Lluís Homar: «Salí en busca de respuestas, y he vuelto a mis raíces cristianas, a los místicos, para encontrarlas»

«¡Oh, llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro! Pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres; rompe la tela de este dulce encuentro». Dice Lluís Homar (Barcelona, 1957) que cuando san Juan de la Cruz escribe Noche oscura del alma, lo hace «estando ya la casa sosegada», pero cuando posteriormente aborda Cántico espiritual, empieza con la casa revuelta: «¿A dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?».

Fue para el actor y director español un descubrimiento tal zambullirse en la obra de san Juan, descubrir la mística española, que el camino de transformación que había comenzado (o, que en realidad, nunca había abandonado) alcanzó un punto álgido, y tras convertirse en director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, decidió acercar su figura a través de la lectura dramatizada de algunos de sus poemas, acompañados de reflexiones y comentarios.

Lluís Homar fundó en 1976 la Sociedad Cooperativa del Teatre Lliure de Barcelona. A los numerosos premios acumulados a lo largo de su carrera, desarrollada en el teatro, el cine y la televisión −sin olvidar su faceta de director de escena−, se sumó el Premio Max al Mejor Actor protagonista 2020 por La néta del senyor Linh. Y es que a pesar de haber trabajado con Pedro Almodóvar en cintas como Los abrazos rotos o La mala educación, su lugar parece residir en el escenario, ya sea sobre las tablas o dirigiendo entre bambalinas.

Lluís Homar interpretando la obra ‘Terra baixa’, el gran clásico de Àngel Guimerà, en 2014

−Oír declamar a san Juan de la Cruz a Lluís Homar, con los ojos vivos y llenos de trascendencia, es realmente una experiencia mística.

−El propósito principal de Alma y palabra fue acercar la figura del místico, quizá el más importante, o por lo menos uno de los más importantes de la poesía en lengua castellana, y divulgar su obra y su pensamiento. Quería romper con el tabú de que los místicos son unos locos un poco colgados de la parra, que levitan meditando y que están alejados de nosotros. Porque los místicos nos ofrecen unas herramientas para que encontremos una forma de estar en la vida, de estar presentes, que trascienden el credo. Una de mis frases favoritas de san Juan habla del «peregrinaje al ser el que soy»: no creo que haya nada más importante. Es el «conócete a ti mismo» de los griegos: un viaje revolucionario, porque en este momento lo importante no es ser, sino pretender ser, aparentar ser. Tener, triunfar, ser alguien desde un punto de vista mucho más material. Lo místico nos brinda la posibilidad de de ser sin tener o no tener que tener para ser: cuanto menos tienes, más eres. Yo voy a cumplir 66 años y siento que empiezo a entender esto por fin, y como entiendo mi oficio como un servicio, he querido compartirlo.

−Fue monaguillo, tiene un hermano sacerdote… ¿No había entrado en relación antes con los místicos, o los había rechazado?

−Tengo ocho hermanos y 39 primos hermanos. Yo vengo de una familia muy religiosa, pero yo fui del bando, dijéramos, «rebelde». Mandarlo todo a paseo fue una forma de afirmarme a los 14 años, y en mi familia nos «dividimos» entre los que creemos y los que no, aunque nos llevamos de maravilla. Pero la vida va haciendo su recorrido… Yo siempre había tenido una inquietud de búsqueda espiritual, por así decirlo. Me acuerdo de un libro que a mí me marcó muchísimo cuando leí con veintipocos años, Zen en el tiro con arco, y a partir de ese momento aparecieron el Tao, el Tai Chi, el Chi Kung, el mindfulness, la meditación… Y llegaron los místicos, porque el místico de alguna forma unifica todas las distintas miradas religiosas, porque todo se unifica en la verdad. Y en este momento de mi vida no me puedo imaginar sin ese alimento espiritual. La gente camina sin referentes, todo se ha venido abajo, pero los místicos marcan un camino, una mirada, con la que todo tiene sentido: hay algo que trasciende la dificultad y que te abre al presente. Cuando percibes ese destello, sabes que no hay nada más importante.

−Un momento de unidad, como decía santo Tomás.

−Sí, un momento de encuentro, de encuentro contigo. Cuanto más el viaje es hacia uno mismo, más puede ser el viaje hacia Dios. Y sobre todo, también es el viaje hacia el otro. Y ahí está la clave de todo: en el reencuentro con nosotros mismos y con los otros.

−En el montaje también, aunque admitiendo las bondades que podían tener prácticas como el yoga, se lamentaba de que la espiritualidad se hubiera vaciado de sentido, y se hubiera convertido en una huida en forma de autoafirmación. ¿Tiene sentido esa espiritualidad laica?

