El parásito

Arthur Conan Doyle

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24 de marzo

Ha llegado la plenitud de la primavera; el gran nogal que se yergue ante la ventana de mi laboratorio está repleto de yemas gruesas, viscosas, pegajosas; de algunas de ellas, ya desgarradas, emergen pequeños tallos verdes.

Se siente, al pasear por los senderos, operar en todas partes las rebosantes fuerzas silenciosas de la naturaleza.

La tierra húmeda emana aromas de frutos jugosos y en todos lados brotan ramitas nuevas, tensadas por la savia que las hincha; y la brumosa y pesada atmósfera inglesa tiene un cierto perfume resinoso.

Brotes sobre los sotos; bajo ellos, ovejas; en todas partes actúa la labor de la reproducción.

Ahí fuera, lo veo perfectamente; aquí dentro, lo siento en mí.

También nosotros tenemos nuestra primavera: las arterias se dilatan, la linfa fluye rebosante, las glándulas laten y filtran con energía.

La naturaleza repara cada año el mecanismo en su conjunto.

Ahora mismo siento bullir la sangre. Podría bailar como un moscardón en los lozanos rayos que el sol poniente envía a través de mi ventana.

Y, desde luego, lo haría si no fuera por el temor de que Charles Sadler subiera la escalera de cuatro en cuatro peldaños para ver qué ocurre.

Además, debo recordar que soy el profesor Gilroy.

Un profesor viejo puede permitirse el lujo de actuar según sus impulsos; pero, si la suerte ha decidido otorgar una de las cátedras más importantes de la Universidad a un hombre de cuarenta y tres años, éste ha de andar con cuidado para conservar su puesto.

¡Qué tipo, ese Wilson! Si yo pudiera aplicar a la fisiología todo el entusiasmo que él pone en la psicología, me convertiría al menos en un igual de Claude Bernard. Todo en él, vida, alma, energía, todo apunta hacia un solo objetivo. Cuando se duerme, lo hace reflexionando sobre los resultados que ha obtenido durante el día, y cuando se despierta, lo primero que hace es fraguar un plan para el día que empieza.

Sin embargo, fuera del pequeño círculo de sus amistades tiene escasa notoriedad.

La fisiología es una ciencia reconocida; si añado un ladrillo al edificio, todo el mundo se da cuenta, y aplaude.

Wilson, en cambio, se mata excavando los cimientos de una ciencia futura. Su trabajo es enteramente subterráneo y no despierta tanto interés.

Pese a todo, él sigue adelante, sin quejas. Mantiene correspondencia con un centenar de personajes medio locos, y con la esperanza de encontrar un dato indiscutible, tiene que cribar un centenar de patrañas entre las cuales la suerte puede permitirle descubrir una brizna de verdad.

Colecciona libros viejos. Los nuevos, los devora.

Lleva a cabo experimentos, da conferencias. Trata de provocar en los demás la fuerte pasión que le devora a él.

Yo me siento lleno de sorpresa y admiración cuando pienso en él; sin embargo, cuando me pide que colabore en sus investigaciones, tengo que decirle que, en su estado actual, éstas ofrecen escasos atractivos para un hombre entregado a las ciencias exactas.

Si Wilson pudiera mostrarme algo positivo y objetivo, tal vez me dejara tentar, y estudiaría el tema desde el ángulo de la fisiología. Pero mientras la mitad de sus adeptos estén tachados de charlatanes, y la otra mitad de histéricos, nosotros, los fisiólogos, tendremos que atenernos a lo corporal y dejar las cuestiones del alma a nuestros descendientes.

Soy un materialista, no cabe duda.

Agatha dice incluso que soy espantosamente materialista.

Yo le contesto que ése es un estupendo motivo para acelerar nuestra boda, ya que tengo tan apremiante necesidad de su espiritualidad.

Puedo, sin embargo, declarar que soy un caso curioso de la influencia que ejerce la educación sobre el carácter, ya que, dejando a un lado las ilusiones, soy por naturaleza un hombre esencialmente psíquico.

De muchacho era nervioso, sensible, presa de los sueños, del sonambulismo; rebosaba de impresiones e intuiciones.

Mi cabello negro, mis ojos oscuros, mi cara flaca y olivácea, mis dedos afilados, expresan mi temperamento y proporcionan a entendidos como Wilson motivos para considerarme como uno de los suyos.

Pero toda mi mente está embebida de ciencia exacta. Me he entrenado asiduamente para no admitir más que hechos, hechos probados. La conjetura, la imaginación, no tienen cabida en el marco de mi pensamiento.

Que me den una cosa que yo pueda ver en el microscopio, diseccionar con el escalpelo, y consagraré mi vida a su estudio. Pero si me piden que adopte como objetos de estudio los sentimientos, las impresiones o las sensaciones, me estarán pidiendo que me dedique a una tarea antipática e incluso desmoralizadora.

Un desvío de la pura razón me molesta como un hedor o una música discordante.

Es ésta una razón más que suficiente para entender mi poco entusiasmo por la visita que he de hacer esta noche al profesor Wilson.

Me doy cuenta, sin embargo, de que no podría eludir la invitación sin pecar de descortesía; pero, como también van a estar presentes la señora Marden y Agatha, tengo que ir aunque pudiera excusarme.

Pero preferiría encontrarme con ellas en otra parte; en cualquier otra parte.

Sé que Wilson me atraería, si pudiera, hacia esa brumosa pseudociencia a la que se dedica.

Su entusiasmo lo hace inaccesible tanto a las indirectas como a las reprimendas.

Se necesitaría ni más ni menos que una pelea abierta para hacerle comprender hasta qué punto me repugna todo este asunto.

Tengo la total seguridad de que Wilson cuenta con algún nuevo mesmerista, o clarividente, o médium; algún farsante que desea mostrarnos, ya que hasta en sus ratos de ocio se dedica a su manía predilecta.

¡Bueno! ¡Al menos Agatha se divertirá!

Estas cosas le atraen; las mujeres suelen interesarse por todo lo que es nebuloso, misterioso, indefinido.

10 de la noche

Esta costumbre mía de escribir un diario se deriva, en mi opinión, de esa inclinación científica de mi mente que esta misma mañana anotaba aquí.

Me gusta tomar nota de las impresiones mientras permanecen frescas.

Trato de definir mi estado mental por lo menos una vez al día.

Es un hábito útil para el propio análisis; supongo que contribuye a la firmeza del carácter.

Debo confesar con franqueza que mi carácter necesita, y mucho, que haga todo lo posible para darle firmeza. Tengo miedo de que, a pesar de todo, mi temperamento neurótico pueda prevalecer, llevándome lejos de esa precisión fría y tranquila que caracteriza a Murdoch o a Pratt-Haldane.

De no ser así, ¿acaso las cosas estrafalarias que he presenciado esta noche me habrían desquiciado los nervios hasta el punto de dejarme completamente turbado?

Lo único que me alivia es que ni Wilson, ni la señorita Penelosa, ni siquiera Agatha, han sospechado mi debilidad ni siquiera por un instante.

¿Qué cosa en este mundo es la que ha podido conmocionarme? Nada, o tan poca cosa que, cuando escribo, el asunto me parece ridículo.

Las Marden habían llegado a casa de Wilson antes que yo. En realidad, fui de los últimos en llegar, y me encontré con la habitación ya atestada de gente.

Apenas había tenido tiempo de cruzar unas pocas palabras con la señora Marden y con Agatha, que estaba encantadora con su vestido blanco y rojo y con el cabello salpicado de espigas relucientes, cuando Wilson me tiró de la manga.

—Usted quiere presenciar algo positivo, Gilroy —me dijo, llevándome a un rincón—. ¡Pues bien, querido amigo! ¡Tengo un fenómeno, un auténtico fenómeno!

Mayor impresión me habría causado si no se lo hubiera oído decir ya otras veces. Su espíritu entusiasta está siempre dispuesto a transformar una luciérnaga en una estrella.

—Esta vez no cabe ninguna duda en cuanto a la buena fe —me dijo, quizá para contrarrestar algún centelleo de divertida ironía en mis ojos—. Mi mujer la conoce desde hace muchos años. Ambas son de Trinidad, ¿sabe? Sólo hace uno o dos meses que la señorita Penelosa está en Inglaterra, y no conoce a nadie fuera del ambiente universitario; pero le aseguro que lo que nos ha dicho basta y sobra para dejar sentada su clarividencia, sobre bases absolutamente científicas. No hay nada que se le asemeje, ni entre los aficionados ni entre los profesionales. Venga, se la presentaré.

Me desagradan los traficantes de misterios, pero, entre ellos, me desagradan especialmente los aficionados.

Cuando uno se enfrenta a un engañabobos a sueldo, puede al menos saltarle encima y desenmascararlo en cuanto ha descubierto cuál es su truco. Él está ahí para engañarle a uno, y uno está ahí para ponerle en evidencia. Pero ¿qué se puede hacer cuando se tiene delante a una amiga de la mujer del anfitrión? ¿Encender las luces de repente para que se la vea tocando un banjo misterioso? ¿Tirarle cochinilla en el traje de noche mientras camina sigilosamente entre los reunidos llevando un frasco fosforescente y soltando sus majaderías de ultratumba? Se montaría un escándalo, y le mirarían a uno como a un gamberro. Ésa es la alternativa: ser un gamberro, o dejarse tomar el pelo.

No me sentía, pues, de muy buen humor cuando Wilson me condujo hasta la dama.

Es difícil imaginar nada que haga pensar menos en las Indias Orientales que aquella mujer. Era un ser pequeño y frágil, que, según parece, había dejado atrás los cuarenta; su cara era flaca y afilada, y su cabello de color castaño claro.

Todo su aspecto era insignificante; sus maneras, reservadas.

Tomando al azar un grupo de diez mujeres, ella sería sin duda alguna la última que un hombre elegiría.

Quizá lo más notable en ella fueran sus ojos. Añadiré que sus ojos no eran la parte más agradable de su fisonomía.

Los tenía grises, tirando hacia el verde, y su expresión dejó en mí, en definitiva, la sensación de una mirada burlona… Burlona… ¿Es ésa la palabra adecuada? ¿No debería decir mejor cruel? No; pensándolo bien, la palabra que mejor expresaría mi idea es «felina».

Una muleta apoyada en la pared me informó de algo que, cuando se levantó, era penoso de ver: cojeaba acentuadamente de una pierna.

Así pues, fui presentado a la señorita Penelosa. Pude observar que, al oír mi nombre, miró de refilón a Agatha. Estaba claro que Wilson le había dicho algo.

«Dentro de poco —me dije—, va a contarme que sabe, por medios ocultos, que estoy prometido a una joven con espigas de trigo en el cabello».

Me pregunté si Wilson no le habría contado muchas más cosas de mí.

—El profesor Gilroy es un escéptico temible —dijo Wilson—. Espero, señorita Penelosa, que sea usted capaz de convertirle.

Ella me miró atentamente.

—El profesor Gilroy tiene mucha razón al ser escéptico si no ha presenciado nada capaz de convencerle —dijo ella—. Yo habría dicho —añadió, volviéndose hacia mí— que usted mismo podría ser un excelente sujeto.

—¿Sujeto para qué, si puedo preguntárselo?

—¡Oh, bueno! Para el mesmerismo, por ejemplo.

—La experiencia me ha demostrado que los mesmeristas toman por sujetos a personas cuya mente no está sana. Todos sus resultados están falseados, en mi opinión, por este hecho, tratan con organismos anormales.

—¿Cuál de estas damas, según usted, tiene un organismo normal? —me preguntó—. Quisiera que usted mismo eligiera a alguien que en su opinión tenga la mente perfectamente equilibrada. ¿Quiere, por ejemplo, que tomemos a la muchacha del vestido rojo y blanco? ¿La señorita Agatha Marden? ¿Así se llama, no es cierto?

—Sí, me parecerían de cierta relevancia los resultados que se obtuvieran en base a ella.

—No he podido probar hasta qué punto la señorita Marden es impresionable. Ciertas personas, claro está, responden mucho más rápido que otras. ¿Me permite preguntarle hasta dónde alcanza su escepticismo? ¿Imagino que admite usted el sueño hipnótico y el poder de la sugestión?

—No admito nada, señorita Penelosa.

—¡Oh! ¡Dios mío, pensaba que la ciencia estaba más avanzada! Claro que yo no sé nada de la faceta científica del tema. Solamente conozco lo que soy capaz de hacer. Mire, por ejemplo, a aquella joven del vestido rojo, allá, junto al jarrón japonés. Voy a intentar que se acerque a usted.

Tras decir esto, se inclinó y dejó caer su abanico. La joven en cuestión dio media vuelta y vino directamente hacia nosotros, con aire sorprendido, como si alguien la hubiera llamado.

—¿Qué me dice de esto, Gilroy? —exclamó Wilson, en una especie de éxtasis.

No me atreví a decirle lo que opinaba. Para mí era la impostura más abierta y descarada que jamás hubiese visto. La señal y la respuesta habían sido, realmente, demasiado evidentes.

—El profesor Gilroy no está convencido —dijo la señorita Penelosa, mirándome fijamente con sus extraños ojillos—. Mi abanico se llevará todo el honor de este experimento. ¡Bueno, pues probemos otra cosa! Señorita Marden, ¿tendría usted algún inconveniente en que la durmiese?

—¡Oh, no! Me parece muy bien —exclamó Agatha.

Todos los presentes se habían agrupado en torno a nosotros, los hombres con sus pecheras blancas, las mujeres con sus blancos escotes; unos estaban fascinados, otros alerta, como ante una escena que tuviera algo de ceremonia religiosa y algo de representación de magia.

Habían llevado hasta el centro de la habitación un sofá de terciopelo rojo. Agatha se había tendido en él, un tanto turbada y levemente temblorosa ante el experimento, según yo podía ver por el estremecimiento de las espigas de trigo.

