relación con la Nada.

Por lo que respecta a la socialidad política, parte de la distinción nosotros/otros, con una base instintiva similar a la de la socialidad económica, si bien también influye, procedente del instinto de integración, el cuidado. Parecen distintos, pero el Estado los trata igual. Como sabemos por Hobbes, el temor recíproco que en su estado natural se inspiran las gentes es sustituido por un Estado despótico que, pasando él mismo a inspirar miedo, crea un orden social pacificado. Por su parte, el cuidado, otro importante instinto que es recíproco o interindividual en sus orígenes, también tiende a ser monopolizado por un Estado que los dispensa. Ambos tipos de Estado, el despótico y el benefactor, son dos aspectos de una misma característica “animal”, que es la jerarquía, basada en la colocación de un punto fijo exógeno que absorbe y relega a un segundo plano la totalidad endógena “vegetal”, sostenida a base de horizontalidad.

La jerarquía ha dado lugar a una organización basada en toneladas de leyes, normativas y reglamentos que se han vuelto contraproductivas, ya que generan más problemas de los que pretenden resolver. La organización vegetal o anárquica, por su parte, sostiene de un modo informal y permanentemente negociado gran parte de la vida colectiva. En la actualidad, la proliferación de subjetividades postautoriatarias, emergidas ante la descomposición de la autoridad, primero en la familia y luego en otras esferas de la acción colectiva, están volviendo cada vez más visibles la potencia de la anarquía. Cierto que dicha autoridad, al desvanecerse, tiende a reaccionar con arrebatos de reafirmación, a menudo explícitamente violentos. Sin embargo, también crece la percepción general de que dicha autoridad tiene un carácter anacrónico, así que ya no sirve para sostener una vida saludable

La socialidad política trasciende lo social por el camino ideológico (o utópico), de un modo parecido a como lo hace el monje en el plano subjetivo. Si este sacrifica todo a su sentimiento religioso, la política manipula las emociones a través de acciones inspiradas en diferentes ideales. Todos ellos comparten las distinciones amigos/enemigos y élites/gente, por lo que la jerarquía es su hábitat esencial. Hay, sin embargo, otro tipo de trascendencia, basada en la horizontalidad y cooperación, de carácter anárquico y con un origen vegetal. Esta socialidad da continuidad a la heterogeneidad, dinamicidad y carácter situado de las gentes, lo cual resta fuerza al arquetipo del Padre, garante de la jerarquía, y permite la irrupción de la fratria. Las revoluciones y gran parte de la vida informal tienen su epicentro en este otro arquetipo del que se nutre la anarquía y que tiene un origen vegetal. Por cierto, la fratria no influye solo en el trato igualitario entre humanos, pues también facilita esa horizontalidad e incluso mezcla y hasta simbiosis con otras especies, con los propios fenómenos físicos, con las realidades espirituales, con las máquinas y con la propia muerte.

Finalmente, subrayemos que las gentes tienen un carácter indeterminado y que desafían la hegemonía de categorías como el pueblo, la nación o la ciudadanía, más homogéneas, aquietadas y abstractas. La democracia, aunque apela a las gentes (demos), al unirlas al kratos (poder), sustento último de la política, tiende a desactivarlas. De ahí la necesidad de una postpolítica que permita prescindir de tan inconveniente compañía. En tanto que sustrato indeterminado, indefinido e ilimitado de lo social, las gentes son, como el juego en el camino económico, una magnífica vía o camino hacia la Nada.

La socialidad tecnocientífica, vinculada al ego o nivel subjetivo personal, ha destilado el instinto agresivo y el temor hasta construir una razón que opera estableciendo distinciones y elaborando jerarquías, por lo que no difiere gran cosa del impulso guerrero que alimenta las acciones económicas y políticas propias del mundo animal. El logos griego, la filosofía e igualmente la ciencia y la técnica contemporáneas, han explicado y construido gran parte del orden que tenemos participando de ese pensamiento. De un modo diferente opera la metis que el logos griego arrinconó. Con ella, a base de astucias y artimañas, se desenvolvía Ulises, el propio Prometeo engañó a los dioses e incluso Parménides entendió que actuaba Diké, la diosa de la Justicia. La metis también se utiliza abundantemente en la vida cotidiana para resolver toda clase de problemas. Se caracteriza, frente al logos científico y tecnológico, por la improvisación, la atención a las circunstancias, el encuentro con el kairós o momento oportuno y, en fin, con la ausencia de modelos de acción basados en secuencias input-output absolutamente predeterminadas. Este otro modo de conocer y de actuar tiene un carácter vegetal. Además, se lleva muy bien con la anarquía y horizontalidad de la política, así como con la reciprocidad de la economía.

