Literatura inmersiva: entrevista a un artista recién fallecido (a Sergio De Loof)

Por Pedro Jorge Solans

La historia del recién fallecido en un basural barroco
fue apasionante.
Despertó interés en varias revistas,
aunque la entrevista solo fue para una.

En el basurero a cielo abierto empezó a darse cuenta
que debía ser él mismo,
ignoró las causas de su depresión sonriente;
no tuvo tiempo de investigar si sufría o no.

Había nacido así,
pasó sus mejores años recolectando deshechos
y a pelo limpio en el pecho,
expuso su gusto
extravagante.

Tenía una sensibilidad especial para valorar los detalles en los residuos
y se obsesionaba con los ornamentos
sobre todo, en sus intimidades.

Construía castillos con botellas arrojadas al suelo
y cajas descartables
donde buscaba su espiritualidad
dentro de sus alcobas.

Solía provocar sensaciones con objetos llamativos.
Estrenó su corazón rescatando y reciclando obras de arte.

Solo se vio su rostro impávido
en la defensa de sus tres amigas bailarinas
juzgadas por mostrar “demasiado” en un cabaret.

Habrían violado una ordenanza
que prohibía el cuerpo público,
la desnudez,
en lugares donde se servían comidas y bebidas.

Entonces, con ese rostro impávido señaló al juez:
– Las bragas de las mujeres eran demasiado grandes
para que se le vean las partes del cuerpo
como los policías encubiertos dijeron haber visto
esa noche en Sodoma.

Y pidió que mostrasen esos cuerpos políticos,
esas siluetas festivas.

El magistrado se negó que lo hicieran a solas
en su despacho,
pero permitió el baile frente al tribunal.

Las tres se dieron vuelta
y brillaron sus bellísimos traseros.

El juez dictaminó que las bragas
eran efectivamente de tamaño suficiente,
y las bataclanas fueron sobreseídas.

II

Había muerto en Berazategui
después de aplanar calles por Hudson.

La noche porteña se percató de la pérdida
y lloró al último brillo
del siglo de los rotos.

Su despedida fue larga
y por etapas;
la enfermedad, de excusa,
colaboró para que su partida sea lenta:
partió ese poco argentino fileteado,
después, ese otro poco de artista todo terreno;
y siguieron sus otros perfiles:

El intérprete de los suburbios,
y el alquimista mutante,
que mutaba el VIH en arte,
en un arte en bruto,
bien bruto,
– aquí hay que hacer una salvedad-

El arte de Sergio De Loof fue más quejoso,
más caprichoso
y tenía un ronquido tanguero,
bien viruta,
bien rioplatense,
a diferencia del bruto sucio
que creó Jean Dubuffet.

Eso se notó entre su Hortensia,
y La Espinaca del francés.

Tuvo sus razones,
sus caprichos
y también sus sinrazones para quejarse
como cualquier vecino
de un mundo que trastorna.

III

La entrevista se fue dilatando por “h por b”,
y de una sombra surgió su desbordada sonrisa
sus manos en alto y su voz imperante;
– Sería muy bueno hablar después de muerto.

Uno está tranquilo,
y, de paso, evitamos los drones que asustan –

Pasaron setenta y ocho días, como los arcanos del Tarot.
La espera se dilató porque en el treinta y seis,
precisamente, el recién fallecido enloqueció.

En plena iniciación,
se colgó desnudo de una piedra,
y abandonó la práctica de la Magia Sexual
en plena pendiente
durante el ascenso a los montes de las nueve Arcadas,
postergó, también, su ingreso a los misterios mayores.
Nadie supo por qué.

De acuerdo a la despedida que le brindó la genial Gabriela Massuh
en el amado Facebook del recién fallecido
se dedujo que las palabras del artista no alcanzarían
para una entrevista extensa ortodoxa que pudiera aspirar
a uno de los tantos premios académicos,
aunque el entrevistador se esforzara hasta las últimas consecuencias,
y cometiera más hurtos de los habituales
y utilizara más artimañas de las que usa
en sus crónicas poéticas.

La amiga que escribió El robo de Buenos Aires no tuvo empacho al despedirse:
“desde el encierro de la pandemia lo evoco con su desparpajo,
su barroquismo,
su rispidez,
su intuición sublime,
su gloria callejera,
su orgullo sismográfico,
su mal disimulada piedad,
su manera agria de estar alerta
y no querer estarlo,
su acendrada lejanía,
su genuina pobreza
de los márgenes,
su forma de aguarte el vino
y escupirte en la sopa,
su empecinada vocación por la denuncia,
su coraje,
su procacidad como caricia,
su fingida frivolidad,

Sergio,
tu arte y el respeto.”