La señorita Penelosa se levantó de su silla y, apoyada en su muleta, se inclinó sobre Agatha.

Y en aquella mujer se produjo un cambio.

Parecía haber rejuvenecido veinte años.

Le brillaban los ojos, un leve toque de frescor se había extendido en sus pálidas mejillas, y toda ella parecía dilatada.

Del mismo modo he visto cómo un muchacho de aire abatido y abstraído adquiere un aspecto enérgico y vivaz en el momento en que se le encomienda una tarea en la que debe emplear todas sus fuerzas.

Aquella mujer miraba a Agatha con una expresión que me hirió en lo más hondo. Era la mirada que hubiera arrojado una emperatriz romana a una esclava arrodillada delante de ella.

Luego, con un ademán imperativo y enérgico, alzó los brazos y los agitó lentamente, haciéndolos bajar hacia Agatha.

Yo observaba a Agatha atentamente.

Durante los tres primeros pases pareció simplemente divertida.

Al cuarto pase pude ver que sus ojos se nublaban ligeramente y que sus pupilas se dilataban un poco.

Al sexto pase hubo un asomo de rigidez.

Al séptimo empezaron a caérsele los párpados.

Al décimo se le cerraron los ojos. Su respiración se hizo más lenta y más honda que de costumbre.

Yo, mientras miraba, intentaba conservar mi serenidad científica, pero me sentía conmovido por una fortísima inquietud.

Me parece que logré disimularla, pero me sentía como un niño en la oscuridad. Jamás me habría creído asequible a semejante debilidad.

—Está en pleno trance —dijo la señorita Penelosa.

—Está durmiendo —exclamé.

—¡Bien! ¡Despiértela entonces!

La tiré del brazo; le grité al oído. Ni muerta habría hecho menos caso a mis llamadas.

Allí estaba su cuerpo, en el sofá de terciopelo.

Su organismo estaba intacto. Los pulmones y el corazón funcionaban. Pero ¿y su alma? Se había evadido lejos de nuestro alcance. ¿Qué había pasado con su alma? ¿Qué fuerza había despojado de ella a Agatha?

Me sentía sorprendido, desconcertado.

—Ahí tenemos el sueño mesmérico —dijo la señorita Penelosa—. En cuanto a la sugestión, la señorita Marden hará indefectiblemente cualquier cosa que le pueda sugerir, ya sea ahora, ya después de que despierte. ¿Quiere usted una prueba?

—Desde luego —dije.

—La tendrá.

Vi cruzar por su rostro una sombra de sonrisa, como si se le hubiera ocurrido alguna idea divertida. Se inclinó sobre Agatha, y le murmuró unas palabras al oído. Agatha, que se había mostrado absolutamente sorda a mis llamadas, asintió con la cabeza a lo que la señorita Penelosa le decía.

—Despierte —grito la señorita Penelosa, dando un fuerte golpe en el suelo con su muleta.

Los párpados de Agatha se abrieron, fue desapareciendo la vidriosidad de sus ojos, y su alma se asomó en ellos, como reapareciendo después de su extraño eclipse.

Nos marchamos temprano.

Agatha no se sentía mal en absoluto tras su extraño paseo; pero, lo que es yo, estaba nervioso y descentrado; no me sentía en condiciones de oír los comentarios que Wilson me dirigía torrencialmente, ni en estado de responder a ellos.

Al despedirme de la señorita Penelosa, ésta me deslizó un papel en la mano.

—Sabrá usted disculparme —me dijo— por tomar mis medidas para vencer su escepticismo. Abra esta carta mañana a las diez. Se trata de un pequeño control personal.

No tengo ni idea de qué quería decir con esto, pero aquí tengo su nota y la abriré mañana a la hora indicada por ella.

Me duele mucho la cabeza. Ya he escrito bastante por esta noche.

Estoy convencido de que todo lo que ahora parece inexplicable tendrá mañana otro aspecto. Mis convicciones no se rendirán sin haberse defendido.

25 de marzo

Estoy anonadado, estupefacto. Desde luego, he de someter a nuevo examen mi opinión sobre el tema.

Pero anotaré primero lo sucedido.

Había terminado de desayunar, y estaba examinando unos diagramas con los que quería dar mayor claridad a mi lección, cuando mi ama de llaves vino a decirme que Agatha estaba en mi gabinete y deseaba verme.

Cuando entré en la habitación, Agatha estaba de pie sobre la alfombrilla, delante de la chimenea, encarada conmigo. Había en sus actitud no sé qué, algo que me dejó helado y que detuvo mis palabras en la garganta. Llevaba el velo medio echado, pero me di cuenta de que estaba pálida; su aire era tenso.

—Austin —me dijo—, he venido a decirte que nuestro compromiso queda roto.

Me tambaleé; sí, creo que realmente me tambaleé. De cualquier modo, lo seguro es que tuve que apoyarme en un estante para mantenerme en pie.

—Pero… Pero… —balbuceé—, Agatha… Esa decisión tan repentina…

—Sí, Austin. He venido a decirte que nuestro compromiso queda roto.

—¡Pero me darás algún motivo! —grité—. Esto no es propio de ti, Agatha. Dime en qué cosa he tenido la desgracia de ofenderte.

—Todo ha terminado Austin.

—Pero ¿por qué, Agatha? Sin duda eres víctima de algún engaño, Agatha. Puede que te hayan contado alguna mentira sobre mí, o quizá has interpretado mal algo que te he dicho. Dime de qué se trata, porque una sola palabra bastará para arreglarlo.

—Hemos de considerar terminado nuestro noviazgo.

—Pero si anoche, cuando nos separamos, no había entre nosotros ni sombra de malos entendidos… ¿Qué ha ocurrido desde entonces para que hayas cambiado de este modo? Tiene que ser algo ocurrido anoche. Has pensado en ello y has desaprobado mi modo de proceder. ¿Fue lo del mesmerismo? ¿Me censuras por haber permitido que aquella mujer te sometiera a su poder? Sabes que habría intervenido al menor indicio…

—Todo es inútil, Austin. Se acabó.

Su voz era rítmica y sin acento, y en su actitud había no sé qué rígido y duro. Me parecía que estaba absolutamente decidida a no admitir ninguna discusión, ninguna explicación.

En cuanto a mí, temblaba de agitación. Me volví hacia un lado; me avergonzaba mostrarme ante ella tan poco dueño de mí mismo.

—Ya sabes lo que esto significa para mí —exclamé—. La ruina de mi vida. No puedes infligirme un castigo así sin haberme escuchado. Tienes que revelarme de qué se trata. Piensa en hasta qué punto sería imposible que yo te tratara de este modo, fueran cuales fueran las circunstancias. ¡Agatha, por amor de Dios! Dime qué he hecho.

Pasó junto a mí sin decir palabra y abrió la puerta.

—Es completamente inútil, Austin —me dijo—. Tienes que considerar roto nuestro compromiso.

Al cabo de un instante se había ido, y antes de que me hubiera recobrado lo suficiente para seguirla, oí que la puerta de entrada se cerraba tras ella.

Me abalancé a mi habitación para vestirme. Pensaba ir a casa de la señora Marden y preguntarle cuál podía ser el motivo de mi desgracia.

Estaba tan nervioso que me costó abrocharme los botines. Nunca olvidaré aquellos horribles diez minutos.

Acababa de ponerme el abrigo cuando el reloj de péndulo de encima de la chimenea dio las diez.

¡Las diez! Asocié esa hora con la nota de la señorita Penelosa.

La nota estaba precisamente sobre mi mesa. La abrí apresuradamente. Estaba escrita a lápiz, con unos trazos notables por su angulosidad. Éste era su texto:

«Apreciado profesor Gilroy:

«Disculpe el carácter personal del procedimiento de control que le presento.

»El profesor Wilson me ha hablado incidentalmente de las relaciones entre usted y mi sujeto de esta noche, y me ha parecido que nada podría resultar más convincente que sugerir a la señorita Marden que vaya a visitarle a usted mañana por la mañana, a las nueve y media, para romper su compromiso con usted, durante cosa de media hora.

»La ciencia es tan exigente que resulta difícil ofrecer un control satisfactorio, pero estoy segura de que tal control le será proporcionado por el acto que, sin duda, sería el último que se le ocurriría llevar a cabo a la señorita Marden por su propia voluntad.

»Sea lo que sea lo que le diga, olvídelo, porque ella no interviene en absoluto, y esté seguro de que no recordará nada.

«Escribo esta nota para abreviar su rato de angustia y pedirle perdón por el sufrimiento pasajero que le habrá causado mi sugestión».

Y, desde luego, después de leer aquella nota me sentí demasiado aliviado para enfurecerme.

Había sido una libertad excesiva, sin duda; aquello demostraba un gran descaro, tratándose de una dama a la que acababa de conocer. Pero, al fin y al cabo, yo la había provocado con mi escepticismo.

Era realmente difícil, como ella decía, imaginar un medio de control que pudiera satisfacerme.

Y había empleado aquél.

No era posible objetar nada en ese punto. La sugestión hipnótica se había convertido para mí en un hecho definitivamente establecido.

Parecía indudable que Agatha, la persona más equilibrada entre todas las que conozco del sexo femenino, había sido reducida a la condición de autómata.

Una persona, a gran distancia, la había hecho moverse, del mismo modo que un ingeniero dirige desde la costa un torpedo Brennan.

Una segunda alma se había introducido en ella, expulsando la suya propia, y se había apoderado de su sistema nervioso, diciendo: «quiero disponer de ti durante media hora».

Agatha, sin duda, había actuado inconscientemente desde que vino a verme hasta que se marchó.

¿Había podido andar por las calles sin peligro, en semejante estado?

Me puse el sombrero y salí apresuradamente para asegurarme de que no le había ocurrido nada.

Sí, estaba en su casa.

Me hicieron pasar a la sala, y allí la encontré, con un libro en el regazo.

—Empiezas las visitas muy temprano, Austin —me dijo, sonriendo.

—Tú has sido aún más madrugadora —le contesté.

Pareció intrigada.

—¿Qué quieres decir? —me preguntó.

—¿No has salido hoy?

—No; desde luego, no.

—Agatha —dije, en tono serio—, ¿te importaría contarme exactamente todo lo que has hecho esta mañana?

Se rió de mi seriedad.

—Austin —me dijo—, hoy te has puesto tu aire profesional. ¡Esto es lo que comporta ser la novia de un científico! Pero voy a contártelo, de todos modos; aunque no logro imaginar qué interés puede tener esto para ti. Me he levantado a las ocho. He desayunado a las ocho y media. He venido a esta habitación a las nueve y diez y me he puesto a leer las Mémoires de Mme. de Rémusat; y, al cabo de unos pocos minutos, he incurrido con esta dama francesa en la descortesía de quedarme dormida sobre su libro; y a vos, caballero, os he otorgado la cortesía de soñar con vos, lo cual es de lo más halagador. Hace sólo unos minutos que me he despertado.

—Y al despertar, ¿estabas exactamente en el mismo sitio?

—Pero ¿cómo habría podido estar en otra parte?

—¿Te molestaría, Agatha, contarme lo que has soñado sobre mí? Te aseguro que no te lo pregunto por simple curiosidad.

—Sólo he tenido la vaga impresión de que aparecías en mi sueño. No recuerdo nada preciso.

—Si hoy no has salido, Agatha, ¿cómo es que tienes polvo en los zapatos?

Pareció molestarse.

—Austin, la verdad es que no sé qué te pasa esta mañana. Casi diría que dudas de lo que digo. Si mis zapatos tienen polvo, será seguramente porque me habré puesto un par que no ha sido limpiado por la criada.

Era a todas luces evidente que no sabía nada de nada; y me dije que, a fin de cuentas, quizá lo mejor sería dejarla en su ignorancia. Si la sacaba de ella, quizá Agatha se asustaría, y eso no podría conducir a nada bueno. De manera que, sin hablar del asunto, me despedí al cabo de poco rato para ir a dar mi clase.

Pero estoy profundamente impresionado.

Mi horizonte, en cuanto a las posibilidades científicas, se ha ensanchado de repente de un modo enorme.

Ya no me sorprenden la energía y el diabólico entusiasmo de Wilson. ¿Quién no trabajaría con un empeño invencible, percibiendo al alcance de la mano un ancho territorio virgen?

Sí; recuerdo que, viendo cómo un nucléolo adoptaba una forma nueva, o percibiendo un detalle nimio en una fibra muscular estriada vista a un aumento de trescientos diámetros, me sentía entusiasmado.

¡Qué míseras son esas investigaciones comparadas con aquellas que abordan las raíces mismas de la vida, la naturaleza del alma!

Siempre había considerado el espíritu como producto de la materia; el cerebro, según pensaba, segregaba la inteligencia, del mismo modo que el hígado segrega la bilis.

Pero ahora, ¿cómo dar esto por cierto, después de ver cómo el espíritu actúa a distancia, operando sobre la materia como un músico sobre su violín?

Si es así, el cuerpo no hace nacer el alma; es más bien el tosco instrumento mediante el cual se manifiesta el espíritu.

El molino de viento no genera el viento: no hace más que ponerlo de manifiesto.

Aquello estaba en contradicción con todos mis hábitos de pensamiento. Sin embargo, era posible, era sin ninguna duda posible; y merecía la pena estudiar el tema a fondo. ¿Por qué no estudiarlo?

Leo, con fecha de ayer, estas palabras:

«Si Wilson pudiera mostrarme algo positivo y objetivo, puede que me dejara tentar, y estudiaría el tema desde el ángulo de la fisiología».

¡Pues bien! Ahora sí tengo ese medio de control. Me atendré a lo dicho. La investigación tendrá, estoy seguro, un enorme interés.

Algunos de mis colegas no verían la cosa con buenos ojos: la ciencia está repleta de prejuicios. Pero si a Wilson le dan valor sus convicciones, también yo puedo permitirme el lujo de ser valeroso.

