Delitos y Cine: La gran pantalla es un espejo | Zero Grados

Jorge Marco, Julio Beltrán y Pablo Gracia//

En toda obra hay un poco de su autor. Normalmente esta influencia tiene un carácter pasivo. Subyacente. Quién mucho cine ha visto, sea por la estética, el guion, los temas tratados o el montaje, sabrá reconocer rápidamente la mano del director que se esconde tras la cámara.

Esto es así porque el cine obedece al mismo principio fundamental que podemos encontrar en el resto de artes, la expresión del autor. Sea en la literatura, las artes plásticas, la música o la artesanía, los autores buscan utilizar los conocimientos de su campo y sus vivencias personales para así moldear una obra que, finalmente, les represente y permita transmitir su esencia hacia el público. Una obra que carece del carácter de su autor es una obra sin huella dactilar, vacía y desalmada.

Hoy os traemos tres películas que no sólo poseen el estilo original e intrínseco de sus directores, sino que van un poco más allá. Hablamos de tres obras que sirven a sus autores como un espejo. Tres obras en las que, de forma más o menos evidente, abandonan el asiento de entre bastidores para situarse bajo el foco del escenario. Al igual que en el arte escrito, en el cine también existe el género autobiográfico. Unas películas exóticas en las que podemos sentirnos más cerca de ellos que nunca ya que, en definitiva, están realizando el mayor acto de expresión hacía nosotros: volcarse a ellos mismos en su creación.

Nuestra selección, que esperemos disfrutéis, contempla distintos tipos de acercamiento a esta premisa. Variando el grado de sutileza o el genero en el que estos directores encuadran sus propias vivencias, podemos asistir a un colorido surtido de reflexiones y aventuras que podremos compartir con ellos desde una perspectiva única. Sin más preámbulos, comenzamos con las reseñas: 

El viento se levanta (Hayao Miyazaki, 2013)

Cuando en 2013 se estreno esta película, muchos fans de Hayao Miyazaki nos vestimos de luto. El director nipón había anunciado – nuevamente – que esta sería su última obra. Aunque hoy en día es de conocimiento publico que está trabajando en un nuevo proyecto desde hace unos años, pareciera que este amago de despedida iba en serio y prueba de ello es la singularidad de esta producción dentro de su ya variada filmografía. 

Los espíritus enmudecen. Las criaturas fantásticas se desvanecen y los niños dejan de ser valientes héroes para volver a ser simplemente eso, niños. Esta es probablemente una de las películas mas ortodoxas del director, al menos en lo argumental. Jiro Horikoshi es un niño que, desde muy temprana edad, ha desarrollado una pasión irrefrenable por la aviación, ese nuevo sistema de transporte que permitía volar y que estaba dando sus primeros pasos en el periodo de entreguerras. Debido a su miopía, el sueño de ser piloto se vio rápidamente sustituido por el de convertirse en un gran ingeniero, capaz de diseñar las más hermosas maquinas de vuelo. 

Y es que de eso trata El viento se levanta. De los más bellos sueños y de sus terribles consecuencias. De la ambición de un hombre noble que, para ejercer su más intima vocación, verá en conflicto su mentalidad pacifista con la aplastante realidad. Los aeroplanos se convierten en cazas y los aviones de transporte en bombarderos. Mucho antes de servir al bien humano, son utilizados como brutales armas de guerra, emisarios voladores de la muerte. En Japón, Alemania, Italia… la sombra del fascismo crece, la amenaza de la guerra se cierne sobre todos los protagonistas de esta obra que deberán, lo quieran o no, posicionarse en un punto u otro del tablero. La situación de Jiro, además, se complica enormemente al encontrar el amor en una joven que poco después de aterrizar en su vida contraerá una terrible enfermedad, la tuberculosis, que obligará a Jiro, nuevamente, a enfrentar el desempeño de su pasión con sus responsabilidades personales. 

