Alabaos

Alabaos, Un homenaje al Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas de Andagoya (Chocó), en su 25ª versión

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Por Julio César Uribe Hermocillo. Tomado de

Lámparas de querosín cuya llama se mueve y humea sobre las repisas en los rincones de la sala o velas que chisporrotean con el mínimo movimiento del aire denso o débiles bombillas tan escasas en vatios como en luz, iluminan la sala y sirven de referencia visual a quienes están en el corredor o en el patio de la casa, adonde llega de cuando en cuando poca o mucha brisa, según la época, desde la orilla del río silente. Discurre apacible el río, testigo inmenso de la vida y de la muerte de la gente, que en su cauce y sus orillas son los acontecimientos cotidianos desde que el mundo es mundo en estos rincones de recóndita selva. En el centro de la escena, presidiendo la tumba en cuya preparación se esmeraron todos, está el difunto rodeado de velas especialmente ubicadas para que le alumbren el camino y le alcancen la piedad divina en su viaje desde aquí hasta por allá. Un vaso de agua de fácil acceso evitará que sea la última sed de su vida la que lo vaya a detener en este paso imperativo que ahora debe dar y para apoyarlo en el cual todos lo han venido a acompañar.

Son noches largas, como el río en cuya orilla transcurren. Noches apacibles, con estrellas y luz de luna, unas veces; otras veces tormentosas, con tempestades y oscuridad. Pero, siempre, son noches llenas de gente a la que mueven solidaridades genuinas y tristezas verdaderas, unas y otras nacidas de las más hondas emociones y de la más profunda espiritualidad de seres, familias y comunidades que encontraron en la parentela extensa y en la fraternidad vecinal suficientes motivos para vivir la muerte de los suyos del modo como la viven; desde el más lejano antaño, desde aquellas noches de insomne barbarie, cuando encontraban en la muerte la única forma de libertad, porque permitía el regreso del alma a aquellos sitios de donde nunca los cuerpos habrían debido salir y adonde ya nunca -quizás- podrían regresar.

Y por eso son noches que deben ser vividas en su totalidad, segundo a segundo, minuto a minuto, de manera que no mengüe su eficacia como acompañamiento temporal y espacial a quien irremediablemente se está yendo de este mundo y por eso mismo se le debe ayudar a partir tranquilamente, levemente, sin más penurias que las de la propia muerte. A este propósito sirve el conjunto de la escena: rituales, cánticos, rezos y demás formas de compañía y auxilio para la partida actúan de modo sinérgico con el fin de remover del camino del difunto cualquier cosa que obstaculice o impida su marcha definitiva, incluyendo las lágrimas y el desconsuelo infinito de sus deudos, la ausencia del pariente que se fue lejos hace tantos años y quizás no alcance a llegar ni al entierro, la catanga de pesca que no alcanzó a revisar, la ropa que no alcanzó a lavar, la azotea que no terminó de desyerbar, los hijos que no alcanzó a terminar de criar, la silla Mariapalito que se le quedó sin ajustar, la gotera del techo que se le quedó sin tapar, los amores imposibles que nunca pudo concretar…

Al fin y al cabo, por lejos que vaya, de la memoria de su gente nunca desaparecerá y de pronto su viaje sea más largo de lo que se piensa y su itinerario tenga como destino el lugar de origen de los ancestros primeros, al otro lado de ese océano que a veces no se conoce ni en los mapas. Caso en el cual, ¡albricias!, les llevaría noticias de acá a esos que viven más allá y que ni siquiera sabían de la existencia de los de acá.

Por eso, para que el difunto se sienta realmente acompañado y no abandonado a su suerte, exánime ahí entre su ataúd, son necesarios los murmullos de las charlas íntimas o de las conversaciones tejidas entre quienes hace tiempos no se ven; las risas e imprecaciones de quienes afuera de la casa toman tinto o aguapanela con limoncillo o con jengibre, beben biche o aguardiente anisado y cuentan chistes o juegan dominó; y los ronquidos asordinados de quienes se quedan dormidos en la madrugada y se entregan al sueño ahí mismo en la silla o en la banca en donde están sentados, como los niños hace horas lo hicieron en la cama de sábanas que para el efecto en el piso les tendieron. Es la vida transcurriendo al pie del ataúd que preside la tumba ritual de quien debe terminar de marcharse del todo de este presente, so pena de quedarse vagando atormentado en todos los rincones y momentos a los que ya no pertenece; rincones y momentos que, si él ahora no se va, terminarán eternamente perturbados con el tormento del difunto extraviado que busca en vano su camino. Dicha tumba, cumplida la novena noche, será levantada ceremoniosamente, marcando el punto y la hora de la despedida definitiva, del adiós para siempre de aquel que solamente desde el más allá podrá seguir siendo parte de los de acá.

FOTO: Julio César U. H.