Iré a visitarle mañana por la mañana. A él y a la señorita Penelosa.

Si ha podido mostrarnos tantas cosas, probablemente podrá mostrarnos todavía más.

26 de marzo

Tal como suponía, Wilson está entusiasmado por mi conversión; y, bajo la reticencia de la señorita Penelosa, se adivinaba el placer de haber triunfado con su experimento.

Es extraña esta mujer; silenciosa e incolora, salvo cuando hace uso de su poder.

Sólo hablando, ya adquiere color, y se anima.

Se diría que se interesa por mí de un modo muy especial. No he podido dejar de observar que me sigue con la mirada por toda la habitación.

Hemos tenido una conversación interesantísima sobre su poder.

No es más que justicia tomar nota de su punto de vista, aunque, claro está, no puedo atribuirle ninguna validez científica.

—Se encuentra usted en el borde mismo del tema —me dijo cuando le hube manifestado mi sorpresa ante el extraordinario fenómeno de sugestión que me había mostrado—. Yo no tenía ninguna influencia directa sobre la señorita Marden cuando fue a verle a usted; ayer por la mañana ni siquiera pensaba en ella. Lo que hice se redujo a regular su espíritu, del mismo modo que regularía el carillón de un reloj para que sonara a la hora deseada. Si la sugestión se hubiera dispuesto para seis meses en vez de doce horas, todo habría ocurrido del mismo modo.

—¿Y si la sugestión hubiera sido asesinarme?

—Lo habría hecho, indefectiblemente.

—¡Pero ese poder es terrible! —exclamé.

—Es un poder terrible, como usted dice —me contestó gravemente—; y, cuanto mejor lo conozca, tanto más terrible le parecerá.

—¿Puedo preguntarle —dije— qué quería usted significar exactamente al decir que este asunto de la sugestión no está más que al borde del problema? ¿Qué es lo que considera usted esencial?

—Preferiría no decírselo.

Me chocó la fuerza encerrada en su respuesta.

—Como comprenderá —dije—, no pregunto esto por curiosidad, sino con la esperanza de encontrar alguna explicación científica a los hechos que usted me proporciona.

—Le confieso francamente, profesor Gilroy —dijo ella—, que la ciencia no me interesa en absoluto, y que no me importa en lo más mínimo que la ciencia pueda o no pueda clasificar estas facultades.

—Pero yo esperaba…

—¡Oh! Esto es otro asunto. Si me lo presenta como una cuestión personal —me dijo con su sonrisa más amable—, estaré realmente encantada de decirle todo lo que desee saber. Veamos, ¿qué me había preguntado? ¡Ah, sí! Sobre otros poderes. Él profesor Wilson no admite creer en ellos, pero no por eso dejan de ser ciertos. Por ejemplo: el operante puede conseguir un dominio absoluto sobre su sujeto, siempre que el sujeto sea receptivo. Puede hacerle actuar como desee, sin que haya habido ninguna sugerencia previa.

—¿Contra la voluntad del sujeto?

—Depende. Si la fuerza se aplicara enérgicamente, el sujeto no se enteraría de nada, como la señorita Marden cuando fue a visitarle y le dio aquel susto. Si la influencia fuera menos poderosa, el sujeto podría saber lo que hace, pero sin ser capaz de dejar de hacerlo.

—Entonces, ¿habría perdido su voluntad?

—Su voluntad estaría dominada por otra, más fuerte.

—¿Ha ejercido usted esta facultad?

—Varias veces.

—Su voluntad es, pues, muy fuerte.

—Sí, pero no es ésta la única condición necesaria. Muchos tienen una voluntad fuerte, pero no pueden proyectarla fuera de sí mismos. Lo esencial es poseer el don de proyectarla sobre otra persona, y de sustituir su voluntad con la propia. He podido observar que esta facultad, en mi caso, varía según mi salud y mis energías.

—En suma: usted envía su alma al cuerpo de otra persona.

—Puede expresarlo de este modo.

—Y su propio cuerpo, ¿qué hace entonces?

—Simplemente queda en una especie de letargo.

—Pero ¿esto no representa ningún peligro para su salud?

—Quizá podría haber algún peligro. Hay que estar muy atento a no dejar que la propia conciencia escape por completo, porque entonces podría haber alguna dificultad en volver al propio yo. Por decirlo de algún modo, hay que conservar siempre la conexión. Temo que me expreso con términos incorrectos, profesor Gilroy, pero no sé cómo dar a estos hechos un aspecto científico. Lo que le cuento son cosas experimentadas por mí, y las explico a mi modo.

¡Vaya! Ahora que releo todo esto con tranquilidad me sorprendo a mí mismo.

¿Es éste el mismo Austin Gilroy que ha conquistado un puesto de primera fila gracias a la implacable firmeza de su razonamiento, y a su fidelidad al hecho establecido?

Me veo ahora dedicado a anotar seriamente los parloteos de una mujer que me dice que puede proyectar su alma fuera de su cuerpo, y que, mientras permanece en estado letárgico, está en condiciones de dirigir a distancia actos ajenos.

¿Puedo admitir esto? Claro que no. Tendré que demostrarlo, demostrarlo indiscutiblemente antes de ceder una pulgada. De todos modos, aunque siga siendo un escéptico, he dejado de lado la burla.

Esta noche tendremos una sesión. La señorita Penelosa tratará de producir en mí algún efecto mesmérico.

Si lo consigue, será un magnífico punto de partida para mis investigaciones. Sea como sea, nadie podrá acusarme de complicidad. Si no consigue nada conmigo, intentaremos encontrar algún sujeto que sea como la mujer de César.

En cuanto a Wilson, está herméticamente cerrado.

10 de la noche

Me parece que estoy en vísperas de descubrimientos que harán época.

Tener el poder de examinar esos fenómenos desde su interior, poseer un organismo que reacciona y, al mismo tiempo, un cerebro que valora y que controla, constituye sin duda una ventaja incomparable.

Estoy seguro de que Wilson daría cinco años de vida para poseer la receptividad que la experiencia me ha llevado a admitir como cierta en mí mismo.

Sólo estaban como testigos Wilson y su mujer.

Yo me había reclinado, con la cabeza echada hacia atrás. La señorita Penelosa, en pie delante de mí, ejecutaba los mismos pases, lentos, que con Agatha.

Con cada pase me parecía que me golpeaba una racha de aire cálido, expandiendo en mí un estremecimiento, un ardor que me invadía de pies a cabeza.

Tenía la mirada fija en la señorita Penelosa, pero, mientras la miraba, sus rasgos se hacían cada vez más indistintos; y, finalmente, se borraron.

Tuve conciencia de no ver otra cosa que sus ojos grises, cuya mirada se clavaba en mí, profunda, insondable.

Aquellos ojos crecían, crecían… y acabaron convirtiéndose en dos lagos de montaña hacia los que me sentía caer con espantosa velocidad.

Me estremecí, y en aquel preciso instante una idea, surgida de las capas más resguardadas de la inteligencia, me dijo que aquel estremecimiento correspondía a la fase de rigidez que había observado en Agatha.

Al cabo de un instante había llegado a la superficie de los lagos, que ahora se habían fundido en uno solo; y me hundí en sus aguas, con una sensación de plenitud en la mente y notando un zumbido en los oídos. Me hundía, me hundía… Luego, con un súbito impulso, ascendí de nuevo, hasta ver otra vez la luz que se expandía en ondulaciones resplandecientes en el agua verde.

Estaba ya cerca de la superficie cuando resonó en mi cabeza la palabra:

—Despierte.

Con un sobresalto, me encontré de nuevo en el sillón, en compañía de la señorita Penelosa, apoyada en su muleta, y de Wilson, que, con un cuaderno de notas en la mano, me miraba por encima de los hombros de la dama.

No me quedaba ninguna sensación de pesadez o cansancio.

Al contrario. Sólo ha pasado una hora desde el experimento y me siento tan despejado que me atrae más la idea de quedarme en mi gabinete que la de irme a dormir.

Se extiende ante mí un amplio panorama de experiencias. Espero con impaciencia el momento de iniciarlas.

27 de marzo

Día perdido. La señorita Penelosa ha ido con Wilson y su mujer a visitar a los Sutton.

He empezado a leer el Magnétisme animal de Binet y Féré.

¡Qué aguas tan extrañas! ¡Resultados, resultados! En cuanto a la causa… ¡completo misterio!

Esto estimula la imaginación; pero es un factor ante el cual debo estar en guardia. Hay que evitar las conclusiones, las deducciones, y permanecer en el sólido terreno de los hechos.

Sé que el trance mesmérico es real; sé que la sugestión mesmérica es real; sé que yo mismo soy receptivo a esa fuerza.

Ésta es mi actual situación.

Tengo una gran libreta nueva para hacer mis anotaciones. La reservaré exclusivamente para los detalles científicos.

Larga charla, a últimas horas de la tarde, con Agatha y la señora Marden acerca de nuestra boda.

¿Por qué esperar más?

Me fastidian incluso estos pocos meses de espera, que se me harán tan largos; pero, como dice la señora Marden, hay que arreglar todavía muchas cosas.

28 de marzo

Magnetizado una vez más por la señorita Penelosa. La experiencia ha tenido muchas analogías con la anterior, con la diferencia de que la insensibilidad ha llegado antes. Véase la ficha «A» para la temperatura de la habitación, la presión barométrica, el pulso y la respiración, datos anotados por el profesor Wilson.

29 de marzo

Nueva sesión de magnetización. Detalles en la ficha «A».

30 de marzo

Domingo. Día perdido. Me pone de mal humor todo lo que interrumpe nuestros experimentos.

Por ahora, éstos no van más allá de los signos físicos que se asocian con la insensibilidad, ya leve, ya completa, ya extrema.

Nuestra idea es pasar luego a los fenómenos de sugestión y de lucidez.

Hechos semejantes han sido establecidos por profesores, en mujeres de Nancy y de la Salpétriére.

La cosa será todavía más convincente cuando una mujer demuestre lo mismo con un profesor, ante un segundo profesor como testigo. ¡Y pensar que el sujeto seré yo! ¡Yo, el escéptico, el materialista! Al menos habré demostrado que mi dedicación a la ciencia es mayor que el deseo de seguir siendo como soy.

Tragarnos lo que hemos dicho es el mayor sacrificio que la ciencia puede exigir de nosotros.

Mi vecino, Charles Sadler, ese joven y simpático profesor de anatomía, ha venido esta noche a devolverme un ejemplar de los Archivos de Virchow que le había prestado. Le llamo joven, pero, de hecho, es un año mayor que yo.

—Me he enterado, Gilroy —me ha dicho—, de que se está usted sometiendo a los experimentos de la señorita Penelosa. ¿Es cierto? ¡Vaya! Yo, en su lugar, no iría ya más lejos en esto. Seguramente lo considerará una gran impertinencia por mi parte, pero considero un deber instarle a que no siga relacionándose con ella.

Como es natural, le he preguntado por qué.

—Me encuentro en una posición que me impide entrar en detalles que me gustaría proporcionarle —me ha dicho—. La señorita Penelosa es amiga de un amigo mío, y mi situación es delicada. Todo lo que puedo decir es que yo mismo me he sometido a los experimentos de esa mujer, y que estos experimentos han dejado en mí impresiones desagradabilísimas.

He hecho toda clase de esfuerzos para sacarle algo más, pero sin conseguirlo.

¿Es acaso concebible que pueda estar celoso de que yo le haya suplantado? ¿O es uno de esos científicos que consideran como un insulto personal el descubrimiento de hechos que van en contra de sus ideas preconcebidas?

¡No se imaginará en serio que voy a abandonar una serie de experimentos que anuncian resultados tan fecundos, simplemente porque él tiene váyase a saber qué agravios!

Ha parecido molesto por la ligereza con que he acogido sus nebulosas advertencias y nos hemos separado con cierta frialdad.

31 de marzo

Magnetizado por la señorita Penelosa.

1 de abril

Magnetizado por la señorita Penelosa. (Ficha «A»).

2 de abril

Magnetizado por la señorita Penelosa. Registro esfigmográfico tomado por el profesor Wilson.

3 de abril

Es posible que esta serie de magnetizaciones produzcan algún efecto sobre el organismo.

Agatha dice que estoy más delgado y que tengo algo de ojeras.

Percibo en mí una tendencia a la irritabilidad que antes no conocía. Por ejemplo, me sobresalta el menor ruido, y si un estudiante dice alguna estupidez me encolerizo en vez de sentirme divertido.

Agatha quiere que detenga la investigación, pero yo le digo que todo estudio continuado es fatigoso, y que no se puede obtener ningún resultado sin pagar su precio.

Cuando vea la sensación que causará mi artículo sobre las relaciones entre el espíritu y la materia, admitirá que merece la pena soportar un poco de tensión y de desgaste nervioso.

No me sorprendería que esta investigación me llevara a ser elegido miembro de la Royal Society.

A últimas horas de la tarde, magnetizado una vez más.

Ahora el efecto se produce con mayor rapidez, y las visiones subjetivas son menos acentuadas.

Tomo anotaciones minuciosas sobre cada sesión.

Wilson estará ausente de la ciudad durante ocho o diez días, pero no suspenderemos los experimentos, cuyo valor depende tanto de mis sensaciones como de sus observaciones.

4 de abril

He de mantenerme muy en guardia. Se ha introducido en nuestros experimentos una complicación que no había tenido en cuenta. Mi ansia por obtener datos científicos me había cegado ante el hecho de que la señorita Penelosa y yo somos seres humanos.

Aquí puedo escribir cosas que no me atrevería a confiar a nadie en el mundo.

Esa desdichada parece haberse encaprichado de mí.

No afirmaría cosa semejante, ni siquiera en el secreto de un diario íntimo, si no se hubiera llegado a tal punto que ha sido imposible no darme cuenta.