−Evidentemente los místicos hablan de Dios, ¡hablan de Cristo! Yo ya he puesto dos veces a Cristo en el escenario, también con Lo fingido verdadero. Muchas veces tenemos esa inquietud, esa necesidad del sosiego, y buscamos ese espacio y nos vamos a cualquier punto del planeta a buscarlo. Yo mismo salí en busca de respuestas, y he vuelto a mis raíces cristianas, a los místicos, para encontrarlas. Porque mi raíz es una raíz cristiana, y me estoy reencontrando con ella. Creo que a veces lo que nos cuesta más colocar es el papel moral de la Iglesia, o incluso el poder político que ha ostentado en otras épocas; pero la esencia no. Es mi tradición: yo soy cristiano. Y por eso pongo en el escenario el Cristo de Velázquez.

−Los temas clásicos son universales, pero entonces ¿por qué cree que hemos perdido la capacidad, o el interés, de leer a los clásicos, a Calderón, a Góngora, a Cervantes, a Lope?

−Es un fenómeno que pasa con nuestro Siglo de Oro. Los franceses, los ingleses y los alemanes tienen un gran orgullo de lo suyo. En cambio nosotros, que tenemos un Siglo de Oro incomparable a cualquier otro fenómeno dentro de la historia de la humanidad (Cervantes, Góngora, Calderón, Tirso, Lope, santa Teresa, san Juan de la Cruz), parece que nos avergonzamos. Calderón, por ser un autor católico, apostólico y romano, parece franquista. Habría que estudiar por qué le damos tan poco valor a lo nuestro: es algo muy español. Pero no podemos ni llegar a imaginar qué significó el Siglo de Oro, con todos esos seres extraordinarios creando a la vez: ¡como si hubiera diez Da Vincis o diez Beethovens! Su saber es descomunal: su conocimiento y su sabiduría de la vida. Son un maná que nos permite alimentar lo más esencial, que es el alimento del alma.

El Siglo de Oro español es incomparable a cualquier otro fenómeno de la historia de la humanidad. Es un maná que nos permite alimental el alma

−Dice que incluso el extranjero valora más lo español. ¿Por eso está Declan Donellan dirigiendo ahora La vida es sueño en la CNTC?

−Conozco a Declan desde hace 30 años, cuando era director del Teatro Lliure de Barcelona. Coincidíamos en las reuniones de la Unión de Teatros de Europa, que es una organización que puso en pie Giorgio Strehler. Declan es un referente dentro de la mirada a los textos clásicos, y aunque su núcleo principal es Shakespeare, ha trabajado con los rusos, italianos, alemanes, franceses… Es un gran referente en España, pero también a nivel europeo. Y es increíble lo que ha hecho; nuestro gran lema es que no hay un teatro clásico y un teatro actual, contemporáneo (el teatro sólo puede ser contemporáneo, aunque el texto sea clásico), y Declan representa justo eso. Acerca el teatro clásico. Cuando empezamos juntos trabajábamos a los autores universales, como Molière, Strindberg o Goldoni, y yo nunca tuve la sensación de que hacía otro tipo de teatro. Por eso él me ayuda a romper la idea de que el teatro clásico es teatro antiguo. Ya lo decía Adolfo Marsillach [fundador de la Compañía Nacional de Teatro Clásico]: hay que romper con la idea de que el teatro clásico es un museo, que nos enseña el pasado. Tiene que ayudarnos a reconocer y mejorar el presente.

La vida es sueño es una coproducción de la Compañía Nacional de Teatro
Clásico, Cheek by Jowl y LAZONA Teatro, con la colaboración de Barbican
(Londres) y Scène Nationale d’ALBI•Tarn (Francia)

−¿A qué se refiere con que todo el teatro es contemporáneo?

−A que realmente no existe un teatro clásico. La Compañía Nacional de Teatro Clásico parece que hace «otro teatro», y luego los demás hacen el teatro de ahora. Pues no: nosotros hacemos teatro de ahora, pero con textos clásicos. No hay dos tipos de teatro: sólo hay un teatro. Un teatro que te conecta, que te habla, que te llega, que te hace pensar, que te hace reconocerte o que en un momento dado te entretiene. Y eso se puede hacer con un autor contemporáneo o se puede hacer con un autor clásico.

−¿Qué balance hace de estos tres años al frente de la CNTC, teniendo en cuenta que ha habido una pandemia de por medio?

−Estamos muy contentos. Hemos puesto mucho hincapié en este «único teatro». Tenemos toda la actividad que hacemos en la sala Tirso, lo que venimos llamando los diálogos contemporáneos, con textos inspirados o coreografías inspiradas en la obra que tenemos en cartel, pero desde una dramaturgia contemporánea. Y lo hacemos justamente para hacer ver que esos temas también suscitan o pueden generar debate y pueden aportarnos y dar esa mirada plural. Son materiales vivos. Ha venido la poeta Luna Miguel, a Sergio Blanco dialogando con Lope de Vega, a la ensayista Jose Maria Miró, que es además el Premio Nacional de este año de Literatura Dramática… El teatro clásico está muy vivo.