Poster de ‘El viento se levanta’ 

En este punto, y siendo Jiro Horikoshi un personaje histórico real, uno podría preguntarse donde demonios ha quedado el carácter autobiográfico de esta obra. Lo cierto es que Miyazaki no cambió la fantasía a la que nos tenía acostumbrados para simplemente para relatarnos las dichas y desdichas de un personaje histórico japones. El viento se levanta es en realidad una adaptación que combina la biografía de este celebre ingeniero y la novela The wind has risen, de Tatsuo Hori. En este libro, Tatsuo narra las vivencias de una niña que contrae tuberculosis y que sirve de base para construir al personaje femenino de la película. Esta curiosa combinación no es azarosa. De hecho, Miyazaki utiliza estas dos figuras como avatares de sus propios padres.

Katsuji Miyazaki, padre del ilustre director, también fue ingeniero aeronáutico. Esto tuvo una enorme influencia en Hayao, que desde pequeño desarrollo un profundo amor por la aviación, como refleja Porco roso, El castillo ambulante y multitud de otras producciones que guardan su firma.  Por otro lado, su madre, Dola Miyazaki, sufrió de tuberculosis durante la infancia de Hayao, lo que la postró en la cama entre los años 1947 y 1955. Esto, obviamente, supuso un doloroso impacto en sus hijos que, afortunadamente, la verían recuperarse para seguir viviendo muchos años más. De este triste capitulo vital surge también la inspiración narrativa de Mi vecino Totoro, probablemente su obra más emblemática. 

De este modo, en El viento se levanta, Miyazaki vuelca la figura de sus padres para compartirlos con el mundo al tiempo que construye una fabula sobre las consecuencias de los sueños malditos. Llegados a este punto, resulta complicado dilucidar que rasgos de los protagonistas provienen de sus padres y cuales de los hechos históricos y obras literarias sobre los que se cimienta el film. Puestos a dar una lectura, podría parecer que Miyazaki somete a juicio a quienes, como su padre, siguieron ciegamente aquella fantasía que fue la llegada de la aviación hasta las ultimas consecuencias. Como Jiro no cesará de construir aviones, aunque estos se acaben tornando en terribles armas de destrucción. Como sus deseos, egoístas pero hermosos, le llevan a excusarse de las responsabilidades que deliberadamente ignora, victima de la inocencia y de sus propias aspiraciones.

“Le vent se lève !… Il faut tenter de vivre !” Este verso, fragmento del poema Le Cimetière marin, de Paul Valéry, es el elemento recurrente y la espina vertebral de esta película. Una película que, en si misma, también evoca el espíritu de un poema, sutil y tristemente tierno, que a través de la más cuidada animación nos trasladará a la infancia del director. A una alegoría de belleza estética incomparable que no busca juzgar ni exculpar a nadie, pero que nos lleva a entender las decisiones de todos los personajes que se mueven en ella. Al terminar la película, uno no puede evitar preguntarse si el director ha realizado el más cruel ataque a la figura de su padre o la mas perfecta defensa a todo aquello que representaba. Sea cual sea la respuesta, esta película es una experiencia deliciosa y emocionante que deja al espectador sumido en una extraña nostalgia y con el sincero sentimiento de estar más cerca que nunca del gran Hayao Miyazaki.

Nostalgia (Andrei Tarkovsky, 1983) 

En 1983 el director de cine soviético Andrei Tarkovsky emprende el rodaje de su película más autobiográfica si atendemos a la situación emocional del protagonista, con el cual comparte nombre. Ambos son rusos que residen en Italia y añoran su país. En el caso del protagonista la razón es investigar sobre un compositor ruso del siglo XVI que se exilió en Italia y sobre el que está escribiendo, mientras que la de Andrei es seguir trabajando como director dados los obstáculos que presentaba la Unión Soviética a sus proyectos. 

Delitos y Cine: La gran pantalla es un espejo. Poster Nostalgia
Poster ‘Nostalgia’

En cualquier caso a ambos los invade la nostalgia de los paisajes y los seres queridos que han dejado en Rusia, y ambos buscan una salida a esta especie de parálisis emocional en la fe religiosa, tema que en cualquier caso siempre obsesionó a Tarkovsky. 

Además de la fe católica otra característica psicológica que es constante en los protagonistas de Andrei es su incapacidad de entregarse por entero al amor que les profesan sus mujeres. Así será el guía de Stalker, el protagonista de Nostalgia, y Alexander, el protagonista de Sacrificio. 