Durante algún tiempo, más exactamente durante la pasada semana, se habían dado indicios que yo había echado brutalmente a un lado, negándome a prestarles atención: su entusiasmo a mi llegada, su abatimiento cuando me marcho, su insistencia para que yo acuda con frecuencia, la expresión de sus ojos, el timbre de su voz…

He hecho cuanto he podido para convencerme de que todo eso no significaba nada, que simplemente podía atribuirse a la sociabilidad de la gente de las Indias Occidentales.

Pero anoche, al despertar del sueño magnético, tendí la mano, y, sin saberlo, sin quererlo, apreté sus manos.

Cuando hube vuelto enteramente en mí, seguíamos con las manos enlazadas, y ella me miraba con una sonrisa expectante.

Y lo horrible es que sentí en mí el impulso de decir lo que ella esperaba.

¡Qué miserable embustero habría sido, de haberlo hecho! ¡Qué asco sentiría ahora hacia mí mismo, si en aquel momento hubiera cedido a la tentación!

Pero, gracias a Dios, tuve fuerza suficiente para ponerme en pie de un salto y salir corriendo de la habitación.

Temo haber sido grosero. Pero no. No podía, no podía ser dueño de mí ni un instante más.

¡Yo, un caballero, un hombre de honor, prometido en matrimonio con una de las muchachas más encantadoras de Inglaterra, he estado a punto, en un instante de pasión que me privaba de todo raciocinio, de hacer una declaración de amor a esa mujer a la que apenas conozco!

Es bastante mayor que yo, y además cojea.

Es monstruoso, odioso… Y, sin embargo, el impulso era tan fuerte que de haber permanecido un momento más en su presencia me habría comprometido.

¿Cómo entender eso?

Tengo la misión de enseñar a otros cómo funciona nuestro organismo, ¿y qué sé yo de mi propio organismo?

¿Ha sido producto de la maduración repentina de determinados principios profundamente sepultados en lo más hondo de mí, ha sido un instinto animal primitivo, que se ha manifestado repentinamente?

Tan fuerte era aquel sentimiento que estuve a punto de creer en las historias de posesión diabólica.

Sea como sea, este incidente me coloca en una posición sumamente embarazosa.

Por una parte me disgusta muchísimo renunciar a una serie de experimentos que han llegado ya tan lejos y que auguran resultados tan brillantes; por otra, si esa desdichada ha llegado a albergar una pasión hacia mí… ¡Pero no! Seguramente he vuelto a incurrir en algún error absurdo. ¡Ella! ¡A su edad, con su deformidad!

Además, conoce mis relaciones con Agatha. Sabe cuál es mi situación.

Si sonreía, era simplemente porque se sentía divertida; puede que por el hecho de haberle tomado la mano durante mi estado de vértigo.

Fue mi cerebro, aún medio magnetizado, el que entendió así la cosa, y el que, en un impulso brutal, me lanzó apresuradamente a esta línea de pensamiento.

Me gustaría ser capaz de convencerme de que realmente es así la cosa.

Pensándolo bien, creo que lo más juicioso sería aplazar todo nuevo experimento hasta después del regreso de Wilson.

De acuerdo con esto, he mandado una carta a la señorita Penelosa, y, sin ninguna alusión a la pasada noche, le he comunicado que unas tareas urgentes me obligan a interrumpir nuestros experimentos durante algunos días.

Me ha mandado una respuesta, bastante seca, diciéndome que si cambio de idea la encontraré en su casa a la hora de costumbre.

10 de la noche

¡Vaya, vaya! ¡Qué poca cosa soy!

Desde hace algún tiempo voy conociéndome cada vez mejor; y, cuanto mejor me conozco, tanto más desciendo en mi propia estimación.

Desde luego, no siempre he sido tan débil como soy ahora.

A las cuatro de la tarde me habría reído si me hubiesen dicho que iría esta noche a ver a la señorita Penelosa. Sin embargo, a las ocho me encontraba como de costumbre ante la puerta de la casa de Wilson.

No sé cómo ha ocurrido. La fuerza de la costumbre, imagino. Puede que haya una adicción al magnetismo, del mismo modo que hay una adicción al opio, y que yo sea víctima de ella.

Lo cierto es que, mientras trabajaba en mi gabinete, me iba sintiendo cada vez más inquieto. Me movía sin motivo, me desplazaba sin objetivo, no conseguía concentrar la atención en los papeles que tenía delante. Finalmente, antes de darme siquiera cuenta de lo que hacía, me había puesto el sombrero y había salido para acudir a mi cita de costumbre.

Ha sido una velada interesante.

La señora Wilson estuvo presente durante la mayor parte de la sesión, y eso eliminó la turbación que por lo menos uno de los dos habría sentido.

La actitud de la señorita Penelosa fue ni más ni menos la misma que de costumbre. No manifestó ninguna sorpresa al verme acudir, a pesar de mi nota.

No había en su modo de comportarse nada que hiciera pensar que el incidente de ayer hubiera dejado en ella impresión alguna, así que, hasta cierto punto, pude suponer que había exagerado el asunto.

6 de abril. Noche

No, no había exagerado nada.

No puedo ya cerrar los ojos ante la evidencia. Esa mujer se ha enamorado de mí.

Es monstruoso, pero cierto.

Esta noche, al despertar una vez más del trance mesmérico, me he encontrado con mi mano enlazada en la suya, y con la mente invadida por esa sensación repugnante que me impulsa a pisotear mi honor, mi futuro… A pisotearlo todo, todo, y arrojarlo a los pies de esa persona que, según me doy cuenta cuando estoy fuera de su influencia, no posee ningún encanto físico.

Pero cuando estoy a su lado no me siento así.

Esa mujer despierta en mí algo… Algo perverso… Algo en lo que no quisiera pensar. Paraliza lo mejor que hay en mi modo de ser, y al mismo tiempo estimula lo peor que hay en él.

Decididamente, no es conveniente que permanezca cerca de ella.

La pasada velada fue más peligrosa que la otra.

En vez de huir, me quedé allí, con la mano entre las suyas, charlando con ella sobre los temas más íntimos. Entre otras cosas, hablamos de Agatha.

¿Qué fue lo que me pasó por la cabeza?

La señorita Penelosa dijo que Agatha era trivial, y yo le di la razón. Volvió a hablarme de Agatha una o dos veces más de modo poco halagador, y yo no protesté. ¡Qué bruto he sido!

Sin embargo, a pesar de la debilidad que he demostrado, me queda fuerza suficiente para acabar con todo esto. No volverán a suceder cosas como éstas. Seré lo bastante juicioso para huir cuando no me sienta en condiciones de luchar. Hoy mismo, esta noche de domingo, doy por terminadas mis sesiones con la señorita Penelosa. Para siempre.

Renunciaré a los experimentos, abandonaré la investigación. ¡Cualquier cosa antes que tener que enfrentarme a esa tentación que me hace caer tan bajo!

No he dicho nada a la señorita Penelosa. Simplemente me mantendré alejado de ella.

Ya entenderá el motivo, sin necesidad de que yo le diga nada.

7 de abril

Me he quedado en casa, según lo dicho.

¡Qué lástima, perder un estudio tan interesante! ¡Pero qué lástima, por otra parte, arruinar mi vida! Y sé que delante de esa mujer ya no soy dueño de mí.

11 de la noche

¡Qué Dios me ayude! ¿Qué es lo que me ocurre?

¿Me estoy volviendo loco?

A ver si me calmo y consigo razonar un poco. Ante todo, anotaré exactamente lo ocurrido.

Eran más o menos las ocho cuando escribí las líneas con las que empecé la entrada de hoy en mi diario.

Experimentaba una inquietud, una agitación extraña, y salí a pasar la velada con Agatha y su madre.

Ambas hicieron la observación de que estaba pálido y de que tenía un aire como asustado.

Hacia las nueve llegó el profesor Pratt-Haldane y nos pusimos a jugar al whist.

Hice un enorme esfuerzo para mantener mi atención fija en el juego, pero aquella sensación de febril agitación no dejaba de crecer, y llegó a tal extremo que no me consideré en condiciones de poder superarla.

Sencillamente, me resultaba imposible.

Finalmente, mientras se estaban repartiendo las cartas, tiré las mías sobre la mesa. Farfullé unas disculpas incoherentes relativas a una cita y salí apresuradamente de la habitación.

Recuerdo vagamente, como en un sueño, haber cruzado el vestíbulo a la carrera, arrancado, por así decirlo, mi sombrero de la percha, y cerrado violentamente la puerta detrás de mí.

También veo de nuevo como en un sueño las hileras de farolas, y mis zapatos, cubiertos de fango, me demuestran que sin duda corrí por el medio de la calzada.

Todo tenía un aire borroso, extraño, irreal.

Fui a casa de los Wilson.

Vi a la señora Wilson, vi a la señorita Penelosa.

Apenas recuerdo de qué hablamos. Sólo recuerdo que la señorita Penelosa, bromeando, me amenazó con su muleta, acusándome de llegar con retraso y de no interesarme como antes en nuestros experimentos.

No hubo magnetización, pero me quedé un rato allí. Acabo de volver.

Mi mente ha recobrado toda su claridad. Puedo reflexionar sobre lo sucedido.

Es absurdo atribuirlo todo a la debilidad y a la fuerza de la costumbre.

La otra noche traté de explicar así la cosa, pero esta explicación ya no es suficiente.

Se trata de algo más profundo, y también más terrible.

En casa de las Marden, en la mesa de juego, me sentí arrastrado como con un nudo corredizo en el cuello.

Ya no puedo ocultarme esto a mí mismo.

Esa mujer ha puesto sus garras en mí. Me sujeta. Pero debo conservar la serenidad, y encontrar, por medio de la razón, una forma de salir del paso.

¡Qué loco y qué ciego he sido! Embebido de entusiasmo por mi investigación, he ido derecho al abismo abierto ahí, delante de mí.

¿Acaso ella misma no me advirtió? ¿No me había dicho, según leo en mi propio diario, que cuando ha adquirido poder sobre un sujeto puede obligarle a hacer lo que quiere?

Y ese poder lo ha adquirido sobre mí. Ahora estoy a sus órdenes; estoy bajo el arbitrio de la mujer de la muleta. Cuando desea que acuda, allá he de ir yo. Tengo que hacer lo que ella quiere. Y, aún peor: ¡debo experimentar los sentimientos que ella quiere! La aborrezco y la temo; y, sin embargo, cuando estoy bajo su influencia mágica, puede obligarme a amarla; estoy seguro.

Lo único que me consuela un tanto es el hecho de que estos impulsos aborrecibles que me echo en cara no proceden de mí, de ningún modo.

Todo se transmite de ella a mí, aunque yo no tuviera ni la menor conciencia de ello durante los primeros tiempos.

Esta idea me inspira una sensación de mayor limpieza y ligereza.

8 de abril

Sí. Ahora, en pleno día, perfectamente sereno, con todo el margen para meditar, me veo obligado a dar por cierto todo lo que escribí en mi diario la otra noche.

Mi posición es horrenda; pero, ocurra lo que ocurra, no debo perder la cabeza. Tengo que tensar mi inteligencia contra su poder.

Al fin y al cabo, no soy un estúpido títere al que se pueda hacer bailar tirando de unos hilos.

Poseo energía, inteligencia y valor. A pesar de todos sus trucos diabólicos, aún puedo vencerla.

¡Puedo! No, no… Debo. Si no, ¿qué será de mí?

Tratemos de encontrar la salida lógica.

De acuerdo con sus propias explicaciones, esa mujer puede dominar mi sistema nervioso. Puede proyectarse a sí misma dentro de mi cuerpo y mandar en él. Tiene un alma de parásito; sí, un alma de parásito, de monstruoso parásito. Se introduce en mi organismo como el ermitaño en la concha del caracol.

¿Qué puedo hacer contra ella? Tengo que vérmelas con fuerzas de las que no sé nada.

Y no puedo contar a nadie mis sufrimientos. Me tomarían por loco. Si esto saliera a la luz pública, no cabe duda de que la Universidad consideraría que no necesita los servicios de un profesor poseído por el diablo.

¡Y Agatha!

No, no. Tengo que enfrentarme solo al peligro.

Releo mis anotaciones acerca de las afirmaciones de esa mujer cuando habló de sus poderes.

Hay una cosa que me desconcierta por completo: acabó diciendo que, cuando la influencia es leve, el sujeto sabe lo que hace, pero no puede gobernarse a sí mismo; mientras que, cuando la voluntad se ejerce con energía, el sujeto es absolutamente inconsciente.

Ahora bien: yo siempre he sabido lo que hacía; la noche pasada, sin embargo, no tanto como en las ocasiones anteriores.

Esto parece significar que no ha ejercido todavía sobre mí toda la fuerza de su poder.

¿Ha habido jamás un hombre colocado en mi misma situación?

Sí, puede que uno… y que está muy cerca. Charles Sadler debe saber algo de esto.

Sus difusos consejos de mantenerme vigilante cobran hoy sentido.

¡Ah! Si le hubiera escuchado no habría contribuido, a través de esas reiteradas sesiones, a fortalecer los eslabones de la cadena que me aprisiona.

Iré a verle hoy.

Me disculparé ante él por haber tomado tan a la ligera sus advertencias.

Veré si puede darme algunos consejos.

4 de la tarde

No, no puede.

He hablado con él, y se ha mostrado tan sorprendido en cuanto he empezado a aludir a mi horrendo secreto que no he podido seguir.

Hasta donde alcanzo a entender, en base a vagos signos y a deducciones más que a afirmaciones claras, lo que él experimentó se redujo a palabras o miradas parecidas a las que me han sido dirigidas.

El hecho mismo de que se haya apartado de la señorita Penelosa es suficiente para demostrar que él no ha sido nunca verdaderamente prisionero suyo.