−¿De qué manera la Compañía Joven ayuda también en ese sentido de diálogo contemporáneo?

−Es una de las joyas de la corona. Esta es la sexta promoción, y a partir de casi mil aspirantes han quedado 12, seis actrices y seis actores. El gran objetivo es el acercamiento al público joven, porque tienen aún más prejuicio con lo clásico, aunque representamos para todos los públicos. Ahora estamos en proceso de formación (son cinco meses) y luego haremos el primer espectáculo. Pero además, desde la CNTC hemos hecho una repesca de muchos actores, porque a lo largo de más de diez años había 90 actores que se habían formado con nosotros y que constituyen parte del patrimonio activo de la casa. Esto es como un centro de alto rendimiento: el verso barroco pide un trabajo profundo e intenso, y aquí se hace un máster. Al final, tenemos que tener en cuenta dos cosas: que tenemos un patrimonio absolutamente único y que estamos en un espacio público, por lo que tenemos que ser canal para dar lo mejor de ese patrimonio a los ciudadanos.

Lluís Homar, durante su entrevista con El DebatePaula Argüelles

−¿Sigue creyendo en el teatro como un servicio público?

−Totalmente. Yo lo he vivido así porque empecé en el Teatro Lliure de Barcelona y en ese momento no teníamos ningún tipo de subvención, pero nosotros nos autodefiníamos como «un teatro privado con vocación de servicio público». También coincidió que era el año 76, los primeros años de la democracia, y nosotros trabajábamos por la normalización de un teatro de repertorio en catalán (hacer Shakespeare, Molière, Goldoni en catalán): ofrecer algo que no existía.

−Si el teatro es un servicio público, ¿necesita el apoyo institucional para vivir?

−Yo soy de los que piensan que la cultura, como la sanidad y la educación, son bienes de primerísima necesidad. Y la cultura necesita absolutamente de ese apoyo, porque si no está a expensas de la precariedad. Nosotros somos un teatro institucional, y aunque la situación no es la misma que era antes, todavía falta una conciencia política de la importancia y de la relevancia que tiene la cultura. En ese sentido sí que toda ayuda es poca por toda la labor que hay que hacer y por la cantidad de personas que que puedan desarrollar proyectos.

−La pandemia fue un golpe durísimo para los teatros, pero ahora están llenos. ¿El teatro nunca morirá?

−Después de tanto tiempo de pantallas y de virtualidad, el hecho de asistir al espectáculo en directo era una necesidad. Ha pasado también con la música en directo. Cuando yo empezaba se hablaba de «la crisis del teatro», se decía lo de «el teatro ya no es lo que era». Ahora ya no se habla de crisis, porque el teatro es crisis en su esencia. Pero nunca va a morir, porque nada puede sustituirlo. Cuando realmente algo te te conmueve y te llega, eso es una experiencia que va a ir contigo para toda la vida.

Cuando yo empezaba se hablaba de «la crisis del teatro». Ahora ya no se habla de crisis, porque el teatro es crisis en su esencia. Pero nunca va a morir, porque nada puede sustituirlo

−Para usted, con su amplísima carrera, ¿qué supone haber vuelto al teatro, y hacerlo en un lugar como la CNTC?

−Para mí el teatro es casa. Quiero decir, yo salí de viaje unos años, hubo cinco o seis años en los que dejé el teatro y estuvo muy bien, porque coincidió con el final de una etapa. Yo empecé con 19 años y acabé siendo director de la casa donde había empezado, el Teatro Lliure de Barcelona. Pero las casas también tienen sus sacudidas y hubo un momento que el tira y afloja creció, se hizo grande y mi situación personal cambió, por lo que me alejé del teatro, y de repente eso me vino de maravilla. Empecé a venir a Madrid, a hacer mucho cine, a viajar, y me iba de rodaje a Argentina, a la frontera con Bolivia, o París, Roma o Lisboa. Yo quería ser actor, y lo estaba siendo, y además hacía cosas que veían millones de personas. Eso también hubo un tiempo que me dio placer, y estoy muy contento de haberlo hecho. Pero entonces llegó una oferta maravillosa que me hizo Gerardo Vera cuando él era director del Centro Dramático Nacional: me ofreció dirigir Luces de Bohemia. Y me dije: ‘Estas palabras, esta Biblia difícilmente me la puede dar el cine o la televisión’. Valle-Inclán fue mi camino de vuelta.

−¿Y no hay retorno?

−No hay retorno. Cuando empecé trabajábamos del alba hasta la una de la madrugada, y así pasé diez años. Me han pasado muchas cosas que me han alimentado, que me han dado aire. Pero siento que sí, que he vuelto a casa. Y de casa ya no quiero irme.

Lluís Homar: «Salí en busca de respuestas, y he vuelto a mis raíces cristianas, a los místicos, para encontrarlas»