La trascendencia animal de la socialidad tecnocientífica coloca principios lógicos alimentados por datos y pruebas empíricas en todos los ámbitos de la existencia. Así funcionan los algoritmos de nuestros días y la inteligencia artificial que viene, cuya característica principal es reducir el mundo, pues a la exclusión de la imaginación que realizó el logos griego y a la eliminación de la especulación que instituyó la ciencia, suma ahora la pérdida de interés por la vida que no cuenta con el aval de los datos. En el plano subjetivo, el yogui, que se eleva por encima del cuerpo, de los instintos y de los afectos, participa de esta vía intelectual, si bien su pensamiento es más sutil. Un ejemplo. Además de los principios de identidad, no contradicción y tercero excluso, propios del logos, que reducen todo a la distinción entre el “ser” (por ejemplo, Dios, la humanidad o nosotros) y el “no ser” (Satanás, la barbarie o los otros), el tetralema zen añade el “ser y no ser” (reconociendo así la existencia de mezclas o hibridaciones) y “ni ser ni no ser” (abriendo así la puerta a lo imposible).

La trascendencia que facilita la metis va más allá de cualquier clase de intelección. Se relaciona con una realidad de tipo daimónico caracterizada por mediar entre el mundo sensible y la Nada, entendida como ámbito espiritual radicalmente indeterminado. Forman parte de esta realidad intermedia, entre otros personajes, el trickster de las tradiciones indígenas norteamericanas, los cábiros griegos, los duendes, los genios o djinn del mundo semítico y los gnomos nórdicos. Con sus artes mágicas, así como con la provocación de malas pasadas y felices ocurrencias, cuestionan permanentemente la consciencia y juegan con ella. También hay que incluir a los bufones, exponentes de una curiosa mezcla de vagabundeo, delincuencia, erudición y artes del espectáculo que se buscaban la vida echando mano del ingenio. Son la versión del tramposo, una figura recurrente en los mitos de todas las sociedades desde el paleolítico

A partir del siglo XVII, tras el paso de la Inquisición, el declive de la cultura tradicional oral y la llegada de la ciencia, los daimones tuvieron que huir de la realidad exterior y buscar refugio en el reino subjetivo de la mente. Por ejemplo, desafiando con su inevitable ambigüedad la distinción enfermedad/cordura que distintos discursos y disciplinas contribuyeron a instituir. Además, en la misma época en la que el psicoanálisis comenzaba a medicalizar este intermundo, los daimones también aparecieron en la Física. En efecto, la dificultad para distinguir la materia de la energía, los corpúsculos de las ondas o la posición de la velocidad es un típico enredo daimónico. También lo es la proliferación casi exponencial de partículas cada vez más pequeñas que incluso llegan a carecer de masa y viajar hacia atrás en el tiempo. Con estas y otras verdades, la realidad daimónica que se abre ante nuestra especie no solo confunde cosas que antes eran o parecían claras y distintas, poniendo delante el sinsentido o la Nada, sino que también abre la posibilidad de figurar de otros modos la existencia, todos ellos igual de arbitrarios, pues el sinsentido, atributo esencial de la Nada, no desaparece en ningún caso. Esa es su gracia.

Ya dentro del plano trans-personal y, por lo tanto, fuera del ámbito de influencia del mundo animal, tenemos un estrato inicial donde predominan una subjetividad y una socialidad creativas. A nivel subjetivo, la creatividad permite alcanzar un estado flujo que deshace las polaridades También anula la variable temporal, pues en el proceso de creación solo hay una presencia constante. Finalmente, el estado flujo funde al sujeto con el objeto, creando una sola entidad también indistinta o indiferenciada. Como dice una enseñanza taoísta, cuando el maestro pinta una caña de bambú él mismo se vuelve bambú.

La creatividad personal tiene su correlato colectivo en la socialidad cultural, caracterizada por producir sentido, una materia prima de lo social que difiere sustancialmente de la riqueza que produce la economía y del poder que administra la política. Si dentro de la cultura hay una esfera especializada en la creación de sentido, esa es, sin duda, el arte, que desde el siglo XVIII reconoció a los humanos capacidades antes exclusivas de las deidades, como la creatividad. Desde entonces, tras derramarse fuera de su lugar natal, el arte se ha convertido en un ámbito que rivaliza en importancia con la economía y la política. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en el ámbito individual, no hay todavía ninguna referencia en lo social a algo similar al estado flujo que alcanzan los creadores individuales. No obstante, como el término creatividad es tan importante actualmente es posible que la aparición de estados flujo controlados por la propia sociedad estén cerca de aparecer. En ese caso será necesario que la sociedad se desprenda de la jerarquía en su socialidad política, de la explotación competitiva en la económica, y de la racionalidad científica en la intelectual, pues la creatividad no tiene nada que ver con ellas. En su lugar, prefiere la horizontalidad y la integración que las socialidades política, económica e intelectual que tenemos, además acoplándose entre sí, dejaron de lado.

El camino “creativo” se transita a base de acciones y pensamientos novedosos que no responden a códigos ni a marcos de sentido previos. Por ejemplo, en los dos últimos siglos, el arte ha decidido desembarazarse del objeto y desentenderse de las funciones y códigos asignados a sus respectivas materias primas, para abstraerse de todo ello y depender exclusivamente de la libertad interior del artista. Es de este modo como la danza se ha convertido en puro movimiento, la música en sonido y la pintura en formas y colores. Del mismo modo, la creatividad que se desenvuelve en ámbitos como la educación o la economía, por citar sólo los que en nuestros días son más propensos a tratar con ella, debiera liberarse de las constricciones internas a las que está atada, para permitir que aparezca una genuina, indeterminada y liberada producción de novedad. Desgraciadamente, nada de eso ha ocurrido debido a que la economía y la educación no quieren llegar a nada que no sean sus objetivos fundacionales: la obtención de beneficio en el caso de la economía y la domesticación de las gentes en el de la educación. Por ello, la creatividad que usan es débil. En cambio, en el ámbito del arte, puesto que rompe con facilidad todos los códigos y marcos, es fuerte.

