Álvaro Restrepo: ‘Lo que esculpimos en la danza no es el cuerpo sino el tiempo’

A sus 65 años, a través de El Colegio del Cuerpo y a lo largo de un cuarto de siglo, Álvaro Restrepo ha logrado impactar la vida de más de 9.000 jóvenes colombianos. El pionero de la danza contemporánea en Colombia nació en Medellín, se crio en Bogotá, pero su padre y su madre eran de Cartagena, la ciudad donde ha proyectado su obra que, físicamente, hoy cuenta con una impactante sede en Pontezuela, corregimiento de Cartagena: un gigantesco domo en madera construido para albergar los ensayos de los bailarines. En agosto presentará en el Teatro Colón una obra que le comisionó la Orquesta Sinfónica Nacional, titulada Espíritu de pájaro.

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Álvaro Restrepo no solo es un pionero de la danza contemporánea en Colombia y el fundador de El Colegio del Cuerpo, sino que hizo de este proyecto la redención de su infancia y la de otras personas. Más que una escuela de danza es una propuesta filosófica integral que, en sus propias palabras, busca una formación de poetas del movimiento.

Como ejemplo, señala a Johan Gutiérrez, quien tenía 10 años cuando llegó a la institución. Venía desplazado de El Bagre, Antioquia, porque su padre era barquero y a veces debía transportar a la guerrilla, los paramilitares o al Ejército. Lo acusaron de colaborar con algún bando y le mataron a su socio. Huyó a Cartagena con su familia, vivió en el barrio Olaya Herrera, volvió a ser amenazado y terminó en el humilde barrio Nelson Mandela. Allí conoció Restrepo al pequeño Johan, quien ya cumplió 23 años en El Colegio del Cuerpo y hoy no solo es un destacado bailarín, sino que es maestro y responsable del área técnica: luces, tramoya, escenografía…

Más de 9.000 historias como esta ha acogido Álvaro Restrepo durante un cuarto de siglo. Ahora levanta en su imponente sede en Pontezuela, cerca de Cartagena, un gigantesco domo en madera, construido para albergar los ensayos de los bailarines. Restrepo lo llama el atanor, que era el horno en donde los alquimistas buscaban convertir los metales en oro, y es una metáfora de lo que el arte y la educación pueden hacer al transformar a los seres humanos en verdaderas joyas.

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Álvaro Restrepo cuenta su vida en El Cine y YoÁlvaro Restrepo cuenta su vida en El Cine y Yo

En agosto, El Colegio del Cuerpo se presentará en el Teatro Colón, el mismo donde Restrepo presentó El sueño de una noche de verano varias décadas atrás. Estrenará una obra que le comisionó la Orquesta Sinfónica Nacional, titulada Espíritu de pájaro, compuesta para 14 bailarines, 64 músicos y una instalación en video de Gabriel Ossa, tributo a las comunidades indígenas. Como un pájaro migratorio, la obra volará luego al Festival Luminato, en Toronto, Canadá.

Álvaro Restrepo también tuvo espíritu de pájaro cuando posó para el fotógrafo Ruven Afanador en 1995, en unas imágenes legendarias. Próximo a cumplir 66 años, habló conmigo en tres actos: durante la Feria del Libro de Bogotá en el 2016; en su charla ‘El cine y yo’, en el 2019, y hace pocos días, cuando su compañía se presentó en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán. Allí, se remontó a sus orígenes, que él define como un sancocho trifásico: nació en Medellín, se crio en Bogotá, pero su padre y su madre eran de Cartagena. Cada ciudad le aportó una forma de ver la vida, aunque siempre se sintió cartagenero. Sus vacaciones más dulces transcurrían en el Caribe, junto a su tía abuela Maruja de León de Luna, una artista, música, organista, pianista y directora del Conservatorio.

¿Qué papel desempeñó en su infancia esa tía abuela?

Fue una de las primeras gestoras culturales de este país, la primera reina de los estudiantes en Cartagena, cuando los reinados no eran de belleza sino de inteligencia, cultura y otras cosas. Maruja fue la primera directora de la Escuela de Música, de Extensión Cultural, de la Escuela de Bellas Artes, en fin. Era además organista de la catedral de Cartagena y de todas las iglesias de la ciudad. Ella me puso en contacto con esta dimensión del arte como una forma de espiritualidad y también con el amor por Cartagena.