Ojalá, tus tatuajes sean los signos
de la realidad que se escapa.

IV

Antes de morir,
pretendió visitar Egipto con Batato Barea
para recibir de labios a oídos
el secreto terrible del Gran Arcano.

Se había preparado bastante,
a conciencia,
para no cometer desaciertos.

Hizo varios ensayos como buen obsesivo:
de emperatriz,
de sacerdotisa,
simuló más locura,
y más magia.
Pero el viaje quedó en la nada; lo había superado el abandono.

La entrevista se postergaba por enésima vez.
El entrevistado seguía estudiando lo no conocido del “rey de la marginalidad.”
De repente, una turbulencia despertó la resignada espera.

Apareció una de esas grandes noches,
donde solían florecer sus mejores exposiciones,
donde los demonios escapaban del exorcismo
y gateaban por los tejados de Buenos Aires,
no de cualquier ciudad de Buenos Aires,
y desnudos parodiaban la belleza impuesta.

En la huida se sumaron las cirujas de los sueños
y al sentirse a salvo festejaron,
bebieron para no ver el sol
y aplaudieron para que ladrasen los perros
y alertaran al olvido de Sergio De Loof.

Ellos y la maravillosa Laura Barranco
pelearon para que el diseñador de las causas invisibles
ocupase la tapa de la edición impresa más vendida
de la revista neoyorquina,
mientras sus restos crujían en una fogata encendida
al revés de los sentidos,
crujían como si fueran los restos de un brujo escapado
de la Santa Inquisición,
un brujo vendedor ambulante de la herejía medieval,
un caminador de nuestros días,
un técnico en manipulaciones inversas
y en raras dilaciones.

Sergio De Loof fue un perturbador
del sentido común,
de la opinión pública,
de lo que deber ser
y de lo que Dios manda,
un desaforado que agarraba del cuello a la paciencia,
y se abrochaba el cinturón en el último agujero
para marcarse la cintura
y saltaran sus ojos negros intensos.

Fue un ser maravillosamente endemoniado
que hubiera fracasado como burócrata.

V

La entrevista fue pactada para que se realice en Buenos Aires
pero no en cualquier lugar de Buenos Aires.

Él diseñó su escenario,
buscó una zona de la ciudad donde vivía el verbo en situación de calle.

Usó una coreografía incómoda para el entrevistador,
irritante,
sobresalían los adoquines moldeados con sudor,
eran adoquines antiguos
cuya dureza en las puntas encantaba.

La callejuela adornada con banderines multicolores
ofrecía un traqueteo tan molesto
que replicaba golpes,
tal vez, de los picapedreros formadores
de esas figuras anárquicas.

La conversación no podía ser grabada
y debía ser en castellano arrabalero
con toques de dialectos italianos,
de francés
y una pizca de inglés,
para que volviesen los tonos de los distintos idiomas
a los mostradores de los bares desaparecidos,
esas torres de Babel
que existían en cada esquina de faroles y compadritos.

En Corrientes y Montevideo,
el entrevistado describía a las mesas de café
como La Paz de la psicodélica prehistórica,
y los bohemios repartían papel picado
con los manifiestos de la argentinidad,
con pequeñas muestras cholulas,
lecturas de “La náusea”.
balbuceos dudosos sobre “El capital”,
improvisadas frases atribuidas a “Así habló Zaratustra”;
y entre ellos, los nacionales más peronizados
lanzaban frases de Arturo Jauretche o de Roberto Arlt;
y aunque no hubieran visto un solo libro
era indispensable mencionar autores,
o repetir de memoria
conceptos de la dialéctica en la filosofía,
explicar la historia del mundo y el pensamiento.

No importaba el orden de las menciones
nadie alteraba las presentaciones.
Sigmund Freud, Jacques Lacan y Carl Gustav Jung
eran códigos indispensables
para asomarse en las ventanas cómplices
durante las tardes de llovizna y humo
con gotas estampadas en los vidrios.

Luego, el recién fallecido propuso caminar
para que se acuerden de él,
iba sin rumbo
y lo detuvo la mugre del cartel de la cantina Pippo¨s,
que seducía desde la puerta con aroma a macarrones
en mesa envuelta con papel de envolver,
que incitaba a cenar
con vino suelto en pingüinos gastados por el uso
y soda en sifones escasos de limpieza y gas.