¡Ah! ¡Si él supiera lo que habría podido ocurrirle!

Charles Sadler debería sentir gratitud por su flemático temperamento anglosajón. Yo soy moreno; soy un celta, y las garras de esa bruja penetran profundamente en mis nervios.

¿Conseguiré algún día liberarme de ella?

¿Volveré alguna vez a ser el mismo hombre que era hace tan sólo dos semanas?

Veamos. Estudiemos qué es lo mejor que puedo hacer.

No puedo ni pensar en alejarme de la Universidad en pleno semestre.

Si fuera libre, mi plan estaría ya trazado.

Me marcharía inmediatamente. Viajaría a Persia. Pero ¿dejaría ella que me fuera? Y, ¿no sería su influencia lo bastante fuerte para alcanzarme en Persia, haciéndome volver hasta quedar al alcance de su muleta?

Sólo mediante una amarga experiencia personal conoceré los límites de su infernal poder.

Lucharé; lucharé, lucharé.

¿Qué otra cosa puedo hacer?

Sé perfectamente que, hacia las ocho, se apoderará de mí esa necesidad invencible de su compañía y esa agitación angustiosa.

¿Cómo conseguiré superarlo? ¿Qué he de hacer?

He de conseguir que me sea imposible salir de mi habitación.

Cerraré la puerta con llave y tiraré la llave por la ventana. Sí; pero ¿cómo me las arreglaré por la mañana?

No pensemos en mañana. Es preciso, de todas todas, que rompa esta cadena que me aprisiona.

9 de abril

¡Victoria! Ayer, a las siete, después de una cena ligera, me encerré en mi habitación y tiré la llave al jardín.

Tomé una novela divertida y estuve tres horas tratando de leer en la cama, pero en realidad pasé esas horas temblando espantosamente, esperando a cada momento ser visitado por la influencia. Pero no ocurrió nada de ese estilo, y esta mañana me he levantado con la sensación de haber escapado a una tremenda pesadilla.

Quizá esa mujer se dio cuenta de lo que yo había hecho y comprendió que de nada serviría tratar de actuar sobre mí.

De cualquier modo, la he vencido una vez; y, si he podido conseguirlo una vez, lo conseguiré también otras.

Lo más fastidioso, por la mañana, era el asunto de la llave.

Por suerte, ahí abajo estaba un ayudante del jardinero, y le dije que me la tirara.

Debió creer que se me acababa de caer.

Haré clavar las puertas y las ventanas; encargaré a seis hombres fuertes que me retengan en la cama; todo antes que rendirme a discreción ante esa bruja.

Esta tarde recibí una nota de la señorita Marden pidiéndome que fuera a verla.

Pensaba hacerlo, fuera cual fuera el motivo, pero no esperaba encontrarme con malas noticias. Según parece, los Amstrong, de quienes Agatha tiene posibilidades de heredar, han embarcado en Adelaida en el Aurora y han escrito a la señora Marden para que les vaya a esperar a la ciudad.

Esto significará una ausencia de un mes o mes y medio. Como la llegada del Aurora se espera para el miércoles, tienen que partir de inmediato para llegar a tiempo.

Me consuela pensar que cuando volvamos a encontrarnos ya no habrá separación entre Agatha y yo.

—Quiero pedirte una cosa, Agatha —le dije cuando estuvimos solos—. Si por casualidad te encuentras con la señorita Penelosa, en la ciudad o aquí, prométeme que no te dejarás magnetizar por ella.

Agatha me miró con asombro.

—Pero si hace sólo unos pocos días decías que todo esto era interesantísimo y que estabas decidido a llevar tus experimentos hasta el final…

—Ya lo sé, pero he cambiado de opinión.

—¿Y has renunciado por completo a los experimentos?

—Sí.

—¡Oh! ¡Cuánto me alegro, Austin! No te imaginas el aspecto que tenías estos últimos días, pálido, cansado. Lo cierto es que ésa era la principal razón que nos impedía viajar ahora a Londres. No queríamos dejarte solo en un momento en que parecías tan abatido. Y tu comportamiento ha cambiado también, a veces de una manera tan extraña… Sobre todo esa noche en que dejaste al profesor Pratt-Haldane sin pareja de juego. Me convencí de que esos experimentos actuaban muy negativamente sobre tus nervios.

—Lo mismo pienso yo, querida.

—Y también sobre los nervios de la señorita Penelosa. ¿No te has enterado de que está enferma?

—No.

—Nos lo ha dicho la señora Wilson. Nos ha descrito su estado como una fiebre nerviosa. El profesor Wilson vuelve la semana próxima, y la señora Wilson quiere que para entonces la señorita Penelosa se haya recobrado, porque al señor Wilson le espera todo un programa de experimentos que piensa llevar a buen fin.

Quedé tranquilo al obtener la promesa de Agatha.

Era más que suficiente que aquella mujer tuviera entre sus garras a uno de los dos.

Por otra parte, me turbó enterarme de la enfermedad de la señorita Penelosa.

Eso disminuye en mucho la importancia de la victoria que pensé haber conseguido anoche.

Recuerdo haberle oído decir que el desmejoramiento de su salud afectaba negativamente su poder.

Tal vez por eso pude resistir tan fácilmente.

¡Bueno! De todos modos, esta noche he de tomar las mismas precauciones, y a ver qué ocurre.

Siento un terror pueril al pensar en ella.

10 de abril

Anoche funcionó todo perfectamente.

Ha sido divertido ver la cara que ha puesto el jardinero esta mañana, cuando he vuelto a llamarle para que me tirase la llave.

Me haré famoso entre la servidumbre si esto se repite. Pero lo que importa es que permanecí en casa, sin sentir ni la menor necesidad de salir.

Me parece que empiezo a liberarme de esa increíble servidumbre; a menos que, sencillamente, el poder de esa mujer esté neutralizado hasta que recobre las fuerzas. Ruego al Cielo que se dé la alternativa más favorable.

Las Marden se irán esta mañana, y me parece como si el sol primaveral hubiese perdido todo su resplandor. Sin embargo, es hermoso, ahí, brillando tras el castaño que veo desde mis ventanas y que proporciona un toque de alegría a los gruesos muros manchados de liquen de los viejos edificios universitarios.

¡Qué dulce y acariciadora es la naturaleza! ¡Qué tranquilizadora!

¿Cómo es posible que esa naturaleza oculte fuerzas tan impuras, posibilidades tan repugnantes?

Comprendo, desde luego, que esta cosa terrible que me ha ocurrido no se encuentra ni por encima de la naturaleza, ni fuera de ella.

No: es una fuerza natural la que puede emplear esa mujer, una fuerza que la sociedad ignora.

El mismo hecho de que esa fuerza varíe con la salud demuestra hasta qué punto está enteramente subordinada a las leyes físicas.

Si tuviera tiempo podría llegar hasta el fondo del asunto y descubrir el antídoto, pero cuando uno está entre las garras del tigre no es momento para pensar en domesticarlo: lo único que se puede hacer es liberarse a sacudidas.

¡Ah! Cuando me miro en el espejo y veo en él mis ojos negros y mi cara de español, de rasgos tan pronunciados, quisiera haber sido salpicado por vitriolo o haber quedado marcado de viruela.

Cualquiera de estas cosas me habría librado de todo esto.

Me inclino a pensar que esta noche tendré problemas.

Son dos las circunstancias que me lo hacen temer.

La primera es que me encontré en la calle con la señora Wilson y me dijo que la señorita Penelosa había mejorado, aunque sigue débil; la segunda es que el profesor Wilson vuelve dentro de uno o dos días, y su presencia será un freno para ella.

No tendría miedo de encontrarme con ella si estuviera presente un tercero.

Esas dos razones me hacen presentir que tendré problemas esta noche. Tomaré la precaución de las anteriores.

10 de abril

No. Gracias a Dios, anoche todo fue bien.

Habría sido excesivo volver a recurrir al jardinero, así que cerré la puerta y tiré la llave por encima, de modo que por la mañana tuve que pedirle a la criada que me abriera desde fuera. Pero la precaución no era en realidad necesaria, ya que en ningún momento sentí tendencia a salir.

¡Tres noches seguidas en casa! Sin duda están terminando mis sufrimientos: Wilson estará de vuelta hoy o mañana.

¿Le diré lo que he pasado? ¿Me callaré?

Estoy convencido de que no encontraría en él ni la menor simpatía. Me vería como un sujeto interesante y leería un comunicado sobre mi caso en la próxima reunión de la Sociedad Psíquica. Allí enfocaría seriamente la posibilidad de que yo hubiera mentido descaradamente, y compararía esta posibilidad con la de que esté afectado por una incipiente locura.

No. No iré a pedir ayuda a Wilson.

Me siento extrañamente ágil y enérgico. Creo que nunca he dado mi clase con mayor empuje.

¡Ah, si pudiera apartar de mi vida esa sombra! ¡Qué feliz sería!

Soy joven, disfruto de cierta holgura, estoy en primera fila en mi profesión, estoy prometido a una muchacha hermosa y encantadora: ¿no tengo todo lo que un hombre puede desear?

Sólo hay en el mundo una cosa que me atormenta; pero ¡qué cosa!

Medianoche

¡Acabaré loco! Sí, así terminará todo esto. Acabaré loco. Ya no estoy muy lejos de estarlo.

Me hierve la cabeza; la tengo apoyada en una mano ardiente. Se me estremece todo el cuerpo, como un caballo asustado.

¡Oh, qué noche he pasado!

Pese a todo, también tengo algún motivo para alegrarme. A riesgo de convertirme en objeto de risa para los criados, deslicé la llave por debajo de la puerta, convirtiéndome en un prisionero para toda la noche.

Después, como me parecía que era demasiado temprano para acostarme, me tendí vestido en la cama y me puse a leer una novela de Dumas.

De pronto fui arrebatado… Sí: arrebatado, arrastrado fuera de la cama.

Sólo estos términos son capaces de describir la fuerza irresistible que hizo presa en mí.

Me así de la manta, me sujeté en la madera de la cama. Incluso me parece que grité, frenético.

Todo inútil. No pude resistir. Tuve que obedecer. No podía sustraerme a esa fuerza.

Sólo en los primeros momentos opuse alguna resistencia. La influencia no tardó en ser demasiado abrumadora para luchar contra ella.

Doy gracias a Dios de que no hubiera allí gente para guardarme, porque, de haberla habido, no habría podido responder de mí mismo.

A esa determinación de salir iba unida una idea muy clara y viva sobre los medios a emplear para conseguirlo.

Encendí una vela, me puse de rodillas delante de la puerta y traté de atraer la llave hacia mí usando una pluma de oca, pero era demasiado corta y sólo conseguí alejar un poco más la llave.

Entonces, con sosegada obstinación, saqué de un cajón un abrecartas y con él pude conseguir la llave.

Abrí la puerta.

Entré en mi gabinete y cogí de encima del escritorio una fotografía mía. Escribí en ella unas palabras y me la puse en el bolsillo interior del abrigo.

Luego me encaminé a casa de los Wilson.

Lo veía todo dentro de una claridad extraordinaria y, sin embargo, todo me parecía ajeno al resto de mi propia vida, ajeno como podrían serlo las incidencias del más vivo de los sueños.

Me poseía una especie de doble conciencia.

Estaba, en primer lugar, la voluntad ajena que predominaba y que tendía a arrastrarme junto a la propietaria de dicha voluntad; y estaba también otra personalidad, más débil, que se resistía, y reconocía en ella a mi propio yo, un yo que luchaba débilmente contra el impulso todopoderoso, como un perro que lucha contra la correa que lo sujeta.

Recuerdo también haberme dado cuenta del conflicto suscitado entre esas fuerzas; en cambio, no recuerdo nada de lo que sucedió mientras andaba, ni de cómo entré en la casa.

Sin embargo, conservo una imagen sumamente nítida de mi encuentro con la señorita Penelosa.

Estaba tendida en el diván, en el saloncito donde habitualmente se realizaban nuestros experimentos. Tenía la cabeza apoyada en la mano y estaba parcialmente tapada con una piel de tigre.

Cuando entré, alzó la mirada, con la expresión de quien está esperando. La luz de la lámpara daba de lleno en su rostro y pude ver que estaba muy pálida y desmejorada, y que tenía unos surcos oscuros bajo los ojos.

Me sonrió y me indicó con la mano una silla a su lado.

Empleó la mano izquierda para ese ademán. Yo avancé velozmente, cogí aquella mano y… y… me doy asco a mí mismo al pensarlo, pero me la llevé a los labios apasionadamente.

Luego me senté en la silla, sin soltarle la mano, y le entregué la fotografía que había traído.

Hablé y hablé; le conté mi amor por ella, el dolor que me había causado su enfermedad, la alegría que me daba su restablecimiento, y le dije hasta qué punto me sentía desgraciado cuando pasaba una sola velada sin verla.

Ella permanecía inmóvil, manteniendo su mirada imperiosa fija en mí, con una sonrisa provocadora.

Recuerdo que en un momento dado me pasó la mano por el cabello, como quien acaricia a un perro; y aquella caricia me causó placer.

Eso me hizo estremecer.

Me convertí en su esclavo en cuerpo y alma, y en aquel momento me alegré de mi esclavitud.

Y entonces tuvo lugar el feliz cambio. Que nadie me diga que no existe la Providencia. Me encontraba en el borde mismo de la perdición, mis pies rozaban el precipicio.

¿Fue acaso por simple coincidencia que me llegó el socorro, justo en aquel momento?

No, no: existe la Providencia, y fue su mano la que me hizo retroceder.

Hay en el universo algo más poderoso que esa diablesa, pese a todas sus artimañas.

¡Ah! ¡Qué alivio para mi espíritu pensar esto!

Al alzar la mirada hacia ella percibí un cambio. Su cara, pálida hasta entonces, se había puesto lívida. Tenía los ojos nublados y se le estaban cerrando los párpados; y, por encima de todo, había desaparecido de su fisonomía aquel aire de tranquila confianza. Su boca había perdido firmeza, y era como si su frente se hubiera estrechado.