¿Definió, de alguna forma, su perfil artístico?

Claro. Yo de pura vaina me salvé de ser cura; a mi papá le daba mucho susto cuando me mandaba allá en vacaciones. Yo me iba feliz porque era como un oasis: me escapaba de aquí de Bogotá, donde no me gustaba mucho el clima, no me gustaba el colegio San Carlos, la educación con mi padre era muy estricta, entonces me iba donde mi tía Maruja y vivía solo con ella en un gran caserón, en el Conservatorio, rodeado de músicos. Ella me adoraba y me leía poesía. Era una mujer realmente muy bella.

Su padre también fue un gran personaje, Alonso Restrepo. ¿Cómo lo recuerda?

Algún día tengo que escribir sobre él, pero es inabarcable. Cuando mi padre murió, yo lo definí como un delta. Era un hombre que se ramificaba en múltiples intereses. Con una personalidad complejísima, un hombre muy inteligente, autodidacta, no terminó ni siquiera el bachillerato, se hizo a pulso y venía de una familia tradicional paisa, pero sin plata. Con muchísimos intereses: literatura, arqueología, arte, negocios. Y tuvo que volverse aún más hábil porque su primogénito, mi hermano Gonzalo, nació enfermo, era autista, sordomudo, y siempre estuvo internado en instituciones. Eso obligó a mis padres a buscarse la plata, con una familia que se fue creciendo.

¿Era difícil la relación con su padre?

Él era una mezcla muy compleja: un personaje muy rígido, casi un militar, aficionado a la cacería, a las armas. Pero al mismo tiempo le gustaba mucho el arte y tenía negocios de ropa masculina; fue muy célebre su marca El Paraguas Rojo. Él mismo era el modelo de los almacenes, con su barba y su elegancia. Voy a resumir en una anécdota la contradicción con mi padre: Yo quería estudiar piano y él me compró uno alemán muy bello. Me puso en clases. Pero al mismo tiempo me compró una pera de boxeo, para que no me volviera ‘demasiado artista’. Los mismos dedos que tenían que tocar a Chopin con gran delicadeza tenían que masacrar la pera de boxeo todos los días. Pero en mi caso, ganó el pianista ¡por nocaut!

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Foto:

Christa Covers, México, 1994.

¿Cuál es su primer recuerdo de infancia?

El ingreso al Colegio San Carlos fue tan fuerte que borró otras imágenes previas.

¿Qué experiencia tuvo en el San Carlos?

Tuve una educación muy dura, muy violenta en esa época. Estoy hablando de principios de los 60, cuando todavía se creía que ‘la letra con sangre entra’ y lo mismo se pensaba en mi casa. Tuve unas monjas muy violentas, especialmente una: la primera profesora de transición, cuando entré al colegio, sister Edwin McDunn, de origen irlandés, quien me reventó la boca y la nariz de unas bofetadas el primer día de clase en el San Carlos. Una bienvenida fabulosa, ahí comenzó esa ordalía de once años en este lugar.

¿Toda su educación allí fue traumática?

Sí, empecé a perder la razón, ya no podía más en el San Carlos. En quinto de bachillerato me salí a la mitad porque estaba perdiendo todas las materias. También coincidió con la separación de mis padres… mi vida explotó en muchos pedazos. El vicerrector de la época, quien era mi profesor de física, nos hizo un examen del cual yo no sabía nada de nada, contesté con dibujos y con poemas y lo entregué. El tipo me sacó de la clase y me dijo: “Mire, Restrepo, el colegio ya ha hecho por usted todo lo que ha podido y está visto que usted no sirve para nada. Mi papá tiene una finca con vacas en Ubaté. Yo le propongo que se venga a ordeñar vacas a la finca de mi papá; yo creo que usted va a ser feliz haciendo eso”. A mí me ofendió tanto que él pensara que la gente que no sirve de nada ordeña vacas y que yo servía para eso, entonces di media vuelta en mis talones y me fui caminando. Le dije a mi padre: “Hasta aquí llegué, ya no más”.

¿Qué pasó después?