En la Martona, de los versos sueltos
con sus morrales, sus pipas y sus clientas atractivas,
sin rímeles y puchos esperando en bocas que habían sido pintadas,
esperaban a los iluminados de la noche,
los malditos del alba,
los trasnochados que desayunaban ginebra,
whisky o el último tinto de lo vivido,
los que sentían en el pecho
la sensación de vagar con el oficio archivado
en desuso
entre la ropa sucia en la mochila.

Esos que subían a los trenes que iban a Morón, a Claypole, a Colegiales
siguiendo un dato que siempre terminaba en falsa alarma.

El recién fallecido encontró ruinas
y señaló con el pulgar para arriba:

– Volver es un verbo que se quitó la corbata en el taxi Siam Di Tella
antes de llegar al Instituto Di Tella de los años sesenta para discutir
si el suicidio era, o no, un bien cultural porteño,
un bien de pura cepa, extraordinariamente melancólico
en la ciudad del psicoanálisis
como el pelado de origen italiano y cultura inglesa
que llegó para cantar
y matarse en la manzana de las luces-.

En plena entrevista, él cambió de posición,
apenas se lo veía por el humo,
pero Buenos Aires seguía siendo un verbo que usaba poesía
para que sus habitantes cambiaran de apariencias:

– Después de todo, no sé, por qué se preocupan tanto
quienes se visten de hombres o de mujeres
si no pasa de ser un detalle en las noches largas
de errantes y de fantasías –
respondió en un brinco su corazón.

Salió corriendo a esconderse en los rincones,
en los teatros,
y se reía del Colón, del San Martín, y del Cervantes,
del Ópera, y del Gran Rex.

– ¿Cómo seguirlo?
– ¿Cómo buscarlo?
Preguntaba el entrevistador,
y se respondía sin decir una sola palabra:
– Paciencia y perseverancia.

Llegó al barrio de San Telmo donde por fin, posó para las fotografías.
Cuando abandonó Balvanera,
no volvió más al café de instalaciones precarias
y piso de tierra.

Le dio asco la sangre de víctimas, victimarios,
malandrines y mujeres conocidas como las “negras”,
las “pardas” y las “chinas”.

Era el bar bautizado por un comisario buscador de angelitos,
entre las payadas de Gabino Ezeiza, de Higinio D. Cazón, y de José Betinotti,
entre los desafiantes del canto de Carlos Gardel y José Razzano,
entre los guisos picantes en la casa del pueblo
donde Osvaldo Pugliese, Cátulo Castillo y al gordo Troilo.

Sacudían las polleras cómodas con estilos fluctuantes.
Sin embargo, volvió con un homenaje al enterarse
que los descendientes de Gabino y de Higinio
se maquillaban para semejarse a los europeos.

Y se maquilló groseramente para sus fotografías colgadas
en los años de las telarañas en las paredes
de los cabarets cerrados.

En punta de pie, bajo una humareda,
tomó del brazo a su Buenos Aires,
y buscó donde iniciar su monólogo,
la ciudad compañera se encogió de hombros,
pensó que le pediría repartir Wipe por los conventillos y los sótanos,
se imaginó que la última edición,
a cargo Alfredo Visciglio y Paulo Russo, traería su biografía
su agenda cultural, sus publicaciones falsas
de modelos de primera categoría.

Sin embargo, volvió, volvió a sorprender con una anécdota con Prodan:
– Hubiese vivido en la botica La Estrella.
Le hice probar la bebida al tano Luca y alucinó;
aunque no entendió por qué un norteamericano
creó la primera bebida argentina,
y le repliqué, que no viniese con idioteces,
porque a mí me enfermó una longaniza colorada cordobesa.

Lo único que importa y perdura es la bebida riquísima
que fabricó un rococó como Melville Sewell Bagley.

Este tipo buscó un nombre mágico para su licorcillo,
se remontó a los griegos que navegaron el Mediterráneo-
Silencio

– En los primeros afiches publicitarios,
Bagley había señalado que los helénicos
se deliraron con un destello áureo
que provenían de las naranjas de las costas del Levante
y creyeron que eran las manzanas de oro
del Jardín de las ninfas del ocaso.