Esta otra creatividad hace reverberar la vida vegetal que nos constituye, pero que el orden instituido no cesa de edulcorar y traicionar. Además, forma parte o resulta de la Nada. En efecto, por un lado, crear significa que aparezca algo nuevo y tal novedad, para serlo de verdad, ha de resultar impredecible e intratable. Por otro lado, para que dicha singularidad aparezca es necesario que lo haga desde un fondo o sustrato en el que no haya organización ni jerarquía que hagan más probables unos estados, trayectorias o posiciones que otros, lo cual remite a la noción de entropía, así que estamos, de nuevo, ante la Nada. Por eso dijo Goethe: “amo al que pide lo imposible”

Finalmente, hay una subjetividad espiritual, más sutil aún que la creativa. Dicha subjetividad hace que los componentes, tanto del interior como del exterior del sujeto, se diluyan en el vacío primordial y absolutamente indeterminado del que surge todo. Este estado que sólo alcanzan, tras enormes esfuerzos, los iniciados más diestros, como no es el propio de nuestra época, apenas es conocido por el mundo que hemos instituido. Más desconocida aún resulta la socialidad que le pueda corresponder, dado que ni siquiera hemos accedido al conocimiento y control de los flujos sociales genuinamente creativos, algo previo e imprescindible para abandonarse a lo espiritual al desnudo. Por lo tanto, es un escenario del que nuestra actual conciencia colectiva apenas sabe nada todavía.

El sujeto y la socialidad espiritual acogen el camino de la sabiduría, un saber encarnado en el carácter indistinto y vacío del mundo. Lie Zi, un autor clásico del taoísmo, desplegó un amplio abanico de conceptos que derivan de la autotransformación permanente de esa nada, como son el de (alimento que brota de dicha transformación), el qi o soplo vital (que produce vida por concentración y muerte por dispersión), el xin shen o mente-espíritu (cuya vacuidad permite recibir a todos los seres) y el zhi ren u “hombre cumbre” que suele vivir oculto o pasar inadvertido, como ocurre con los yin shi o “sabios escondidos”. Otra fuente de espiritualidad son las plantas. Para cultivarla no hay nada mejor que respirar, entregarse a la metamorfosis, participar de la sustancia común que nos constituye y, sobre todo, tratar con aquellas plantas maestras que expanden la conciencia, transmiten su sabiduría y facilitan el vínculo con nuestro propio ser etéreo o vegetal.

La sabiduría no sólo difiere del logos, sino también de la creatividad. Por un lado, ser sabio o cultivar la sabiduría implica ser consciente de dicho conocimiento, algo que no ocurre entre los creativos, pues su habilidad deriva de un conocimiento inconsciente del que apenas saben nada.

Por otro lado, la sabiduría no se detiene en la admiración de las creaciones artísticas, tecnológicas, políticas, etc., ni tampoco en sus creadores, que suelen caer en la creencia de que son unos genios e incluso de que sus obras les pertenecen. La sabiduría lleva más bien a saber estar en el mundo y participar de su tao, vía o camino de (re)creación continua. Aunque dicha (re)creación pase inadvertida. Tanto como los propios sabios que lo han advertido.

Al pasar inadvertidos, dichos sabios van más allá de cualquier clase de vida o vía, pues trasponen a su existencia lo indeterminado, indefinible, ilimitado e infinito del origen. Dicho origen no es sino la nada que tan nítidamente menciona el Rig Veda: “en el principio no había nada, ni existencia ni inexistencia, tan solo Uno respiraba sin aliento su propio poder”.

Exoducción

HIJA: Papá, ¿cuánto es lo que sabes?
PADRE: ¿Yo?, humm… tengo una libra de conocimiento.
HIJA: No seas tonto. Te pregunto cuánto sabes realmente.
PADRE: Bueno, mi cerebro pesa alrededor de dos libras y supongo que utilizo más o menos una cuarta parte… o que lo uso con un cuarto de eficacia más o menos. Digamos, entonces, que media libra.
HIJA: Papá, ¿por qué no usas las otras tres cuartas partes de tu cerebro?
PADRE: ¡Ah, sí! El problema es que yo también tuve maestros en la escuela. Y ellos llenaron de bruma casi una cuarta parte de mi cerebro. Y luego leí los diarios y escuché lo que decían otras personas y ello llenó de bruma otra cuarta parte.
HIJA: ¿Y el otro cuarto, papá?
PADRE: ¡Oh!, esa bruma la hice yo mismo cuando trataba de pensar.

Gregory Bateson

Más allá de la guerra (III)