Parecía asustada y titubeante.

Y, mientras observaba este cambio en ella, sentí en mi ánimo una especie de vacilación. Mi espíritu se puso a luchar, como si intentara escapar violentamente a la tenaza que lo aprisionaba; tenaza que apretaba menos a cada instante.

—Austin —dijo con voz débil—, he confiado demasiado en mí. No estaba aún lo bastante fuerte. No me he recuperado de la enfermedad. Pero no podía seguir viviendo sin verte. ¡No me dejes, Austin! Es una debilidad momentánea. Espera cinco minutos y volveré a ser yo misma. Acércame ese frasco que está en la mesa, junto a la ventana.

Pero yo había recobrado el dominio de mi alma.

Mientras sus fuerzas se extinguían, la influencia sobre mí se disipaba. Me sentí liberado.

Me puse agresivo. La ataqué con amargura, con furia.

Por lo menos en una ocasión he podido contarle a esa mujer cuáles eran mis auténticos sentimientos hacia ella.

Mi espíritu rebosaba de un odio que era tan brutal como el amor contra el que reaccionaba. Era el mío el furor desenfrenado, asesino, del esclavo rebelde.

Habría sido capaz de asir la muleta que tenía a su lado y machacarle la cara con ella.

Extendió las manos hacia delante, como para protegerse de un golpe, y, retrocediendo ante mí, se parapetó en un extremo del diván.

—¡El aguardiente! ¡El aguardiente! —dijo con voz cambiada.

Cogí el frasco y lo vacié en las raíces de una palma que estaba en la ventana. Luego le arrebaté la fotografía y la desgarré en mil pedazos.

—¡Mujer miserable! —dije—. ¡Si yo cumpliera con mi deber para con la sociedad, no saldrías viva de esta habitación!

—Te quiero, Austin, te quiero —gimió.

—¡Sí! —grité—. ¡Como has querido a Charles Sadler! ¿Y a cuántos antes que a él?

—Charles Sadler —dijo ella, jadeante—… ¿Te ha hablado? ¡Ah! ¡Charles Sadler, Charles Sadler!

Su voz pasaba entre sus labios como el silbido de una serpiente.

—Te conozco, sí —dije—; y otros te conocerán también, bestia impúdica. Conoces mi posición, y, a pesar de todo, has empleado tu espantoso poder para atraerme hacia ti. Podrás hacerlo de nuevo, pero al menos te acordarás de haberme oído decir que amo a la señorita Marden apasionadamente, y que tú me inspiras asco y espanto. Sólo el verte, sólo el oír tu voz, ya basta para llenarme de odio y repugnancia. Siento náuseas sólo de pensar en ti. Esto es lo que siento por ti; y, si quieres volver a atraerme con tus mañas, como esta noche, imagino que no sentirás demasiado placer al convertir en tu enamorado a un hombre que te ha dicho lo que realmente piensa de ti. Podrás poner en mi boca las palabras que tú quieras, pero no podrás olvidar…

Me detuve, porque aquella mujer se había caído hacia atrás, desmayada.

No era capaz de escuchar hasta el final lo que tenía que decirle.

¡Qué ardiente sensación de victoria experimento al pensar que, ocurra lo que ocurra a partir de ahora, esa mujer no puede ya engañarme en cuanto a mis verdaderos sentimientos hacia ella!

Pero ¿qué ocurrirá a partir de ahora?

No me atrevo a pensarlo.

¡Oh! ¡Si pudiera tener la esperanza de que me dejará en paz! Pero cuando pienso en lo que le he dicho…

Da igual. Una vez, por lo menos, habré sido más fuerte que ella.

11 de abril

Esta noche apenas he dormido, y por la mañana me he sentido tan destemplado, nervioso y febril que he tenido que rogar a Pratt-Haldane que diera mi clase.

Será la primera vez que me he ausentado.

Me levanté a mediodía, pero con dolor de cabeza, las manos temblorosas y los nervios en un estado lamentable.

Esta noche he recibido una visita.

¿Será posible? Wilson en persona. Acaba de volver de Londres, donde ha dado conferencias, ha desenmascarado a un médico, ha dirigido una serie de experimentos sobre la transmisión de pensamiento, se ha entrevistado con el profesor Richet, de París, ha pasado horas y horas mirando en un cristal, y ha obtenido algunos resultados relativos a la penetración de la materia por el espíritu.

Me contó todo esto de un tirón.

—Pero ¿y usted? —exclamó, finalmente—. No tiene buen aspecto. Y la señorita Penelosa está sumida en una total postración. ¿Y los experimentos? ¿Qué tal van?

—Los he abandonado.

—¿Por qué?

—Esos estudios me parecían peligrosos.

Acto seguido sacó su cuaderno de notas marrón.

—Esto es muy interesante —dijo—. ¿Qué razones tiene para decir que estos estudios son peligrosos? Le ruego que me enumere los hechos por orden cronológico, con las fechas aproximadas y nombres de testigos fidedignos, junto con sus direcciones.

—Antes de nada —le pregunté—, ¿querrá decirme si le constan casos en que un magnetizador haya adquirido poder sobre su objeto y lo haya empleado con fines culpables?

—¡Docenas y docenas! —exclamó, exaltado—. Crimen por sugestión.

—No hablo de sugestión. Me refiero a lo que ocurre cuando de una persona alejada llega un impulso repentino… un impulso irresistible.

—¡Obsesión! Es el fenómeno menos frecuente… Tenemos ochos casos, cinco de ellos demostrados. No irá usted a decirme…

Estaba tan exaltado que apenas podía articular las palabras.

—No, no quiero decirle… —le contesté—. Sabrá disculparme, pero esta noche no me siento demasiado bien. Adiós.

Así conseguí librarme de él.

Se marchó blandiendo su cuaderno y su lápiz.

Sin duda me cuesta aguantar mis problemas, pero será mejor que me los guarde para mí y que no los exhiba ante Wilson como un fenómeno de feria.

Wilson ha perdido de vista a los seres humanos. Para él todo se reduce a casos, a fenómenos.

Ni aunque me maten volveré a hablarle de este asunto.

12 de abril

Ayer fue un día de tranquilidad. La velada ha transcurrido sin ningún incidente.

¿Qué puede hacer ahora esa mujer?

Sin duda, después de oírme decir lo que le dije, debe sentir por mí tanta antipatía como yo por ella.

No; no puede, no puede querer por amante a alguien que le ha insultado tanto.

No. Creo que me he librado de su amor…

Pero ¿qué puede esperarse de su odio?

¿No empleará acaso su poder para vengarse?

¡Bah! ¿Por qué asustarme a mí mismo con fantasías?

Ella me olvidará, yo la olvidaré, y todo irá bien.

13 de abril

Mis nervios han recobrado toda su compostura.

Creo de veras haber vencido a ese ser; pero debo admitir que no vivo sin aprensiones. Se ha restablecido; me he enterado de que esta tarde ha ido a dar un paseo en coche con los Wilson por la Avenida Principal.

14 de abril

Me gustaría alejarme para siempre.

Huiré, iré a encontrarme con Agatha en cuanto termine el semestre.

Reconozco que es una lamentable debilidad por mi parte, pero esa mujer me afecta los nervios de mala manera.

He vuelto a verla, y he vuelto a hablar con ella.

Fue inmediatamente después de la comida. Estaba fumándose un pitillo en mi gabinete. Oí en el pasillo los pasos de mi criado, Murray.

Me pareció oír vagamente otros pasos detrás.

No me preocupaba demasiado quién pudiera ser, pero un ligero ruido me hizo saltar de la silla, temblando de temor.

Nunca me había fijado especialmente en qué clase de ruido puede provocar una muleta, pero mis nervios conmocionados me dijeron que a eso correspondían los ruidos secos de madera alternándose con el sonido sordo de los pies en el suelo.

Y, al cabo de un instante, mi criado la hizo pasar.

Ni siquiera traté de cumplir con las formas convencionales de la cortesía.

Tampoco ella lo intentó.

Me quedé mirándola fijamente, con la colilla del cigarrillo entre los dedos.

Ella, por su parte, me miró en silencio, y, ante la expresión de su mirada, recordé las páginas en las que había tratado de describir esa expresión, preguntándome si era burlona o cruel.

Aquel día era una expresión de crueldad, de una crueldad fría e implacable.

—Muy bien —dijo por fin—. ¿Sigue usted con la misma disposición de ánimo que la última vez que le vi?

—Mi disposición de ánimo ha sido siempre la misma.

—Entendámonos, profesor Gilroy —dijo ella, lentamente—. No soy persona de la que se pueda uno burlar fácilmente, y ahora mismo podría dejárselo claro. Fue usted quien me rogó participar en una serie de experimentos; fue usted quien conquistó mi afecto; usted quien declaró su amor por mí; usted quien me trajo su fotografía, con unas palabras de afecto escritas en ella; y fue usted quien, aquella misma noche, consideró oportuno cubrirme de insultos y dirigirse a mí en unos términos que ningún hombre se había jamás atrevido a emplear conmigo. Dígame que esas palabras se le escaparon en un momento de ofuscación. Estoy dispuesta a olvidar y perdonar. Usted no quería decir lo que dijo, ¿no es cierto, Austin? No me odia usted realmente…

Habría podido apiadarme de aquella mujer deforme; tanto ardor, tanta súplica amorosa había detrás de su mirada amenazadora.

Pero, pensando en los sufrimientos por los que había pasado, mi corazón fue duro como el pedernal.

—Si me ha oído hablarle de amor —dije—, sabe usted muy bien que era su voz la que hablaba, no la mía. Lo único sincero que he podido decirle son las palabras que oyó usted en nuestra última entrevista.

—Ya sé. Alguien le ha hablado mal de mí. ¿Ha sido él?

Golpeó el suelo con su muleta.

—¡Pues bien! —prosiguió—. Sabe usted perfectamente que podría obligarle ahora mismo a tumbarse a mis pies como un perrito. Ya no volverá a encontrarme en momentos de debilidad en los que puede insultarme impunemente. Cuidado con lo que hace, profesor Gilroy. Está usted en una situación terrible. Todavía no se ha dado cuenta de todo el poder que tengo sobre usted.

Me encogí de hombros y aparté la mirada.

—Muy bien —prosiguió ella después de una pausa—. Si desprecia mi amor, veré qué puede hacer el miedo. Ahora sonríe, pero llegará el día en que me pida perdón a voz en grito. Sí; con todo su orgullo, se arrastrará usted a mis pies y maldecirá el día en que hizo de mí, su mejor amiga, su enemiga más cruel. Cuidado, profesor Gilroy.

Vi agitarse en el aire una mano blanca; su rostro casi no era ya humano, hasta tal punto lo desfiguraba la pasión.

Al cabo de un momento se había ido. La oí alejarse por el pasillo, cojeando y dando golpes con la muleta.

Pero me ha dejado un peso en el corazón.

Me abruman vagos presentimientos sobre desgracias futuras.

Me esfuerzo inútilmente para convencerme de que sus palabras eran sólo producto de la ira. Recuerdo demasiado bien esos ojos despiadados para creer que es así.

¿Qué hacer? ¡Ay! ¿Qué hacer?

Ya no soy dueño de mi espíritu.

En cualquier momento puede penetrar en él ese infame parásito, y entonces…

Tengo que contarle a alguien mi espantoso secreto… Tengo que contarlo, o me volveré loco.

¡Si tuviera a alguien que simpatizara conmigo, alguien que me aconsejara…!

¿Wilson? Ni pensarlo.

Charles Sadler sólo me comprendería dentro de los límites de su propia experiencia.

¡Pratt-Haldane! Es un hombre muy equilibrado, abundantemente provisto de sentido común y de capacidad práctica.

Iré a verle y se lo contaré todo. ¡Quiera Dios que sea capaz de aconsejarme!

6h. 45 minutos de la tarde

No, no hay socorro humano que me valga. He de luchar solo.

Tengo ante mí dos soluciones: convertirme en amante de esa mujer, o ser víctima de las persecuciones a las que quiera someterme.

Aunque no me sometiera a ninguna, viviría en un infierno de temores. Pero ¡que me atormente, que me lleve a la locura, que me mate! ¡No cederé! ¡Nunca, nunca!

¿Puede acaso infligirme algo peor que perder a Agatha, que la certidumbre de ser un embustero, un perjuro, un hombre que ha perdido todo derecho al título de caballero?

Pratt-Haldane ha sido la amabilidad personificada y ha escuchado mi historia con toda la cortesía posible; pero sólo viendo la solidez de sus facciones, la tranquilidad de su mirada, el mobiliario macizo de su gabinete, ya me ha costado decirle lo que había ido a exponerle.

15 de abril

Es la primavera más hermosa que jamás haya visto; ¡tan verde, tan suave, tan bella!

¡Ah! ¡Qué contraste entre la naturaleza exterior y mi espíritu, tan devastado por la duda y el terror!

El día ha transcurrido sin ningún incidente, pero sé que estoy al borde del abismo. Lo sé y, sin embargo, sigo avanzando, siguiendo los carriles habituales de mi vida.

El único rayo de luz que llega hasta mí es el hecho de que Agatha sea feliz, se encuentre bien y esté fuera de todo peligro.

¡Todo, en aquel entorno, era tan sustancial, tan material!

Luego, ¿qué habría podido decirle, yo mismo, no hace ni siquiera un mes, a un colega que hubiera venido a contarme una historia de posesión diabólica?

Quizá yo no habría mostrado tanta paciencia como Pratt-Haldane.

De cualquier modo, anotó todo lo que le dije, me preguntó cuánto té bebía, si había trabajado con exceso, si tenía dolores de cabeza repentinos, si sufría de pesadillas, de zumbidos en los oídos, si veía destellos… Preguntas todas que me demostraban que no veía en mis sufrimientos nada más que una congestión cerebral.