¿No fue maravilloso, fue un artista rococó, Luca?-
– Mejor no hablar de ciertas cosas- Le respondió, el pelado ítalo anglo argentino.

Se invitaron con miradas cómplices,
y fueron por las pizzas y los fainás de Las Cuartetas,
pero no había lugar
y siguieron para Banchero,
y se rieron de los tanos,
y los tanos desde sus tumbas se rieron de la pareja,
y todos, con ojos brillosos, ingresaron al bar de los 36 billares
donde miles de bolas nunca acertaron los agujeros de las esquinas.

Fue muy cursi para él, olor a grasa, una ridiculez total
que lo avergonzó en el viaje en Subte,
la vergüenza le duró hasta ver cajones de tomates podridos en el Abasto.

En la esquina de Corrientes y Florida encendió
un paquete completo de cigarrillos
y se acomodó el sombrero, mientras se confundía de horario Buenos Aires.

Esperaba Ana Díaz, agitando sus pañuelos
para que bebieran en su pulpería
en el orden fijado por la tradición: ajenjo, ginebra y otros brebajes.

En Juncal y Libertad,
volver se había vuelto una locura de la brújula.
En Boedo y San Juan, ni un tango ni una milonga querían retroceder.
Un dedo pulgar para abajo significó seguir su ritmo.

La entrevista se interrumpía una y mil veces.
Era imposible atesorar las frases en un teclado,
menos aún el camino, las huellas, la onda
de un personaje extravagante, irritante y trash.

Hacía muchos años que se había ido de Balvanera,
Aunque nunca se pudo desvincular de Once.

Las interferencias se hacían notar en las voces diversas,
la de Omar Chabán, causaba risas.

Sus súplicas eran misas paganas,
celebradas con nerviosismo y ansiedad para evitar una quemazón,
eran gritos lacónicos
querían apagar con alcohol el encendido trágico,
una multitud encerrada
una noche bolichera.

Nadie escuchó su canción
ni aplaudió su última parodia.

Los seguidores de los perros callejeros
deliraban,
se jactaban de las bengalas encendidas de muertes,
de un cáncer que vendría a consumir los delirios de un artista vencido,
cuya obra final fue un par de zapatillas colgadas
y el pasaje de los pibes sufrientes:
– Al cielo se ingresa descalzo.

VI

La contracara, fue Batato Barea, un sufrido que sufría solo,
que ironizaba lo establecido.

En el fugaz “Peinados Yoli” no se entendía el “happenings/”Numeritos”,
pero en el “Clú del Claun” sus actuaciones espontáneas
sin texto preestablecido,
sin nada de dramatismo
y con “ataques” artísticos a la conciencia establecida gritaba su inocencia:

“- Volvé Sergio mariquita, nos queda un viaje a El Cairo.
Ya he muerto yo,
no vengas vos.
La perfección tiene que tener errores, sin errores no hay perfección.

Alejandra Pizarnik, ya lo dijo, “volver a la memoria del cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender …”
Átame con el alambre de Néstor Perlongher, y recuerda, que “.. No es lo que falta, es lo que sobra, lo que no duele…”

– Volvé,
Ya he muerto yo,
No vengas vos.

El tatuaje de la muerte es el reflejo del mosaico de Lisboa, mi alma,
no vengas

Fernando Noy aún está, lo vi, recordó a Tanguito y eso es clave.
“…Todo estará muerto/ alguna vez…”
y Alfonsina Storni aún no salió del mar.

No vengas a la deriva,
ante los malparidos.

Volvé, ya no seguirán por aquel San Telmo
que caminabas con el pelado Luca Prodan.

Ese San Telmo de plaza Dorrego fue devorado entre muzzarella y burbujas” –
Barea estaba muy enojado
y no aceptaba lo sucedido
y le gritó de muy mal modo.

Nunca fue partidario de San la Muerte;
de bronca,
Batato intentó asaltar un planeta nuevo
y erró la sortija,
se lanzó del número tercer primo de Eisenstein real,
y desesperadamente se abrazó a unos restos de un meteorito chino
que cruzó en el trayecto.

Desde ese episodio para Sergio De Loof,
Barea no fue más Batato,
si no, Salvador Walter.

Por rebeldía se enamoró de Facebook,
qué hubiese pasado, si los muchachos de Meta,
los corporativos,
– Mark Zuckerberg, Andrew McCollum,
Eduardo Saverin, Dustin Moskovitz y Chris Hughes –
se hubiesen enterado que un artista telepático murió enamorado
de una de sus redes sociales,
y que se comunicaba sabiendo que no sabía,
como buen artista cuyo oficio fue la telepatía.
Qué hubiese pasado.

