Valmore Muñoz Arteaga | Mi encuentro con Pilato

Poncio Pilato es un personaje histórico tristemente célebre. Aunque la historia arroja pocos registros de él, la única prueba arqueológica de la existencia del gobernador es una inscripción descubierta en los años sesenta en la ciudad romana de Cesárea Marítima, actualmente en Israel, basta con lo que a él se refiere en los evangelios para constatar a qué se debe su paso gris por la historia. Fundamentalmente nos referimos al Evangelio de Mateo que se explaya en referencias al encuentro entre él y Jesucristo. Escena que desnuda a un personaje, sin duda poderoso, pero que en sus gestos, sus palabras, sus actuaciones encontramos profundamente ancladas nuestra forma de ser frente a determinadas circunstancias.

La escena entre Jesús y Pilato se ha transformado en uno de los pasajes evangélicos que más me ha cautivado. La profundidad del momento, su intensidad y transparencia desnuda mucho de lo que somos, de lo que hemos sido, y muy probablemente, seguiremos siendo. Pilato interroga a Jesús, arroja sobre el Señor todo tipo de preguntas, entre ellas muestra su inquietud ante lo que es la verdad. En todo caso, Jesús no le respondió ni una palabra. Durante mucho tiempo traté de imaginar qué cosa podría estar pasando por la mente de Jesucristo, pero más me seducía su silencio. La actitud normal de todo ser humano ante semejante situación sería defenderse, pero Jesús hizo silencio. No puedo negar que estas cuestiones me granjearon intensos conflictos internos.

Hasta hace muy poco, esta escena la contemplaba siempre como espectador. Sin embargo, Dios me puso en una situación amargamente parecida. Tan parecida que también tuve que ser crucificado. Ante diversos señalamientos, uno más injusto que otro, guardé silencio y, desde mi carne doliente, comprendí aquel silencio de Jesús. Tampoco lo hice solo. Hubo un intermediario. El filósofo alemán Max Scheler fue ese intermediario.

Scheler es un filósofo muy querido por mí. Lo conocí gracias a Karol Wojtyla (San Juan Pablo II). De sustancial importancia en el desarrollo de la fenomenología, la ética y la antropología filosófica, además de ser un clásico dentro de la filosofía de la religión. Scheler hace un planteamiento sobre los valores que, sin duda, fue de gran ayuda para comprender aquella escena entre Pilato y Jesús y, como ya he apuntado, para comprender mi propia experiencia. En tal sentido, resulta imperioso saber qué es un valor según Scheler. Un valor es una cualidad que posee un objeto que nos atrae, por esta razón los valores no pueden desprenderse de las cosas, por ejemplo, como el color o la belleza que no existen por sí mismos. Algunas cosas de color rojo pueden deteriorarse, desteñirse casi hasta la desaparición, pero el rojo sigue estando presente.

Lo que más interesa en este punto es que, al igual que los colores que deben ser vistos para experimentarlos, para gozarlos, para reconocerlos; los valores deben ser sentidos. Una persona que nunca ha sentido lo heroico jamás reconocerá la heroicidad y cuando esté ante ella, muy probablemente le vea como una estupidez, pero nunca como algo heroico. No sólo no podrá reconocerlo, sino que tampoco lo entenderá. Sentarse a explicar lo heroico a quien no lo ha experimentado será gastar saliva inútilmente. Quien no haya experimentado lo sagrado jamás lo entenderá, ni lo reconocerá, ni lo valorará no importa cuántos libros sobre temas sagrados haya podido leer. Lo mismo ocurre con la justicia, el amor, la espiritualidad o la verdad como lo demuestra la conversación entre Jesús y Pilato.

Hablamos con frecuencia sobre la pérdida de los valores, pero es que esto esencialmente no ha ocurrido. Los valores no están perdidos. Perdidos estamos nosotros cuando hemos dilapidado las posibilidades de experimentar, por ejemplo, la belleza. Los valores no responden a la inmediatez. No brotan de lo instantáneo. Se requiere paciencia, pero no la tenemos, estamos muy apurados comprando y consumiendo. Según Scheler, los valores no pueden aprenderse leyendo libros de ética. Se requiere de personas que encarnen vivamente esos valores.

No se aprende a ser justo con explicaciones teóricas. No lo entenderemos. No se valora una obra de Wagner o de Goethe explicándolas, no. Se requiere la experiencia y, en este caso, una experiencia compartida con quien disfruta de Wagner o Goethe. Por ello Jesús guarda silencio. Pilato no habría comprendido ninguna respuesta, pues la escala de valores entre ambos era radicalmente diferente. Mi propia experiencia también así lo indica. No tiene sentido tratarle de explicar a alguien la verdad de algo acontecido si esa persona no tiene la capacidad de comprender la verdad. Pilato estaba frente a la verdad y no pudo reconocerla, así como aquellos dos que regresaban a Emaús. No la pudo reconocer porque no era poseedor del valor de la verdad, no la había experimentado, ni vivido: no le ardió el corazón frente a ella.

Escuché recientemente una meditación de un maestro budista quien explicaba que el acceso al conocimiento y a la verdad es gradual, algo así como una travesía que va de una estación a otra, y cada estación supone un nivel de conciencia más amplio, profundo y elevado. Razón por la cual, ante un mismo hecho, pueden registrarse experiencias distintas. Si alguien está en un nivel superior en estas cuestiones, tal y como afirma Scheler o como lo demuestra el pasaje del interrogatorio a Cristo por parte de Pilato, pierde su tiempo tratando de hacer entender al otro: no hay camino posible para ello. Está ciego e incapacitado para ver, para entender. Lo cual tampoco necesariamente es su culpa. Tan sólo es así y nada más. Por ello, Jesús hizo silencio y, en el fondo, yo también hice silencio en aquella oportunidad en mi encuentro con Pilato. Quizás a esto se refiere Jeremías y luego rescata Antonio Rosmini, cuando recomiendan aguardar en silencio la salvación del Señor. Dejando claro, muy claro que, a veces todos somos Pilato.

Paz y Bien.

Valmore Muñoz Arteaga | Mi encuentro con Pilato – Diario Versión Final