Hilaire Belloc: la fe es Europa y Europa es la fe

Ha llegado la hora de recoger los bártulos,  hacer las maletas y emprender un viaje en el tiempo con destino a la Europa espiritual del pasado, a un continente ahora vejado y maltratado en tantos ámbitos donde, siglos atrás, fe y esperanza desconocían planes, agendas e instituciones que, ahora y a marchas forzadas, conducen a la civilización occidental a las más profundas y oscuras entrañas de su particular abismo.

El Averno está hambriento, ávido de almas errantes, sumisas y manipuladas que, con una extraña sintomatología carente de virtudes y valores, han ido diluyéndose hasta el punto de vivir una quimera en un mundo contemporáneo sometido a modernas, tecnológicas y desvirtuadas turbulencias encargadas de descatalogar  opciones como la de aferrarse a la fe, sufrir con y por ella o echar mano de la esperanza como salvoconducto de nuestras temerosas acciones e inseguros sentimientos. Nuestro pensamiento y nuestras reflexiones sufren y padecen el abandono de una espiritualidad señalada, en el punto de mira de los que han convertido al individuo en la marioneta de un severo proceso de deshumanización.

Además, el materialismo, la indiferencia, la superficialidad y las comodidades se han encargado de ir cavando tumbas cada vez más profundas, paradójicos habitáculos de unas zonas de confort en las que, erráticos, somos incapaces de hallar a aquel Dios que, como nos recordaba Chesterton, supo y pudo escapar de Su sepultura.

Hilaire Belloc.

Hilaire Belloc, militante de una concepción total de la cultura católica.

Así, en este optimista trayecto, te traslado a la novela El camino de Roma [The Path to Rome] de Hilaire Belloc, escritor católico franco-británico de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, en una travesía personal no exenta de los esfuerzos y la exigencia física de una gesta de más de mil doscientos kilómetros y, por otro lado, una experiencia contemplativa plagada de convicciones cristianas que le permitirían descubrir la “Europa de la fe” en una obra publicada tras la Gran Guerra.

Y es este concepto de la conexión de nuestro continente con la fe, como reza el título del artículo, el que me ha impulsado a la relectura de la novela del “viejo trueno“, apodo de este enfant terrible de la literatura desde una adolescencia caracterizada por un arraigado compromiso con la fe católica y la enérgica acometividad de su activismo.

A lo largo de tres semanas de recorrido por sendas europeas, la contemplación le invita a reflexionar sobre el origen, el hogar del que parte, las huellas de sus pasos, sus raíces y principios espirituales o la profesión de una fe que va fortaleciendo con un gran número de argumentos existenciales e impactos visuales en las ásperas etapas diarias de su exigente peregrinatio. De ese ejercicio práctico de aprendizaje en la dureza del camino, Belloc logra autoeducarse en el sufrimiento y en la experiencia del dolor hasta alcanzar la alegría por el hecho de no estar solo, de estar cada vez más cerca de Dios, de sentir y gozar de Su presencia en cada paso, suspiro, descanso, actividad o pensamiento durante las vicisitudes del tortuoso recorrido. Como decía San Pío de Pietrelcina, “la vida de un cristiano no es más que la lucha perpetua contra sí mismo; no hay transformación del alma a la belleza de su perfección sin pagar el precio del dolor.”

De hecho, en su obra, Belloc recorre intrincados parajes y enrevesados escenarios del corazón de la Cristiandad en esa misma Europa que, ahora y de manera infame, huye y reniega de los cimientos que configuraron aquellos bellos caminos para grandeza y gloria de Occidente. Hoy, desgraciadamente, imperan los complejos, la tibieza, el buenismo y la estigmatización de lo identitario como muestras de servilismo y docilidad ante la tiránica imposición de los nuevos dueños del orbe.

Belloc había escrito poesía, ensayos y artículos de prensa, pero esta novela, El camino de Roma, sería su consagración como escritor en el estrellato de las Letras británicas a partir de 1902. Tras su muerte en 1953, recibiría elogios como el de “Maestro de la prosa” [Master of the Prose] o “Campeón de la Iglesia” [Champion of the Church] por parte del afamado teólogo y literato Ronald Knox o el mismísimo obispo de Southwark.

Y no sólo aglutinaría múltiples alabanzas a título póstumo, de esas que recaen sobre el finado con la misma facilidad con la que caen las lágrimas en su duelo. El poder de su nombre y el peso de su obra, infravalorados en gran parte de la literatura mundial y el academicismo universitario de nuestros días, también asombrarían por la trascendencia e influencia de este gran guerrero del catolicismo, militante activo de causas y doctrinas inspiradas en el conservadurismo y tradicionalismo que, desde niño, había vivido dentro de la misma Iglesia católica, esa que, como la Europa presente, sufre el acoso y derribo de un poliédrico Mal empeñado en destruir el valor y contexto de una Cristiandad expuesta a una ruleta rusa con demasiadas balas en el tambor del revólver.

Hilaire Belloc: la fe es Europa y Europa es la fe