Se alimentó varios martes con guiso y locro
y abundante vino suelto
y después, abrió sus reductos multicolores
con la paleta de los verdes y rojos terrosos andinos
tapó los corrales de Miserere
iluminó el hígado del colosal barrio,
y alrededor de la plaza
venció al gris de Cemento
y al subsuelo del Parakultural.

Más antojadizo, menos ansioso, explicó lo inexplicable,
habló como si estuviera arengando en el Museo de Arte Moderno
de Nueva York (MoMA),
en el Museo de San Onesíforo de Galípolis,
o en el mismísimo Museo de los Espejos.

Habló sin tartamudear sobre lo horizontal de la cultura,
el rigor sin examen,
la belleza de la basura,
y el arte inclusivo e infinito.

Fue un artista de horario continuado;
no tuvo un continente made in source.

Él fue un artista de basurales rococó
desde “La Libertad guiando al pueblo” de Eugenio Delacroix,
desde “el billete” de Henry Matisse
hasta ese obelisco calvo
diseñado para observar los sentires
de los soles de Retiro, del Plata,
y los fervores nocturnos que ya no estaban.

En el arribo al barrio de Palermo su semblante fue distinto,
se arrogaba la creación del Soho,
observaba vidrieras, se detuvo en La Cabrera,
y en una mesa volcó un Mabel y agarró con la mano un hueso
y degustó su carne sabrosa como si fuera un niño con chupetín.

Conjugó a la perfección un plato de entrañas,
una vaca que se iba, una copa de burbujas que hablaba francés,
un café mientras esperaba las flores del Parque Lezama.
Y en Madero escupió el momento de la abstinencia.

La entrevista se había desviado y solo con oficio se podría rescatar
Aquella historia de basural y arte.
Casualmente su historia subió al colectivo de la línea sesenta,
para volver al punto de partida.

Buenos Aires recuerda su esplendor con una placa en el barco
que se iba y en un avión que aterrizaba.
Se llevó la humedad en la sangre y el verbo en el corazón.

Cuando un loco anunciaba la llegada del tren:
– ¡Viene el tren!¡Viene el tren!
Él soplaba el silbato, y esperaba la llegada.

Y soplaba para la salida.
El tren humano salía despacio:
-¡Chucu, chucu, chucu! –
E iba tomando velocidad
-¡Chucuchu,chucuchu,chucuchu!-
encaraba por la avenida Córdoba,
y a pocos metros volvía a sonar el silbato y el tren se detenía,
y volvía a origen.

Había salido sin la autorización de las campanadas:
Talán Talán, talán, talán.

A menudo reconocía un noctámbulo por sus zapatos.
Sabía de antemano su dicho:
– Buenos Aires es un taxi
y se arremangaba la camisa para conducir el destino
y tocaba bocina:
pip, pip, túuu, tútutu, píii…-
y el Siam Di Tella tenía la banderita de libre
y el recién fallecido no dudaba, encendía un cigarrillo armado,
se sentaba al volante y emprendía la marcha hacia un punto remoto,
pero, siempre tenía que volver
porque se olvidaba de bajar la banderita
y, entonces sí, el reloj acompañaba la marcha.

Buenos Aires era un verbo,
y volver era posible.

VII

Sergio De Loof, el recién fallecido anunció su regreso vestido
de underground nihilista.
Volvería, – según él – por sus huellas
batiendo palmas para que se abriera de par en par
la gran puerta
y aparezca el gran amanecer
el amanecer distinto.

Lo haría como se fue,
siendo un antiguo con aspiraciones posmodernas,
un recolector de residuos con aire encantador,
un elitista que soñaba liderar multitudes,
pese a ello, supo que el mundo ya no era el suyo
y cantó, y cantó:
“-no soy cagón, no soy cagón…;
como decía André Breton,
irse antes es una bendición.”

– Volveré igual porque soy un bebé underground que no crece,
un feto under atrofiado”; -afirmó gesticulando un vuelo para atrás.

Roberto Papateodosio, en el sitio web Ramona,
publicó algunas palabras suyas.
No se sabe si fueron las mejores
pero fueron suyas:
“-Quiero aprovechar el momento para esta negrita,
que cierren la avenida San Juan,
y el quilombo que causó,
y al final todos los instrumentos sonando,
una elegancia…

Nunca lo voy a olvidar.
Estoy muy feliz.