Regresé al Liceo Boston, que era el colegio donde yo había hecho prekínder, fue como cerrar el ciclo. Allá hice quinto y sexto de bachillerato, era un colegio en Suba muy relajado, que ese año lo acababan de volver mixto: éramos 5 hombres y 35 niñas en la clase. ¡Era además un genio! De repente, pasé de ser el paria del San Carlos a ser el Einstein del Liceo Boston. Tuve una maestra extraordinaria allí, yo la llamo mi salvadora: María Eugenia Arango, mi profesora de filosofía, de literatura y de psicología, quien me reveló el mundo y el placer de la lectura y del conocimiento. Estoy eternamente agradecido con ella.

¿Cómo empezó su relación con el padre Javier de Nicoló?

Cuando terminé en el Boston, empecé a escribir y tenía la idea de dedicarme a la poesía. Mi padre me pidió hablar con Ramón de Zubiría en Los Andes para que me orientara. Y él me sugirió entrar a estudiar filosofía, antes de decidir en qué especializarme. Estudié como año y medio, estaba al borde de casarme, pero no encontraba mi proyecto de vida. Así que me escapé de todo y me fui al Urabá antioqueño, a Capurganá, como maestro de escuela. Estando allí llegó el padre Javier de Nicoló, a quien le habían donado una finca en Acandí. Llegó con dos barcos llenos de niños de la calle de Bogotá, dispuesto a colonizar esa finca. Le contaron que había un estudiante de filosofía desubicado y me mandó a llamar. Estuve casi nueve meses con estos chicos trabajando en esa colonización. Pero quise conocer el origen de estos muchachos y me devolví a Bogotá, donde trabajé unos dos años con el padre De Nicoló en Bosconia y otras sedes.

Álvaro Restrepo posó para el fotógrafo Ruven Afanador en 1995

¿Ahí reforzó su vocación por la interpretación artística?

Me llamó la atención el teatro como una herramienta pedagógica muy interesante. Yo veía que los chicos eran muy buenos actores, les había tocado desarrollar personajes para defenderse en la calle. De hecho, adopté a un niño de 9 años que vivía en los sótanos de la avenida Jiménez, con un perro. Llevaba dos años en la calle, se había venido de Los Santos, Santander, no metía droga, era sano y solo mendigaba. Un personaje luminoso y generoso. Hasta que un día le dio un ataque de agresividad, le salió todo el resentimiento que tenía y se fue. Cuarenta y pico años después, en plena pandemia, lo reencontré, seguía siendo un vagabundo, había estado en la cárcel, en grupos armados y ahora ejercía la minería en La Pintada. No nos vimos personalmente, solo por una videollamada, pero me reconoció y se conmovió mucho. Quedamos de vernos después de la pandemia, pero finalmente un día amaneció muerto, se cayó de un puente.

¿Y cómo llegó a las artes escénicas?

Entré a estudiar teatro en la Escuela Nacional de Arte Dramático. Ahí empezó mi vínculo con Rosario Jaramillo, de quien yo digo que fue mi partera: empezó a ver mis condiciones para la danza y decidí que quería ser bailarín (aunque ya estaba muy viejo para ello, tenía 24 años). Un día llegó de repente al Teatro Colón la gran bailarina y coreógrafa norteamericana Jennifer Muller, con su compañía. Fue a la Escuela y escogió cinco actores. Entre ellos, me escogió a mí, no sé por qué: yo no tenía pinta ni de bailar ni de nada, al contrario, yo era un hippie con el pelo largo, con barba y estaba empezando con la danza. De repente, ¡guau! Yo vi por primera vez en mi vida estos acróbatas de Dios, como los llamaba Martha Graham, y yo lloraba en el Teatro Colón porque decía: “Esto es lo que estaba buscando: música, teatro, literatura, poesía, artes plásticas… ¡Esto es todo!”.

¿Por eso terminó estudiando en Nueva York?