En suma: se despidió de mí después de haberme soltado una sarta de trivialidades acerca de la necesidad de ejercicio al aire libre y de evitar cualquier sobreexcitación nerviosa.

Me extendió una receta en la que figuraban el doral y el bromuro. La arrugué y la tiré en la cuneta.

No, no encontraré ayuda en ningún ser humano.

Si acudo a otras personas, puede que se comuniquen entre ellas, y acabaré en un manicomio.

Lo único que está a mi alcance es hacer acopio de todo mi valor y rezar para que un hombre honesto no quede abandonado.

Si ese ser pudiera echarnos mano a todos, ¿qué no estaría a su alcance?

Esa mujer es ingeniosa en sus persecuciones. Sabe hasta qué punto amo mi trabajo, y lo bien considerada que está mi enseñanza. Así que ha orientado sus ataques en esa dirección.

Todo esto acabará, me doy perfecta cuenta, en que perderé la cátedra; pero lucharé hasta recibir el golpe de gracia. No me privará de mi cátedra sin que luche.

Esta mañana, durante mi clase, no noté ningún cambio en mí; sólo por uno o dos minutos sentí un vértigo, una náusea, que desaparecieron rápidamente. Más bien me felicité por haber sabido exponer mi tema con amenidad y claridad. Se trataba de las funciones de los glóbulos rojos. Así que me quedé sorprendido cuando uno de los estudiantes entró en mi laboratorio, inmediatamente después de la clase, y me dijo lo asombrado que estaba al constatar tanta diferencia entre mis afirmaciones y las de los libros.

Me enseñó su libreta de notas, y en ella pude ver que, durante parte de la clase, había expuesto herejías absolutamente indignantes y anticientíficas.

Protesté, naturalmente. Le aseguré que me había entendido mal; pero cuando comparé sus anotaciones con las que habían tomado sus compañeros tuve que admitir que tenía razón y que yo había emitido varias afirmaciones absurdas. Saldré del paso atribuyendo el hecho a un despiste pasajero, pero me doy cuenta de que es el comienzo de una cadena.

Sólo falta un mes para que termine el semestre.

Quiera Dios que pueda aguantar hasta entonces.

26 de abril

Han pasado diez días sin que haya tenido el valor suficiente para mantener mi diario al día.

¿Para qué consignar cosas que me humillan y me degradan?

Me había jurado no volver a abrir mi diario.

Sin embargo, la fuerza de la costumbre puede tanto que héme aquí una vez más, anotando mis espantosas experiencias; de idéntico modo se han dado casos de suicidas que han tomado notas sobre el veneno que les iba matando.

¡Pues bien! El estallido que ya había previsto se ha producido; ayer, sin ir más lejos. Las autoridades académicas me han separado de mi cátedra.

Lo han hecho del modo más delicado, explicando que se trata de una medida temporal basada en el deseo de aliviarme de los efectos del exceso de trabajo, hasta que pueda restablecerme. Pero el hecho está ahí: he dejado de ser el profesor Gilroy.

La dirección del laboratorio sigue en mis manos, pero supongo que no tardarán en quitármela también.

Lo cierto es que mis clases se habían convertido en motivo de burla para la Universidad.

Mi aula se llenaba de estudiantes que acudían para ver y oír lo que iba a hacer o decir el profesor chiflado.

No me siento capaz de anotar los detalles de mi humillación.

¡Oh! ¡Esa mujer diabólica! No hay bufonada o estupidez, por tremenda que sea, que no me haya obligado a cometer.

Empezaba cada clase de modo claro y pertinente, pero tenía siempre la sensación de que mi inteligencia iba a sufrir un eclipse.

Entonces, al sentir la influencia, luchaba contra ella; apretaba los puños, sudaba tratando de vencerla; y, mientras, los estudiantes escuchaban mis frases incoherentes y contemplaban mis contorsiones, riéndose a carcajadas de los disparates de su profesor.

Luego, cuando se había apoderado por entero de mí, esa mujer me obligaba a decir las cosas más absurdas. Incluso contaba chistes tontos, soltaba frases sensibleras como si hiciera un brindis, tarareaba canciones populares y arremetía groseramente contra tal o cual de los presentes.

Luego, de repente, mi mente recobraba toda su claridad, reanudaba la lección y la terminaba correctamente.

¿Es de extrañar, pues, que mi comportamiento se convirtiera en objeto de charla en toda la Universidad? ¿Es de extrañar que el Consejo de la Universidad se haya visto obligado a responder oficialmente a semejante escándalo?

Lo más terrible en todo esto es mi soledad.

Aquí estoy, apoyado en la repisa de una banal ventana inglesa que da a una banal calle inglesa, con sus policías paseando; y ahí, detrás de mí, se yergue una sombra que nada tiene en común con este siglo, con este ambiente.

En pleno corazón del país de la ciencia, estoy aplastado y atormentado por un poder del que nada sabe la ciencia.

Ningún juez accedería a prestarme oído; ningún periódico querría debatir mi caso; ningún médico admitiría los síntomas de mi estado.

Mis amigos más íntimos no verían en todo esto otra cosa que una señal de un desquiciamiento de mi razón.

He perdido todo contacto con mis congéneres.

¡Ah! ¡Maldita mujer! Que se ande con ojo. Muy bien podría empujarme demasiado lejos. Cuando la ley no puede hacer nada por uno, entonces uno se puede forjar una ley propia.

Me la encontré ayer por la noche en la Avenida Principal y me dirigió la palabra. Fue quizá una suerte para ella que ese encuentro no se produjera entre los setos de un solitario camino vecinal.

Me preguntó, con su gélida sonrisa, si me había ablandado un poco.

No me digné contestarle.

—Habrá que darle otra vuelta al torno —dijo ella.

¡Ah! ¡Cuidado, señora! ¡Cuidado!

Ya la tuve una vez a mi discreción. Puede que se presente otra oportunidad.

28 de abril

La suspensión de mis clases ha tenido como resultado positivo, por lo menos, el privarla de los medios de acosarme; de modo que he disfrutado de dos días felices y tranquilos.

Al fin y al cabo, no tengo motivos para desesperarme.

Me llegan de todos lados testimonios de simpatía; todo el mundo admite que han sido mi dedicación a la ciencia y el arduo carácter de mis investigaciones las que han desquiciado mi sistema nervioso.

El Consejo me ha mandado una carta, redactada en los términos más amables, sugiriéndome que haga un largo viaje, y expresando la seguridad y la esperanza de que me encuentre en condiciones de reincorporarme a comienzos del semestre de verano.

No pueden ser más halagadores los términos en que se alude a mi pasado, a los servicios que he prestado a la Universidad.

Solamente en la desgracia se puede comprobar la propia popularidad.

Quizá ese ser dejará de torturarme, y entonces se arreglará todo. Dios lo quiera.

29 de abril

Nuestra pequeña y somnolienta ciudad ha conocido un pequeño acontecimiento sensacional.

La única forma que aquí adopta el crimen consiste en que un subgraduado alborotador rompa algunas farolas o se pelee con un policía.

Pero anoche hubo un intento de robo con fractura en la sucursal del Banco de Inglaterra, y todo el mundo está muy excitado.

Parkurson, el director de la sucursal, es íntimo amigo mío. Lo encontré muy nervioso al pasar por allí, dando un paseo. Aunque los ladrones hubieran conseguido entrar en el banco, habrían tenido que vérselas todavía con las cajas fuertes; de modo que la defensa estaba mucho mejor armada que el ataque. A decir verdad, ese ataque no parece haber sido demasiado impetuoso.

Dos de las ventanas de la planta baja tienen señales de un intento de forzarlas por medio de unas tijeras o cualquier otro objeto introducido en las ranuras.

La policía debe disponer de una buena pista, ya que los marcos de las ventanas habían sido pintados de verde durante el día; así que debe haber manchas de pintura verde en las manos o en la ropa del culpable.

4 de la tarde

¡Ah! ¡Maldita mujer! ¡Mil veces maldita! ¡No importa! ¡No podrá conmigo; no, no podrá!

Pero ¡qué monstruo!

Ya me ha hecho perder la cátedra; ahora ataca mi honor.

No hay nada, pues, que pueda hacer contra ella, como no sea…? Pero, por muy acosado que esté, no puedo admitir esa idea.

Entré hace una hora en mi dormitorio, y me estaba peinando ante el espejo cuando mi mirada tropezó con algo que me dejó tan anonadado y helado de miedo que tuve que sentarme al borde de la cama; me eché a llorar.

Hace no sé cuántos años que no lloraba, pero esta vez me había abandonado toda mi energía nerviosa.

No pude hacer otra cosa que sollozar, en un ataque de impotencia, de dolor y de ira.

La chaqueta de andar por casa, que me pongo habitualmente después de cenar, estaba colgada de una percha, junto al armario, ¡y la manga derecha estaba cubierta por una espesa capa de pintura verde, desde el puño hasta el codo!

¡A eso se refería al hablar de «darle otra vuelta al torno»!

Me ha convertido públicamente en un imbécil, y ahora quiere infamarme como un criminal.

Esta vez ha fracasado; pero ¿y la próxima vez…? No me atrevo a pensarlo.

¡Agatha! ¡Y mi pobre y anciana madre!

Quisiera estar muerto.

Sí, ésa es la segunda vuelta del torno, y sin duda aludía a esto cuando me advirtió que yo no sospechaba todavía la magnitud de su poder sobre mí.

Releo las anotaciones que tomé de mi conversación con ella; leo que, con un esfuerzo leve por su parte, el sujeto conservaría la conciencia, pero que, con un esfuerzo mayor, actuaría inconscientemente.

Anoche, yo era inconsciente.

Habría podido jurar que había pasado la noche durmiendo profundamente en mi casa, sin ni siquiera haber soñado.

Sin embargo, ahí están esas manchas que demuestran que me vestí, salí, traté de forzar las ventanas del banco, y regresé.

¿Me habrán visto?

Quizá alguien me viera actuando y me siguiera hasta mi casa.

¡Ah! ¡Mi vida se ha convertido en un infierno! Ya no tengo paz ni descanso. Pero mi paciencia está llegando a su límite.

10 de la noche

He limpiado la chaqueta con trementina. No creo que nadie me viera.

Fue mi destornillador el que dejó las señales. Lo he encontrado manchado de pintura y lo he limpiado.

La cabeza me duele como si estuviera a punto de estallar.

He tomado cinco pastillas de antipirina. De no ser por Agatha, habría tomado cincuenta y habría acabado con todo.

3 de mayo

Tres días de tranquilidad.

Esa diablesa infernal juega como el gato con el ratón. Me suelta para volver a saltar sobre mí.

Mi miedo es mayor cuando todo está tranquilo.

Mi condición física es lamentable: tengo un hipo que no para, y me cae el párpado izquierdo.

He oído decir que las Marden vuelven pasado mañana.

No sé si esto me alegra o me disgusta. En Londres estaban seguras; aquí pueden quedar atrapadas en la telaraña de desdicha en que me debato. Tengo que hablarles del asunto.

No puedo casarme con Agatha mientras no esté seguro de ser responsable de mis actos.

Sí, tengo que hablarles del asunto, aunque esto signifique una ruptura.

Esta noche se celebra el baile de la Universidad y tengo que ir. Dios sabe que jamás me he sentido tan poco inclinado a las diversiones, pero es preciso que no puedan decir que no estoy en condiciones de mostrarme en público.

11 h. 30 minutos de la noche

He ido al baile.

Charles Sadler y yo fuimos juntos, pero yo me he ido antes.

De todos modos le esperaré en casa, porque estas noches me da miedo abandonarme al sueño.

Charles es un muchacho alegre, práctico; su conversación revitalizará mis nervios.

La velada, en suma, ha sido excelente.

He hablado con todas las personas que tienen alguna influencia y creo haberles demostrado que mi cátedra no está todavía vacante.

Esa miserable estaba en el baile. No podía bailar, pero estaba allí, sentada con la señora Wilson.

Muchas veces su mirada se dirigió hacia mí.

Fue prácticamente lo último que vi al examinar el salón.

En un momento determinado, mientras estaba sentado de lado respecto a ella, la miré a hurtadillas y vi que seguía a alguien con la mirada.

Seguía a Sadler, que estaba entonces bailando con la señorita Thurston, la menor.

A juzgar por la expresión de la muchacha, es una suerte para Sadler no encontrarse tan atrapado como yo en las garras de esa miserable. No sabe de qué se ha librado.

Me parece oír sus pasos en la calle. Bajaré para que entre en casa… si quiere.

4 de mayo

¿Por qué salí la pasada noche? No bajé; al menos, no recuerdo haberlo hecho. Claro que, por otra parte, tampoco recuerdo haberme acostado.

Tengo una mano muy hinchada esta mañana, pero no recuerdo en absoluto habérmela dañado.

Por lo demás me siento estupendamente después de la fiesta de ayer.

Pero no logro comprender cómo es posible que no viera a Charles Sadler, cuando tenía tantos deseos de hablar con él.

¿Será posible…? Dios mío, es más que probable… ¿No me habrá llevado otra vez esa mujer a cometer algún disparate?

Bajaré a ver a Sadler y le interrogaré.

Mediodía

Las cosas han llegado a un punto crítico. Mi vida no merece ya la pena de ser vivida. Pero si debo morir, morirá también ella. No permitiré que me sobreviva y que lleve a otro a la locura, como ha hecho conmigo. No. Mi paciencia ha alcanzado su límite.

Me ha convertido en el ser más desesperado y peligroso que hay en la tierra. Dios sabe que no le haría daño a una mosca, pero si le echase la mano encima a esa mujer, no saldría viva.

Hoy la veré. Se enterará de lo que puede esperar de mí.