Mi dixit es: quiero cien años más.
Quiero vivir,
quiero sentir,
quiero belleza,
quiero hacer-”

A veces, se ponía antiguo y se comportaba
como un artista francés de los años 1750,
posando desnudo, religiosamente desnudo
para el “Columpio.”

VIII

A las preguntas de la entrevista, respondían sus obras,
sus guías espirituales,
sus deseos,
sus miedos,
sus vestimentas,
sus colores,
sus basurales transmutados:
la emperatriz, el mago, el ermitaño
y la fuerza
de los seres de la mitología mundana,
como el punk que vio vomitar
vino de cartón en el baño del Parakultural.

“- Voy a dar de comer y tomar al menos vino de damajuana -” ordenó
indicando con el dedo
como si fuera el sable de un San Martin de bronce

Era sagaz, sabía a quién odiar,
y odió a Fred Redondo,
por aseverar que Coco Chanel había sido la creadora
de su frase célebre:
“la moda pasa, el estilo no”

Y se reía de Coco Chanel,
y mencionaba a Fred Redondo con desprecio;
– el petulante que no hacía las cosas de corazón,
y por esa razón, asumía la nacionalidad
de sus programas televisivos
que no pasaban de ser mediáticos
y fácilmente olvidables –

Su té inglés se había enfriado.

Sergio De Loof murió al sentirse vencido,
vencido por la obviedad.
Era obvio; que se repetirían los siglos,
con sus crueldades, sus ignorancias
y sus respectivas víctimas.

El recién fallecido no quería ser recordado como un cursi pintoresco
del eterno mundo en vías de desarrollo.

Y en los inicios de la conversación acusó a los modistos
de arañarse con sus propias derrotas
y que temían de las garras de las modistas.

“- Volverán el desconcierto, la pandemia del rigor y las guerras,
y luego, otra vez,
abrirán las casas de alta costura financiadas,
los perdedores sobrevivientes tendrán una centenaria oportunidad
ante la escasez de glamur y de sitios hospitalarios
donde reinen las expresiones artísticas.

Los nuevos trajes tendrán estilos galácticos, aerodinámicos,
repetirán el estilo iniciático, y como rebeldes solitarias
aparecerán las nuevas referencias, otras, no aquellas,
como aquellas, pero otras:
Coco Chanel, Elizabeth Taylor, Grace Kelly, Rita Hayworth,
y otras…
de muy baja estopa.

¡Uy! ¿Para qué las nombro?
¡No puedo echar todo por la borda!”-

Y qué otra cosa podía haber hecho antes de partir
un recién fallecido como él;
solo enrolarse en un nihilismo irónico,
un escondite preciado en ciertos lugares
del fin de un continente jovenzuelo que será por todos los tiempos
un mundo subdesarrollado y que el recién fallecido
se cansó de preguntar:

¿Subdesarrollado en qué escala o tabla de desarrollo?

IX

Desde ese lugar, siguió agitando:
– “las joyas debían ser falsas para que tengan valor.”-
Admiraba y odiaba a los orfebres parisinos y londinenses,
las dos caras de la misma moneda.

Se había obsesionado con Robert Goossens,
Un excepcional falsificador
quien tuvo sus mejores épocas junto a Chanel,
donde hizo brillar joyas extraordinarias
partiendo de malas fantasías,
de bisuterías baratas de aquel mundo
donde era igual el origen:
Made in Panamá, Made in Brasil Made in Colombia o Made in Ecuador.

Le daba lo mismo Zambia, Zimbabue, Namibia o Etiopía.
María Callas, Audrey Hepburn
y la primera dama estadounidense Jackie Kennedy
colgaron joyas de oro con peso de bronce
y brillaron con luz propia,
artificial,
pero propia.

Incluso Jackie aspirante a ser Onassis,
usó un colgante invisible
el día del asesinato de su esposo John.

¡Qué resurrección hubiera sido para De Loof
hospedarse seis meses
al año en el Hotel Ritz
donde las amantes rivales,
jubiladas,
se reunían para compartir
sus odiseas con el duque de Westminster;
y luego,
salían a caminar por los Campos Elíseos!

¡Qué resurrección!

¡Qué resurrección fantástica hubiera sido
para el artista
cuya gloria fue su debilidad existencial!

