[Ensayo] “Memorias de un asesino”: La modernidad “enferma” de Corea del Sur

El filme debido al célebre realizador asiático Bong Joon-ho (el mismo director de «Parasite») ganó en su momento tres premios en el Festival de San Sebastián versión 2003, incluyendo la Concha de Plata a fin de reconocer la conducción cinematográfica y artística de su autor, y fue hecha con apenas un presupuesto de tres millones de dólares de la época.

Publicado el 15.12.2022

Encasillar una película en un género nunca fue bien tomado por los grandes creadores de cine, sencillamente porque es una simplificación de la obra que no tiene mayor justificación que esa: hacer que el guion sea más fácil de desarrollar y más digerible para el gran público: «Voy a traer una romántica» o «voy a ver una de miedo, de ciencia ficción o una policial».

Podríamos decir que el cine tiene dos dimensiones fundamentales: el de un problema a resolver y el de un poema a escribir. El cineasta danés Carl Theodor Dreyer pedía —tras haber visto pasar toda la evolución de la industria, desde el primer cine hasta el sonoro en colores— que en cine: «se debían hacer no sólo películas visuales sino también espirituales».

Hay quienes sostienen, por otra parte, que conseguir cabida a lo espiritual en arte va de suyo porque el arte es espiritual de por sí, y hasta en las más elementales comedias de Keaton o Chaplin «había espíritu» porque sus creadores tenían una inevitable visión espiritual del mundo en tanto que naturales poseedores de un espíritu.

Sin embargo, creemos que no es tan así: lo que suele haber en cine más que en otras formas artísticas, es un pathos psicológico de autor. El director muchas e inconscientes veces se deja arrastrar por su psicología a la hora de administrar los hechos del filme y a eso lo llama espiritualidad.

La psicología, en realidad, tiende a tener un solo enfoque, dado, precisamente, por la arqueología psicológica del autor y su contexto social. Estas obras —y esto pasa en todas las formas artísticas— son más una reseña de la psicología personal que un mensaje hacia el espíritu del Hombre universal.

El encasillamiento en géneros es la solución a un problema, pero, ¿es posible darle espiritualidad poética que sea un problema a resolver, en un guion encasillado en un género, pero que a la vez le hable al espíritu y el género sea sólo un soporte material, como la tela para la pintura? Bong Joon-ho pudo, y donde más se nota este logro es en Memories of Murder: Crónica de un asesino en serie (Salinui chueok, 2003).

 

Crímenes múltiples

Lee Chun-jae (nacido en enero de 1963) es un asesino múltiple. Primero fue capturado y procesado por haber matado a su cuñada en 1994 y luego confesó haber asesinado a otras catorce personas más entre las que se incluyen nueve de las víctimas englobadas bajo el nombre de «asesinatos en serie de Hwa-seong», los cuales ocurrieron entre 1986 y 1991.

Así, la película Memories of Murder trató —entre varias otras películas que abordaron el tema— este mismo espinoso asunto, espinoso no sólo por los crímenes sino también y especialmente por el desempeño de la policía.

Pero, y tal como dijimos, el encasillamiento en el género policial le permitió a Bong Joon-ho, al mismo tiempo, abrir el filme hacia un contexto más amplio. Memories of Murder está hecha para mostrar cómo se puede idiotizar a un Estado y su población desde el autoritarismo.

En efecto: la denuncia de Joon-ho apuntaba hacia el recuerdo de la figura política de una serie de dictadores y de crímenes en una de las épocas más turbulentas de la historia moderna de Corea del Sur.

De esta forma, el golpe de Estado militar liderado por el mayor general Park Chung-hee en 1961, llevó a 20 años de gobierno autoritario que condujo a un claro crecimiento económico del sur respecto de su par alineado con la Unión Soviética en el norte. Pero Park Chung-hee es asesinado en 1979 y su gobierno desarticulado por la irrupción del general Chun Doo-hwan, el 12 de diciembre de ese año.

Un grupo de civiles llevó adelante una serie de fuertes protestas contra el gobierno de facto: estudiantes universitarios y sindicatos laborales alcanzaron un clímax de violencia e incertidumbre social que llevó a la ley marcial.

En 1980 estalló un enfrentamiento entre los estudiantes de la Universidad Nacional de Chonnam —protestaban por el eventual cierre— junto a las fuerzas armadas y todo escaló hasta un motín urbano que duró nueve días, durante los cuales se contabilizaron oficialmente —el número exacto es dudoso— 207 muertes en la conocida como «Masacre de Gwang-ju».

Esta serie de hechos, y en especial el último, llevó a un cambio radical en la psicología social de Corea del Sur. El genocidio consolidó la reorientación de todo el pueblo hacia la democracia y fue así como se llegó a las primeras elecciones democráticas de 1987 a lo que se le sumó el impulso extra de los juegos Olímpicos del 88. El conjunto le permitió a Corea del Sur exhibir al mundo su progreso como país, aunque las heridas culturales tardarían mucho más en sanar.