Fui a ver a Sadler y me sorprendió mucho encontrarlo en cama.

Cuando entré se incorporó, y me miró con una cara que me sobresaltó.

—¡Vaya, Sadler! ¿Qué ha ocurrido? —le pregunté.

Pero mientras hablaba se me heló el espíritu.

—Gilroy —me contestó, musitando entre sus labios tumefactos—, hace semanas, varias semanas que me pregunto si está usted loco. Ahora estoy seguro; y estoy seguro, además, de que es usted un loco peligroso. Si no me hubiera contenido el miedo a provocar un escándalo perjudicial para la Universidad, ahora estaría usted en manos de la policía.

—¿Qué quiere decir? —exclamé.

—Quiero decir que ayer por la noche, en cuanto abrí la puerta, se abalanzó usted sobre mí, me golpeó en la cara con ambos puños, luego me tiró al suelo, me dio puntapiés en las costillas y me dejó en la calle, casi sin sentido. ¡Fíjese en su mano! Es una prueba contra usted.

Sí. Era cierto. Mi mano, desde la muñeca, tenía la clase de hinchazón que produce el haber asestado un golpe terrorífico.

¿Qué hacer? Aunque Sadler estuviera convencido de que yo estaba loco, tenía que contárselo todo.

Me senté junto a su cama y le narré todos mis suplicios, desde el comienzo. Se lo conté todo, con manos temblorosas, con palabras cuyo ardor habría logrado convencer hasta al más escéptico.

—Me odia, y le odia también a usted —grité—. Se vengó de ambos al mismo tiempo, anoche. Me vio salir del baile y debió verle salir a usted también. Sabía el tiempo que le llevaría llegar hasta la casa, y entonces puso en marcha su voluntad criminal. ¡Ah! Su cara, con sus contusiones, es muy poca cosa comparada con las heridas que tengo yo en el alma.

—Sí, sí —musitó él—; me vio salir del baile. Esa mujer es capaz de eso… Pero ¿será posible que realmente le haya llevado a usted hasta este estado? ¿Qué piensa hacer?

—Acabar con esto —grité—. Me ha empujado hasta el límite. Hoy la avisaré noblemente, y la próxima vez será la última.

—No sea imprudente —me dijo Sadler.

—¡Que no sea imprudente! —exclamé—. La única imprudencia que podría cometer sería permitir que esto durara una hora más.

Dicho esto, me abalancé fuera de la habitación.

Y he aquí que me encuentro en vísperas de un acontecimiento que puede ser el punto crítico de mi vida.

Voy a actuar de inmediato.

Hoy he obtenido un gran logro; hay por lo menos un hombre que admite la realidad de esta monstruosa aventura mía.

Si ocurriera lo peor, aquí está este diario para testimoniar hasta dónde me he visto arrastrado.

Noche

Cuando llegué a casa de los Wilson me hicieron subir inmediatamente y me encontré frente a la señorita Penelosa.

Tuve que escuchar durante media hora el parloteo entusiasta de Wilson acerca de sus recientes investigaciones sobre la precisa naturaleza de los trances espiritistas, mientras aquel ser y yo permanecíamos en silencio, mirándonos sesgadamente.

Yo leía en su mirada un regocijo siniestro. Ella debió leer en la mía el odio y la amenaza.

Casi había abandonado la esperanza de hablar con ella a solas cuando llamaron a Wilson, que tuvo que salir de la habitación. Nos quedamos cara a cara algunos minutos.

—¡Bueno, profesor Gilroy! —me dijo, con esa sonrisa acre propia de ella—. Mejor dicho, señor Gilroy, ¿qué tal le va a su amigo, el señor Sadler, después del baile?

—¡Se han acabado tus artimañas, diablesa! —grité—. Ya basta. Escucha lo que voy a decirte.

Atravesé la habitación a zancadas y la sacudí brutalmente por los hombros.

—¡Tan cierto como que hay un Dios en el cielo, te juro que si vuelves a cometer contra mí alguna de tus maldades infernales te lo haré pagar con la vida! ¡Pase lo que pase, te mataré! He llegado al límite de lo que un hombre puede soportar.

—Todavía no hemos acabado de saldar nuestras cuentas —dijo ella con una vehemencia igual a la mía—. Sé amar, y sé odiar. Podías elegir, y preferiste rechazar mi amor a puntapiés. Ahora tienes que saborear mi odio. Será necesario un pequeño esfuerzo para acabar con tu testarudez, pero se conseguirá… La señorita Marden vuelve mañana, según tengo entendido.

—¿Y eso a ti qué te importa? —grité—. La insultas sólo con pensar en ella. Si te creyera capaz de hacerle el menor daño…

Estaba asustada: me daba cuenta. Aunque trataba de mostrarse segura, leía en mi pensamiento y retrocedía ante mí.

—La señorita Marden es afortunada al tener un campeón como usted —me dijo—. ¡Un hombre que se atreve a amenazar a una mujer sola! Desde luego, he de felicitar a la señorita Marden por tener a semejante protector.

Lo que decía era amargo; su tono y su expresión eran todavía más acres.

—Sobran las palabras —dije—. Sólo he venido a advertirle, del modo más solemne, que la próxima villanía que haga conmigo será la última.

Tras decir esto, oí los pasos de Wilson subiendo las escaleras y salí de la habitación.

Sí. Por muy venenosa y terrible que sea su expresión, ahora debe empezar a darse cuenta de que tiene tanto que temer de mí como yo de ella.

¡Asesinato! Es una palabra horrenda, pero cuando se mata a un tigre o a una serpiente no se habla de asesinato.

Que se ande con cuidado de ahora en adelante.

5 de mayo

Fui a recibir a Agatha y a su madre a las once en la estación.

¡Tiene un aire tan vital, tan feliz! ¡Es tan hermosa!

¡Y qué placer ha mostrado al volver a verme!

¿Qué he hecho yo para merecer ese amor?

Las acompañé hasta su casa y almorzamos juntos.

Me pareció como si en un instante un velo me ocultara todos los suplicios de mi vida.

Agatha me dijo que tengo mal aspecto, que estoy pálido y parezco enfermo. ¡La pobre niña atribuye esto a mi soledad y a los pocos cuidados de un ama de llaves a sueldo! ¡Dios quiera que jamás conozca la verdad!

¡Que la sombra, si es que sombra ha de haber, caiga para siempre sobre mi propia vida y la deje a ella a pleno sol!

Acabo de volver de su casa. Me siento como nuevo.

Con Agatha junto a mí creo que podría enfrentarme con todo lo que la vida pudiera infligirme.

5 de la tarde

Intentaré ser preciso.

Intentaré anotar con exactitud lo ocurrido.

El recuerdo está todavía en mi mente. Puedo contar lo sucedido con exactitud, aunque es poco probable que jamás olvide lo ocurrido hoy.

Volví de casa de las Marden después de comer, y estaba preparando muestras microscópicas en estado de congelación para mi micrótomo, cuando percibí de pronto esa pérdida de la conciencia que tanto me aterra y que tan bien conozco desde hace poco.

Al recobrar el sentido, me encontré sentado en una habitación muy distinta de aquélla en la que había estado trabajando.

Era una habitación cómoda y luminosa, con sillones de cotonada estampados; las cortinas eran multicolores, y junto a las paredes había numerosos objetos decorativos.

Un primoroso reloj de péndulo, frente a mí, marcaba su tic-tac, y sus agujas indicaban las tres y media.

Todo me parecía muy familiar; pese a ello, lo contemplé todo con asombro, hasta que mi mirada se detuvo en una fotografía: la mía, enmarcada y colocada sobre el piano. Junto a ella había otra fotografía, la de la señorita Marden.

Entonces, claro está, supe dónde estaba.

Era el saloncito de Agatha.

Pero ¿cómo explicar mi presencia allí? ¿Había sido enviado allí con algún fin diabólico?

¿Habría llevado ya a cabo ese fin? Sin duda; de no ser así no se me habría permitido recobrar la conciencia de mí mismo.

¡Oh, cuánto sufrí entonces! ¿Qué habría hecho?

Me puse en pie bruscamente, desesperado… Y entonces cayó en la alfombra un pequeño frasco que tenía sobre las rodillas.

No se había roto. Lo recogí.

Su etiqueta decía: «Ácido sulfúrico concentrado».

Cuando le quité el tapón de vidrio, salió del frasco un humo denso, acompañado de un olor acre, asfixiante, que se extendió por la habitación.

Reconocí el frasco que tenía en mi laboratorio como reactivo químico.

Pero ¿por qué habría traído un frasco de vitriolo a la habitación de Agatha? ¿No será ése el líquido viscoso y humeante que muchas mujeres celosas han utilizado para destruir la belleza de sus rivales?

Se me paró el corazón cuando puse el frasco a contraluz para examinarlo. ¡Gracias a Dios! Estaba lleno.

Hasta aquel momento, pues, no se había perpetrado ninguna atrocidad.

Pero si Agatha hubiese entrado un minuto antes, ¿no era seguro que el infernal parásito que había entrado en mí me habría obligado a tirarle aquel líquido a la cara? Indudablemente, así habría sido, ya que, de lo contrario, ¿por qué lo habría traído?

Al pensar en lo que había estado a punto de hacer, mis nervios, ya debilitados, llegaron a su punto de ruptura. Me dejé caer en un asiento, temblando, convulso, convertido en un pingajo humano.

La voz de Agatha y el susurro de su vestido me devolvieron la conciencia.

Alcé la mirada y vi que me observaban sus ojos azules, rebosantes de ternura y de piedad.

—Tendremos que llevarte al campo, Austin. Necesitas descanso y tranquilidad. Pareces horriblemente cansado.

—¡Oh, no es nada! —dije, tratando de sonreír—. Ha sido un desmayo pasajero. Ahora estoy perfectamente.

—Siento mucho haberte dejado aquí esperando. ¡Pobre amigo mío! Debe hacer al menos media hora que estás aquí. El párroco estaba en la sala, y como sé que no te entusiasma hablar con él, me ha parecido mejor que Jane te trajera aquí. ¡Me parecía que ese hombre no se iba a marchar nunca!

—¡Gracias a Dios por su demora! ¡Gracias a Dios que se haya quedado! —grité, enloquecido.

—Pero ¿qué te ocurre, Austin? —me preguntó ella, tomándome del brazo mientras yo me levantaba, tambaleante—. ¿Por qué te alegra que el párroco se haya quedado tanto rato? Y, ¿qué es ese frasquito que llevas en la mano?

—¡Nada! —exclamé, metiendo rápidamente el frasco en el bolsillo—. Pero he de irme; tengo algo importante que hacer.

—¡Qué aspecto tan terrible tienes, Austin! Nunca te había visto así. ¿Estás enfadado?

—Sí, lo estoy.

—Pero ¿conmigo?

—Claro que no, querida mía. Pero no entenderías…

—Todavía no me has dicho para qué has venido.

—He venido para preguntarte si me querrás siempre… haga lo que haga… sea cual sea la sombra que caiga sobre mi nombre. ¿Confiarías en mí, por tremendas que fueran las apariencias en mi contra?

—Sabes que te seré fiel, Austin.

—Sí. Sé que lo serás. Haga lo que haga, lo haré por ti. Estoy obligado a hacerlo. No hay otro modo de salir de esta situación, querida mía.

La besé y salí dando zancadas.

Había quedado atrás el tiempo de la indecisión.

Mientras aquel monstruo había amenazado solamente mis intereses y mi honor, había podido preguntarme qué hacer.

Pero ahora, cuando Agatha… mi inocente Agatha… estaba en peligro, mi deber quedaba tan claramente trazado como una carretera.

No iba armado, pero eso no me detuvo. ¿Qué arma necesitaba, si sentía en tensión todos mis músculos y percibía en ellos la fuerza de un loco furioso?

Corrí por las calles, tan obsesionado por lo que me proponía hacer que sólo muy vagamente reconocí a los conocidos con los que me cruzaba, y apenas me di cuenta de que el profesor Wilson corría, tan precipitadamente como yo, en dirección contraria a la mía.

Llegué a la casa, jadeante, pero resuelto. Llamé.

Me abrió una criada. Estaba turbada, y su turbación aumentó al ver al hombre que tenía delante.

—Lléveme inmediatamente ante la señorita Penelosa —exigí.

—Señor —me contestó con voz balbuceante—, la señorita Penelosa ha muerto esta tarde, a las tres y media.

Fin

Arthur Conan Doyle. (Edimburgo, 1859 – Crowborough, Reino Unido, 1930). Novelista británico de familia escocesa. Entre 1882 y 1890 ejerció como médico en Southsea (Inglaterra) y para redondear sus magros ingresos publicó una novela de intriga, Estudio en escarlata, que se convertiría en el primero de los sesenta y ocho relatos en los que aparece uno de los detectives literarios más famosos de todos los tiempos, Sherlock Holmes.

En un momento de auténtica inspiración, basándose en el modelo de Quijote y Sancho que tantos novelistas han utilizado, el autor creó al doctor Watson, un médico leal pero intelectualmente torpe que acompaña a Sherlock y escribe sus aventuras. En julio de 1891 empezó a publicar en la revista Strand Magazine las andanzas de su personaje, basado parcialmente en uno de sus profesores de la universidad, que abogaba por seguir estrictos razonamientos deductivos en todos los órdenes de la vida.

En 1893, harto de Sherlock, decidió darle muerte en la ficción junto a su enemigo mortal, el maligno profesor Moriarty; pero a causa de la presión de sus lectores, debió resucitar al detective en 1902, con El sabueso de los Baskerville.

Las novelas de Sherlock Holmes han suscitado un culto de gran arraigo tanto de los lugares e indumentarias del personaje como de su ficticio domicilio en Londres. Existe una vasta cantidad de publicaciones pseudoeruditas que se ocupan del excéntrico personaje.

El parásito – Arthur Conan Doyle – Cuentos de terror gótico