En la película que nos incumbe la mujer rechazada es Eugenia, la traductora a italiano que acompaña al investigador, y que se va con otro hombre adinerado del que no parece estar enamorada. 

En cuanto a la estilística, este film es una cumbre de lo que podemos llamar lo poético en el cine, entendido como la belleza estética del propio lenguaje cinematográfico. Para ello Andrei emplea una trama simple y la mayoría de planos no tienen una causa argumental sino estética.  Es decir, que la mayoría de planos no pretenden visualizar mejor a los personajes para que nos enteremos mejor de la historia que nos quieren contar, sino que dilatan el tiempo dramático para reflejar cierta verdad emocional. Es el caso por ejemplo de cuando Andrei entra dentro de la casa de Domenico, se ve una maqueta de un paisaje como en los recuerdos de Andrei, se escucha la novena sinfonía de Beethoven, y tras las breves sentencias de Domenico observamos llover en una gran sala vacía, la misma a la que irá Andrei a emborracharse dos escenas más tarde tras la ruptura con Eugenia. 

nostalgia fotograma
Fotograma de ‘Nostalgia’

Tenemos así una lenta profundización en el drama. De hecho al final de la película sucede el famoso plano de 5 minutos en el que Andrei intenta llevar una vela de un extremo al otro del balneario. La acción no es estática ya que justo antes Domenico se había rociado de gasolina y prendido fuego tras protestar contra la decadencia espiritual de Occidente. Podemos observar por tanto que el guión está cuidadosamente estructurado para alternar las escenas de acción y cambio con otras más estáticas pero llenas de belleza, como la que hemos comentado de la vela. 

Para resumir, este film es un recuerdo imborrable no ya sólo de la autobiografía del director soviético sino de toda la espiritualidad de Occidente desde el comienzo de la modernidad hasta hoy día.

Adiós, muchachos (Louis Malle, 1987)

Louis Malle es, sin lugar a dudas, uno de los cineastas franceses más destacados del siglo pasado. Desde que ganara la Palma de Oro en el Festival de Cannes con apenas 22 años por su colaboración con Jacques-Yves Cousteau en el documental El mundo del silencio, Malle demostró una forma única de aproximarse al oficio de cineasta con películas tan destacadas como Ascensor para el cadalso, a la que siguieron una serie de obras acompañadas casi siempre de polémica, caso de El fuego fatuo, film que tenía por base los escritos del fascista y colaboracionista francés Pierre Drieu La Rochelle. 

Su talento le abrió las puertas de la meca del cine, y en Hollywood continuó trabajando en proyectos únicos y casi siempre interesantes, de los que podría destacarse Mi cena con André, una película conformada por dos personajes hablando durante una cena. Pero la madurez le dijo que había llegado el momento de retornar a Francia, pero no sólo al país, sino a la nación de su niñez, de su infancia, marcada por la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial.

Au-Revoir--les-Enfants poster
Poster ‘Au revoir les enfants’

Y es que para Malle hubo una mañana de enero del año 1944 que nunca iba a poder olvidar. En el frío del invierno fue testigo de un acto que acarreaba una resonancia casi mundial, la detención de un amigo suyo, junto con el padre Jean, director del internado carmelita en el que estudiaba, por parte de la Gestapo. ¿Qué mal había cometido su compañero para que los alemanes se hubieran tomado la molestia de preocuparse en capturar a un chico que ni siquiera entraba en la adolescencia? La respuesta era simple y condenatoria, como un mazazo de un juez tras haber dictado sentencia: ser judío. 

Los sacerdotes del internado había tratado de esconder a algunos niños de origen hebreo haciéndolos pasar por nuevos alumnos, pero la denuncia de un colaboracionista condenó tanto a los chicos como al director de la escuela a morir en los campos de exterminio.

Con más de cincuenta años, Louis Malle debió sentir algo, un impulso de la memoria, un sentimiento de culpa, o una necesidad para consigo mismo de contar lo que había visto. El resultado fue Adiós, muchachos, con un guión de autoría propia—lo que deja claro el carácter personal y único de esta película, ya que Malle casi siempre buscaba colaboradores para sus guiones— que reconstruía el curso de 1943-44 en un pequeño centro religioso cerca de Fontainebleau.