A esta historia y a estas heridas se asocia Memories of Murder. Aunque la cinta no trata directamente sobre estos hechos políticos, sí apunta sobre las consecuencias cognitivas de los diferentes abusos políticos que llevaron a una suerte de graciosa pero a la vez trágica minusvalía técnica de los policías encargados de resolver los crímenes del llamado «primer asesino serial coreano».

Muestra cómo una sociedad bajo regímenes autoritarios violentos se idiotiza, entendiendo que en la etimología de la palabra está la explicación misma de lo que es ser idiota: alguien que se cierra sobre sí mismo y no es capaz de comunicarse con los demás. Lo contrario a la idiotez es la conciencia, o sea: el conocimiento en común, la «ciencia en común», la capacidad de comunicarse.

 

El monstruo humano que permanece invisible

El ambiente imperante en la película —típico del director y que reaparece claramente en Parásitos (2019)—, representa los hábitos adquiridos y los prejuicios generados de una sociedad que se recupera de los conflictos vividos hasta el extremo de haber llegado al genocidio.

Tales conflictos crearon, por un lado, el monstruo humano que permanece siempre invisible así como una policía inoperante que entra en distintas formas de humor y ridiculez que, de puro grotescas, resultan hirientes.

Frente a los torpes, el policía experto que debe luchar contra estas circunstancias y la falta de cierre en la sucesión de casos angustian al espectador que participa de ese agobio en los propios agentes: estos van cayendo hacia su propio vacío donde se plasma la brutalidad aprendida por la policía aplicándose sobre los débiles caídos en sospecha.

Imágenes sobrecargadas de realidad: tal la apertura hacia la espiritualidad de la sociedad coreana que consigue Bong Joon-ho sin abandonar una calculada épica policial que es, por otra parte, decididamente atrapante.

Una espiritualidad contrahecha que se mostró tanto en los personajes que controlan el status quo social como en los controlados que aceptan con relativa mansedumbre el maltrato como una condición de existencia: el reo colgado de los pies y torturado en la oficina policial que admite la culpa para que lo dejen en paz y que en su ingenuidad declama: «¡Soy el asesino…! Creo que lo soy…». Nadie termina sabiendo quién es si crece en un tejido social de maltrato.

El conjunto va decantando así desde una catarsis diabólica hacia la inevitable nada final que hay en todo lo diabólico. De hecho, Joon-ho lleva al argumento hacia un cierre acoplado a la nueva Corea que se abre al mundo: bajo una trágica lluvia, un túnel que vomita un tren moderno y poderoso y que se traga a un personaje que representa al sospechoso absoluto, al sin nombre: al mal ínsito en el desborde del poder social.

La lluvia —junto a la música en perfecto ajuste estético— hace su doble trabajo: limpia pero a la vez desenmascara la sucia mediocridad de la violencia política y la ignorancia moral de los actores. Un túnel al cual se vuelca la seguidilla de sospechosos y que, desde la oscuridad misma, devuelve el reconocimiento de una moral decadente.

Esta escena cierra la lógica interna de la obra que, más allá de su primera hora de investigación en relativa baja tensión y una esquiva representación de las escenas de crimen, exhibe una concepción clara y lúcida sobre el torcido tejido social coreano y cómo esta lleva a una escalada absurda de injusticias que se encadenan gratuitamente.

Tras este cierre curativo, la escena final nos devuelve a la nueva y progresista Corea del Sur y al policía que, dedicado a los negocios —rodeado de cajas con extractores jugos que quizás nosotros ya tengamos en nuestros hogares—, mira de nuevo en el zanjón con su puentecito de hormigón al costado del camino donde comenzó todo y donde había aparecido la primera víctima.

Allí se encuentra con una niña —la nueva Corea— que le confirma haber visto a un sujeto que había estado mirando en el mismo sitio hacía poco tiempo: «era un hombre común», le dice… un fantasma en la multitud como en el cuento de Poe.

El asesino serial era el dolor del tránsito desde la Corea violenta hacia la Corea industrial, pero, ¿hay en la nueva Corea algún propósito social que sea trascendente?

La mirada hacia la nada bajo la losa en el campo donde años antes había un muerto, ¿es la nueva nada de la hiperindustrialización? ¿Es el inédito cadáver de la nueva Corea del Sur más difícil de hallar por ser invisible? La mirada final hacia la cuarta pared, hacia nuestros ojos, nos hace, quizás, esta misma pregunta.

Memories of Murder ganó tres premios en el Festival de San Sebastián, incluyendo la Concha de Plata al mejor director y fue hecha con apenas tres millones de dólares, y es uno de los epítomes de lo mejor de esta nueva Corea del Sur: la que busca insertarse en el mundo culturalmente a través del cine, y donde la autocrítica, la autopercepción es, por mucho, el mejor remedio al mal de la ceguera voluntaria de los países que se abandonan a cualquier forma de violencia.

 

 

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Tráiler:

 

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Memorias de un asesino (2003).

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