Sí, ese día conocí a Cuca Taburelli, mi primera maestra de danza, y arranqué a estudiar con ella. Al año, se fue tras los pasos de Pina Bausch, cuando estuvo aquí en Colombia bailando en el Jorge Eliécer Gaitán, y me quedé sin maestra. Decidí escribirle a Jennifer Muller y ella me contestó una carta bellísima, muy conmovida, diciéndome que si conseguía la plata y podía llegar allá, me recibía como mensajero o estudiante o como lo que fuera. Entonces, busqué una beca del Icetex, me fui para Nueva York y me quedé allá casi seis años. Aprendí de Jennifer Muller, Martha Graham, Merce Cunningham y quien sería mi maestro más importante: el surcoreano Cho Kyoo-Hyun.

¿Y cuál fue su siguiente escala?

En 1986 regresé a Colombia, después de haber creado mi primera obra de danza en Nueva York, homenaje a Federico García Lorca. Aquí trabajé con Delia Zapata Olivella, con María Teresa Hincapié, José Alejandro Restrepo, toda una serie de artistas. Me quedé tres años en Colombia y creé mi primer solo, que fue Rebis, homenaje a Lorca, y con esa obra me empezaron a invitar del mundo entero a presentarla.

Gracias a ella conoció a Gabo y a Mutis, ¿verdad?

Los conocí en México, adonde llegué como invitado a presentar Rebis en el Gran Festival de la Ciudad de México, que Ramiro Osorio dirigía en ese momento. Desde que llegué, me propuse conocerlos, porque los admiraba enormemente. A Gabo lo conocí gracias al historiador Gustavo Vargas, quien lo estaba asesorando en la escritura de El general en su laberinto. Él le habló a Gabo de mi trabajo y estableció el contacto. Al día siguiente, llamé a Gabo muy emocionado y lo invité a una función que tenía en el Polyforum Siqueiros, llegó con Mercedes (Barcha) y con Carmen Miracle, la esposa de Álvaro Mutis. Desde entonces, establecimos una relación que yo atesoro. Ese año, Gabo me invitó al Festival de Cine de La Habana como evento especial, a presentar Rebis en el Teatro Nacional. Fue un apoyo y un aval muy grande.

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Álvaro Restrepo ha logrado impactar la vida de más de 9.000 jóvenes colombianos

¿Y cómo terminó viviendo en Europa?

Porque conocí a una mujer italiana, Mónica Scarello, quien se convirtió en mi mánager. Ella vivía en Barcelona y yo me instalé en esa ciudad, viví tres años allá, del 88 al 91. Pero en el 91 decidí que quería regresar a Colombia, pensando en crear condiciones para que otros jóvenes tuvieran la oportunidad que yo no tuve, de descubrir su talento desde edades tempranas.

¿Cuáles puertas tocó?

Llegué en el año 91 a Bogotá y me fui a buscar a Ramiro Osorio, quien en ese momento era el director de Colcultura y había sido un gran apoyo a mi trabajo. Me dijo: “Yo te apoyo para crear tu escuela, pero primero tú me apoyas aquí en Colcultura”. Y me nombró subdirector de Artes. Yo estaba en el punto máximo de mi carrera y, de repente, verme convertido en un burócrata fue muy duro. Luego, la antropóloga Gloria Triana fue nombrada directora del Instituto Distrital de Cultura y Turismo y me ofreció la dirección de la Academia Superior de Artes de Bogotá (Asab). Me pareció una oportunidad para hacer un centro piloto de educación artística para debutantes tardíos como yo. En el 94, cuando Gloria se fue de embajadora a El Salvador, decidí que quería empezar de cero, irme para Cartagena pensando en un centro transdisciplinario, alrededor del cuerpo. Me fui con mi compañero, Leopoldo Javier Combariza, y allí empezó el trabajo para soñar con ese proyecto.

¿Dónde conoció a su pareja?

Leopoldo es arquitecto y lo conocí en Bogotá, nadando. Ambos éramos nadadores. Él se interesó en mi proyecto escénico y aceptó esa locura de irse a Cartagena, siendo lo más cachaco del mundo. En el año 93, había conocido también a Marie France Delieuvin, que en ese momento era la directora de la escuela más importante de danza contemporánea en Francia. Le propuse que me ayudara a crear mi propia escuela y en 1997 nació el proyecto El Puente (llamado así por la idea Francia-Colombia), primero en Cali, hasta que luego se convirtió en El Colegio del Cuerpo. Yo siempre digo que el Colegio nace como una forma de curar mis propias heridas con la educación. Hoy en día me la paso por el mundo entero dando conferencias en universidades como Harvard, en Corea, en Nueva York, etc., en las que comienzo diciendo: “La educación no sirve absolutamente para nada, a menos que nos ayude a descubrir quiénes somos y para qué carajos llegamos a este mundo”.