El film, de una obvia naturaleza semiautobiográfica, parece estar compuestos por momentos de vacío al mismo tiempo que ejerce como dedicatoria a una vida que, aunque difícil, parecía inmejorable. Fue el poeta Rainer Maria Rilke quien afirmó que la verdadera patria del hombre es la infancia, y viendo esta película queda claro que Malle reconstruye a partir de recuerdos, de experiencias y de sentimientos, dando lugar a momentos de absoluto gozo, como cuando se organiza en el internado la proyección de una película de Charlot, con la profesora de piano y el profesor de griego tocando mientras el resto de alumnos —y también profesores— no paran de reír a carcajadas por las torpezas del personaje que hizo famoso a Charles Chaplin. 

Adiós, muchachos puede clasificarse como una película “simple” pero no fácil, porque en su búsqueda de la verdad parece rechazar cualquier tipo de coreografía o puesta en escena compleja, prefiriendo focalizarse mucho más en los pequeños gestos, las miradas, los pupitres, los juegos en el recreo, los edificios, el frío y el miedo. Durante todo el metraje Julien, que podría ser el trasunto de Malle, siente una mezcla de envidia y admiración hacia Bonnet, el chico judío, al que se le dan bien desde las clases de piano hasta el álgebra. Por ello tratará de investigarlo para conocerle mejor y terminar por saber el motivo de algunos de sus extraños comportamientos —Bonnet ni come cerdo ni va a la capilla a confesarse—, lo que finalmente hará que una fuerte amistad nazca entre ellos, una forma del cineasta francés para reconciliarse sobre el pasado, ya que él mismo admitió que en la realidad nunca llegó a conocer demasiado bien a los jóvenes judíos escondidos. Pero gracias a que el cine puede ser incluso más verdadero que la propia vida, la película corrige el pasado, les une y les hace avanzar hasta el horrible final. 

Justo antes de la detención, Julien y Bonnet deciden tocar el piano a cuatro manos a ritmo de boogie en vez de esconderse en el sótano durante una alarma antiaérea. Después, totalmente solos en la inmensidad de un patio que les empequeñece, Julien le pregunta a su amigo si está asustado. “Lo estoy todo el tiempo” responde Bonnet. 

adios muchachos imagen
Fotograma ‘adiós muchachos’

 Porque a pesar de estos momentos de puro regocijo de la infancia, Francia en 1944 era un país ocupado y colaboracionista, ya ni siquiera existía el territorio conocido como la “Francia libre” de Pétain y la mayor parte de la población gala trabajaba de buen grado con los invasores alemanes. De hecho las autoridades francesas habían actuado de forma excelente en detener y concentrar a todos los judíos extranjeros que vivían en Francia para su posterior deportación a los campos nazis —ya que hablamos de cine, recomendar al respecto de esta infamia la película El otro señor Klein de Joseph Losey—. Después llegaría el turno de la población hebrea local y por eso, aunque pareciera posible sobrevivir, la Gestapo acaba encontrando a Bonnet.

Esa mañana de enero, con todos los alumnos obligados a formar en el patio de entrada del internado, los alemanes se llevaron al director de la escuela y a los tres chicos judíos. “¡Adiós, padre!”, gritan todos los estudiantes, en una exclamación que huele a resistencia y tiene regusto a victoria. “Adiós muchachos. Nos veremos pronto”, responde el padre Jean. Julien, por su parte, consigue realizar a tiempo un gesto de despedida con la mano a Bonnet, que se ha vuelto para mirar por última vez a su amigo. El destino fatal de los detenidos puede imaginarse. 

Cuando la película estuvo terminada Louis Malle quiso que sus hijos acudieran al primer pase de estreno, y al verles llorar él tampoco pudo contener unas lágrimas que llevaban guardándose desde hace más de cuarenta años. Seguramente esto ocurrió al mismo tiempo que en la pantalla Julien, también al borde del llanto, consigue permanecer estoico aun sabiendo que había dicho adiós para siempre.


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