X

De Loof alteró los sucesos para distanciarse de Fred Redondo:
– No nací en un ataúd cubierto de camelias, gardenias,
orquídeas, azaleas y claveles rojos.
No me molestaban las blasfemias callejeras, me irritaba el pudor –

Y en forma burlona repetía expresiones de Fred:
– “Nací en el sur de Francia. Vengo de emigrantes españoles.
Fui a una escuela pituca, ¡pero siempre me sentí el bicho raro!
Mi abuela fue costurera y crecí entre botones y ropa.
Ella con una cortina le hacía un vestido a mi hermana,
y así aprendí a mezclar estilos”- Gesticulaba una cursilería.

Y recordó la osadía de una loable costurera
diferenciándola
de los costureros que trabajaban en un cuarto sin luz, ni aire,
en un apartamento de Milán
para las marcas de Redondo.

“- Más interesante fue lo de Marta Rojas,
la cubana nacida en Santiago,
hija de una hija de españoles que cosía
y vestía a las señoritas
de la alta sociedad santiaguera.

Y sin pedantería,
la negra hermosa nacida en San Francisco
entre San Agustín y Cuartel del Pardo,
en una de las lomitas de Santiago de Cuba,
tuvo la oportunidad
de estrenar un vestido destinado a la hija del hombre más rico de Cuba.

Elvira Rodríguez, su madre, terminaba un vestido
con género italiano para la hija mayor de la familia Bacardí
que se casaba una semana después.

El matrimonio de la costurera matancera,
y de Juan Rojas Feriaud, no tenían dinero para vestir a su hija mayor
que debía lucirse en la gran fiesta popular santiaguera.

Entonces, doña Elvira encontró la solución.
Adaptó el vestido de la Bacardí para que lo estrene y luzca Marta,
que no se perdía baile en la zona.

El vestido de la hija de la costurera
se llevó todos los halagos de la gran noche,
y luego, a pocos días,
fue el modelo que exhibió la reina del glamur
de la ciudad de los Bacardi.

Marta llevó al baile popular el esplendor de la riqueza,
después que su madre
le enseñara a ganarse los diez centavos
para pagar el cine,
y valerse por sí sola,
como subirse en una silla,
encima de una mesa,
para sustituir el foco quemado
de su cuarto bajo la supervisión
de su abuelo español, “Mememel” –

Sergio De Loof no fue vestuarista de MTV,
No estuvo en Londres,
Ni en Paris
ni estuvo en Berlín,
porque la Buenos Aires de De Loof era un mundo perfecto
de materiales para reciclar.

No hay necesidad de importar
ni viajar para ver porquerías.

La Buenos Aires de De Loof
no era cualquier Buenos Aires.

El artista no plagió a Giorgio Armani,
Se aferró a los diseñadores del bar Bolivia
Gabi Bunader, Gabriel Grippo y Andrés Baño,
pero en diversas temporadas visitó Miami
y dirigiéndose a Salvador Walter Barea:

-¿Viste, cómo viste, el que viste?
Silencio de ambos
No plagió a Jean Paul Gaultier
ni a Yves Saint Laurent,
pero sumó a Mónica Van Asperen,
a Kelo Romero
y Pablo Simón.
e hizo trueque,
dejó Christian Dior
y se quedó con Cristian Dios,
y con el fotógrafo Gustavo Di Mario
sin X-Tanz, de Adrián Dárgelos y Diego Tuñón.

Aunque los imitó para burlase de ellos.
Fue el mejor de una historia rococó
en basurales abiertos.

XI

El resplandor, provocado por la colisión de lo desconocido
por conocer,
interrumpió la coincidencia de sensaciones entre ellos,
distantes entre sí,
sin los sentidos.
Una polvareda cubrió la escena
parecía un set de filmación bajo una ventolera
y las voces pluriculturales poblaron el horizonte
y giraron con un ánimo distinto.

Ya no estaban.
Eran restos de meteoritos.

– Sergio, terminemos la entrevista. – le pidió el entrevistador
enviado desde Nueva York.
En horas, cierra el contenido Vogue.

Apenas escuchó,
iba con prisa.
Estaba lejos de la redacción.

Se lo sentía distante
y desde la altura colorida de su Bolivia soñada
la de colores fuertes,
la de verdes sofocantes,
la de rojos quemantes,
desde esa Bolivia de altitud asfixiante
usó el mismo eco de la voz entrevistadora y arrulló la suya:
como aquella vez que le dieron el alta médica
a la misma hora y en el mismo hospital
que moría su padre.