Y quizás por eso, porque se trata de evitar que esta alma querida se convierta en una simple alma en pena, el silencio en el velorio solamente es total cuando -llegado el momento- murmullos, voces y ruidos de acompañamiento se transforman en rezos salmodiados y responsoriales, entonados de corrido por rezanderos de vieja data, que nacieron para el oficio cuando aún se decían las misas en latín y en latín se entonaban los responsos, cuando los curas todavía hablaban, regañaban y maldecían en aquel español de España tan incomprensible como pintoresco. Cada rezandero con su propia cadencia, cada rezandero con su propio latín, cada rezandero con su propia entonación; todos los rezanderos con el mismo sentimiento, con la misma intención de acercar al difunto a lo sagrado por la mediación de cada oración repetida y desgranada en su vieja camándula desgastada por docenas de rezos anteriores, con los ojos entornados de la misma manera, con el mismo énfasis en el amén, con el mismo porte de ministros religiosos por obra y gracia de su gente y únicamente para el servicio de su gente.

Terminado el primer rezo, cuando han transcurrido tres horas largas después del último vestigio de luz del crepúsculo, el silencio se agiganta hasta volverse descomunal, y se sacraliza hasta hacerse imponente y majestuoso. Acontece entonces el primer canto de alabao de la noche, transportado hacia el infinito por una voz inefable, usualmente más de contralto que de soprano y con el tono de un ángel del coro celestial a quien la noticia de la muerte hubiera apesadumbrado.

La solemnidad del canto aumenta y su volumen total alcanza a llenar cada rincón del monte en la noche de velorio, apaciguando a las sierpes, conteniendo al demonio, adormeciendo a las fieras, cuando a la tesitura fina de la solista se suman los vibratos y falsetes naturales de un coro responsorial, casi siempre de mujeres, algunas veces incluyendo uno o dos hombres. Solista y coro forman entonces una armonía que hace aún más suntuosa la elegía, capaz de sosegar hasta las más hondas tristezas y de mitigar el dolor colectivo con los melismas improvisados de sus voces, que impregnan de sobrenaturalidad, de misticismo, cada recoveco del alma de quien escucha, hasta conmocionarle el ser y estremecerle la vida. Viajando a placer por la escala tonal, la armonía de voces -en perfecto contrapunto- resuena sobre la inánime humanidad del difunto, vibra sobre la superficie del cuerpo rígido para seguirlo guiando por el camino hacia su viaje definitivo, como lo había empezado a hacer el rezo; de modo que se vaya desprendiendo, nota a nota, estrofa a estrofa, de los rescoldos del ánima que aún le quedan y que lo sostienen aún en esta orilla donde sus ojos vieron por primera vez la vida y donde ahora, cerrados para siempre, acaban de verla por última vez y empiezan a acceder a los misterios de este tránsito existencial que es la muerte.

Los alabaos, cantos fúnebres de los pueblos negros del Chocó, son los mismos arrullos y romances del Pacífico afro del Sur de Colombia y de su extensión hacia Ecuador (Esmeraldas y Manabí) y Perú (Lambayeque, Piura, Yapatera, Chincha, Cañete). Nacieron de adaptaciones libres hechas del canon y del cantoral católico de las misas de los difuntos y de los santos; del triduo pascual de la Semana Santa, con énfasis en los tormentos y en las tristezas del día de la muerte de Jesucristo, que es el viernes santo, y de su resurrección el sábado santo a la medianoche; de las celebraciones a la propia madre de Dios, la Virgen María; y de las versiones populares del misterio completo de un Dios que es -a la vez- uno y trino; que mora en el cielo, pero que también fue niño y adulto en la tierra y, como la gente, tuvo familia y parientes.

De allí que los alabaos, en conjunto, incluyendo los gualíes, que son el equivalente cantoral para los velorios de niñas o niños; los romances, que relatan pasajes bíblicos o doctrinales, con intenciones de catequesis o recordación de tiempos litúrgicos especiales, como la Navidad o las fiestas del santoral; las salves, dirigidas a esos grandes amigos de la gente que son los santos y a la Virgen como gran protectora; los santodioses, hechos más como antífonas de invocación del poder divino, de su fortaleza y de su inmortalidad; sean una especie de síntesis doctrinal del catolicismo, de autoría más o menos colectiva y de funcionalidad litúrgica renovada y adecuada a sus necesidades por las propias comunidades; asignando a cada género una funcionalidad y un escenario precisos, en el ritual correspondiente.