Luego de su labor social en barrios humildes de Cartagena, ¿qué ha pasado con los alumnos de El Colegio del Cuerpo?

Con el grupo piloto experimental, es decir, los 18 muchachos que comenzaron en el año 97, comenzamos a viajar por Europa, Estados Unidos, Japón, Corea, África. Se volvieron ciudadanos del mundo y de ese grupo inicial, por lo menos doce viven en otros países. Por ejemplo, Amada Tinoco, quien tuvo muchos problemas en su infancia y fue la primera en irse, emigró a España, se casó con un arqueólogo italiano y terminó sus estudios de pedagogía en Barcelona. También José Leonardo Amaya, quien dirige en Panamá un proyecto similar a El Colegio del Cuerpo, una fundación llamada Enlaces que trabaja con niños de estratos populares en el casco antiguo de Ciudad de Panamá. Otro trabaja en Berlín, Jair Luna, quien se cambió el nombre por uno artístico (Yao Moon) y es bailarín de la escena independiente en Alemania. Otros viven en París, Nueva York; les mostramos el mundo y se lo bebieron.

De hecho, El Colegio del Cuerpo llegó hasta Londres y allí usted tuvo una charla insólita…

Allá estaba de embajador Alfonso López Caballero, hijo de Alfonso López Michelsen, y llegamos a la embajada con los muchachos. Nos recibió, acababa de llegar de un almuerzo y se emocionó con el trabajo social. Pidió champaña y le mostramos un video de una niña que cuenta su historia en el barrio Nelson Mandela, hasta que se convirtió en bailarina emblema de El Colegio del Cuerpo. Entonces, López Caballero dijo: “Ese tema de las vocaciones tempranas me fascina. A mí me pasó lo mismo, cuando yo era chiquito le decía a mi papá que yo quería ser embajador en Londres, y fíjate: hoy soy el embajador en Londres. No es sino tener un sueño y las cosas se cumplen”.

Usted también soñó con una sede para El Colegio del Cuerpo, que ahora se hace realidad.

Durante muchos años estuvimos sembrando, pero haber logrado mantenerlo durante 25 años nos permite estar en la edad de la cosecha. Hace 15 años logramos que el alcalde de Cartagena de la época nos diera los recursos para comprar un terreno de cuatro hectáreas en el corregimiento de Pontezuela. En estos años no pudimos iniciar la obra, era un terreno virgen, salvaje. Cada vez que iba, salía derrotado en medio de la manigua, del calor, de los mosquitos. Pero gracias a la ‘maestra pandemia’, con Leopoldo tuvimos la idea de arrancar como pudiéramos. Limpiar, traer la infraestructura básica y, poco a poco, bajamos la ambición del proyecto, trabajamos con madera, establecimos un diálogo con la naturaleza. Ya tenemos un par de edificaciones y queremos que sea un lugar de encuentro.

Cuando hablamos para ‘El cine y yo’, acababa de morir su padre. ¿Qué pensamientos le despierta la muerte?

Me pasó algo con mi padre: él murió de 92 años, era un volcán, un hombre absolutamente excesivo, vital, lleno de proyectos, seguía pensando que tenía otros 40 por delante… se le cayó una casa bellísima que tenía en Pacho, Cundinamarca, y la levantó a los 90 años. Yo pensaba que mi padre era eterno, inmortal, y esta confrontación con la muerte me sacudió muchísimo. Yo hablo mucho de que algún día le quiero cambiar el nombre a El Colegio del Cuerpo por el de El Colegio del Tiempo, porque me parece que lo que nosotros esculpimos diariamente con nuestro trabajo en la danza no es tanto nuestro cuerpo, sino nuestro tiempo. Somos tiempo y es de nuestro tiempo que tenemos que ocuparnos, porque es un tiempo que se pasa así de rápido.

Esta entrevista fue realizada por Julio César Guzmán
Fotos de Andrea Moreno
Edición #130 Julio – Agosto 2023

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