La entrevista nunca tuvo fin
y la mayor parte fue realizada entre cadáveres
ploteados a tamaño real
que habían sido subastados honorablemente
en miles, miles y miles de dólares azules,
entre señores etiquetados
y con atuendos confeccionados
por emigrantes clandestinos
y marcas autorizadas
por la Secretaría de Comercio Exterior.

XII

El cementerio donde fueron sepultados los restos
de Sergio De Loof
fue usurpado por la banda del “Chaleco” Dionisio,
un prestigioso abogado proveniente de familias letradas
de otros tiempos cuando la tierra no tenía valor,
y los jueces de paz medían por mojones inexistentes,
y cuchillos ensangrentados defendían lo suyo en veladas de postas inciertas,
y morían presos,
ahorcados en los calabozos.

Cuando cambiaron las épocas,
los matones del doctor “Chaleco” Dionisio se hicieron temerosos
en la vecindad
y la gente de campo rezaba para que no llegara el turno del mal,
o la visita de quienes blandiendo un papel con sellos oficiales
atropellaban y desalojaban hasta los animales.

Los okupas construyeron edificios de varios pisos
sobre las tumbas,
rascacielos aprobados por el ente contralor
de obras privadas,
y las sepulturas con los huesos de De Loof, Chabán y de Barea
y de los clientes de los bares desaparecidos
como Bolivia,
de buseca y vino tinto
y El Dorado,
con mirada nueva sobre otra etapa,
pasaron dos años soportando el peso de los primeros ladrillos,
y en pleno vendaval
los huesos trasladaron su movida de San Telmo
al barrio de Monserrat,
y allí, hubo descontrol de caca y crema,
y mezcla de ambas para el jet set porteño.

¡Hay fin, que cerca estás del origen!
Bailaban también Teté Coustarot, Susana Giménez,
Franco y Mauricio Macri,
y celebridades como Madonna, Boy George.

Andy Bell cantaba un poco de respeto,
mientras otras bragas se disputaban un turno
para el sagrado orgasmo de ocasión.

Las revistas rechazadas
se llenaban de fotografías noventistas,
como consuelo para quienes no llegaban.

En pleno derrumbe de la década infame,
de la basura y de la hipocresía de Morocco,
en los pisos del edificio de Hipólito Yrigoyen
en las noches del Club Caniche,

Los huesos de De Loof pregonaron lo esencial:
– hay que cuidar los pies.

En el Café París,
en el Pipi Cucú,
entre El Diamante,
El Sheik
y Ave Porco,
el alcohol bien añejado
y la cocaína de alta pureza cuidaban las cabezas
del smog, del stress y de otras toxinas,
las asimetrías sociales y las élites,
pero morían por los males de los tiempos,
y los huesos de los clientes bailaban en las pasarelas
con las tetas enrolladas
eran modelos de cachivaches
y actuaban con ropas kitsch
diseñadas por quien había sido el recién fallecido.

Las creó con arcoíris de retazos,
con prendas de segunda mano,
con ex vestidos de seres vivos
con nítidos contrastes
entre los colores cálidos y los fríos en los puestos callejeros
en las ferias famosas de baratijas
donde se bebía mate en las plazas
sobre los mármoles.

Las creó con recortes, telas sueltas,
trozos de diarios viejos de mañana y revistas desteñidas
amarillentas de vahos y flujos de gomerías
y talleres mecánicos,
con atuendos confeccionados por bordadoras,
y materiales que rescataba de los basureros.

Los huesos de los frecuentadores de los bares,
y de los artistas concebidos en la sensatez de lo cotidiano,
quedaron del otro lado,
del lado de la hondonada
que las lluvias esporádicas
convertían en la laguna de los muertos libres,
de los que siguieron hablando,
de los que siguieron apareciendo,
de los que siguieron escribiendo,
de los que siguieron cantando,
de los que desfilaron con burlas solemnes
dignas de cualquier día tonto de homenaje a no sé quién.

Y cuando la laguna se secaba,
aparecía un grafiti escrito
en la profundidad de la hondonada:
“Sin luz seguirán ciegos.”

La entrevista al recién fallecido
fue inmersiva y tuvo a un error de cálculo
de resucitar al entrevistado.

Literatura inmersiva: entrevista a un artista recién fallecido (a Sergio De Loof)