Sus letras son básicamente paráfrasis de cosas escuchadas, cantadas y, así sea en escasas ocasiones, también leídas en misales y catecismos o en la biblia; interpretaciones y reinterpretaciones, adaptaciones o nuevas versiones de relatos bíblicos y de lecciones de doctrina; pero, en lenguaje de pueblo y de comunidad, de río y de parentela. De ahí que los alabaos conserven rasgos que les dan originalidad y que permiten diferenciarlos de las composiciones vernáculas del cantoral oficial de la liturgia romana, tales como su ritmo narrativo constante, que incluye la definición de personajes y la presentación de una historia, cuyo desenlace por lo general es positivo; al igual que su cercanía en el trato a los personajes sagrados: Isabel es santa, pero es también la prima de María, quien, además de ser la Virgen por antonomasia, es la mujer de su marido San José, y llora por su hijo, como madre que es; así como Jesús tiene primos hermanos y familia en Belén y también se entristece -y hasta llora- cuando sabe que se va a morir y no los volverá a ver…

Tan rico acervo literario, religioso, coral, musical, poético, doctrinal y teológico no fue creado en un solo momento estático, dado o predeterminado. No: este acervo nació progresivamente y sincrónicamente con el nacimiento de lo negro como autorrepresentación. Fue surgiendo simultáneamente con las nociones de familia y de parentela, el sentido de grupo, de comunidad y de pueblo; en un proceso que comenzó en los escenarios de adoctrinamiento religioso de las víctimas originales de la trata transatlántica, que a duras penas entendían lo que estaba ocurriendo y lo que les estaban diciendo; y se fue desarrollando paso a paso, estirpe tras estirpe, generación tras generación, de modo continuo, como parte del bagaje común que aquellos seres -que originalmente ni siquiera se conocían entre ellos- fueron instaurando y compartiendo como marcas o mojones simbólicos de una identidad que paulatinamente fue deviniendo en identidad común y compartida, fruto de su construcción colectiva, de la valiente reinterpretación de su sometimiento y su resignificación en la convivencia y la familiaridad como emblemas de libertad.

Proscrito históricamente de los espacios oficiales de la religión, el alabao halló refugio en el único escenario íntimo y privado, propio y autónomo: los ritos de muerte, donde podía escapar al control de los propietarios de los entables mineros y de las haciendas. Del dolor transformado en resistencia fueron naciendo los rituales fúnebres, fueron siendo construidos paso a paso, escena a escena, rito por rito, como un estricto protocolo de despedida para quien viaja hacia la eternidad y, de ese modo, se libra de los males de acá y puede regresar allá; como una especie de ceremonia de paso, durante la cual la profundidad del canto eleva las almas, incluida la del difunto, al plano de lo sacro, de lo desconocido, del más allá del poco se sabe, pero mucho se imagina. De manera que el difunto es guiado por el camino hacia su viaje definitivo por las sendas del misterio mediante los rezos y los alabaos, que son, todo en uno, elegía, letanía, salmo, coro responsorial, expresión pública de fe, manifestación de esperanza, narración de deseos colectivos, búsqueda de libertad y de trascendencia de quienes fueron privados de aquella por la fuerza y privados de esta mediante el pisoteo infame de su dignidad.

El querosín de las lámparas se ha agotado. Solamente queda una que medio alumbra, con una llama que se aferra a la humedad remanente de la mecha y contraría al viento frío de la madrugada. De las velas solamente quedó la mancha aceitosa de su presencia sobre la madera, con excepción de los cirios custodios del ataúd, que apagarse no pueden, pues el difunto perdería el rumbo en la oscuridad. El rezandero ha terminado con un latinajo bien echado en medio de la penumbra, que todos repiten con voz de recién despertados en las sillas y bancas en las que, desde el sueño, acompañaron toda la noche. La cantadora eleva hasta el infinito el último Santo Dios del velorio, que despierta a las criaturas en el monte y en el río, que sobresalta a los niños cobijados por el frío. El coro responde. La armonía se completa. La solemnidad impera. El sol empieza a asomarse y todos van saliendo, poco a poco, por tandas, para no dejar nunca solo al muerto, a bañarse y a cambiarse para el entierro, a quitarse de encima la incertidumbre y a revestirse con la certeza de que aquel ser bien querido ahora está bien ido.

Dios que es santo, Dios que es fuerte, Dios que es fuerte e inmortal, tienda su mano y acoja al hermano que en la caja de madera inerte yace, exánime en su oscuridad. Y María, su mamá también nuestra, que conoce el dolor de ver morir a un hijo, interceda por él, lo acoja y lo acompañe, su mano le tienda y le sirva de guía. Amén.

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Para Héctor Emilio Rodríguez Aguilar y todo el equipo organizador del Encuentro anual de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, en Andagoya, Municipio del Medio San Juan, Departamento del Chocó. Gracias por ayudar a mantener con vida los ritos de muerte de nuestra gente, por salvaguardarlos como patrimonio nacional de Colombia durante los últimos 25 años y por trabajar con denuedo y generosidad para su inclusión en la Lista representativa del patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad, administrada por la Unesco, en la que pronto esperamos ver inscrita esta valiosa manifestación de las comunidades negras de nuestra región.

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